Era alta, fuerte, colorada, cabello rojizo, avanzaba maciza y segura, demasiado color en las mejillas y los labios, mucho perfume, envuelta en un traje aparatoso de colores vivos. Le tomó las manos y se las besó.

«Por muchos años he deseado este momento, señor.» «Yo también, podéis creérmelo.» La invitó a sentarse a su lado. Lo hizo con desenfado.

Empezó una conversación que se disolvía en banalidades. «Sois un "bel homme".» Él la cumplimentó por su buena apariencia. Luego le dijo que la quería ayudar, que quería hacer todo por su bienestar. Hablaron de su hijo Conrado. Ofreció ayudarlo para que ingresara en la administración con un buen cargo. Hubo pausas largas en las que ambos se miraban y no cruzaban palabras.

Lentamente, tanteando el terreno, le habló de los peligros que ella podía correr en Flandes en aquella situación. «Estos herejes son capaces de cualquier cosa.» No parecía rechazar la idea. Hasta que se atrevió a decir, muy suavemente, que era tal vez mejor que se fuera a España, donde la recibirían con todos los honores.

Cambió instantáneamente. Una dura máscara de furia le alteró los rasgos, la voz se le hizo dura y cortante. Se negó rotundamente. Era la misma vieja idea del duque de Alba, el mismo siniestro propósito de sepultaría en un convento de España. «No iré nunca. No hay fuerza ni razón humana que me pueda obligar a hacerlo. Si era eso todo lo que tenéis que decirme…» Trató de calmarla. Con el tono más dulce que halló le explicó la conveniencia de que no estuviera en Flandes mientras él era Gobernador. Podía ir a Italia o a España a establecerse como la gran señora que era. La princesa Margarita de Parma podía recibirla o Doña Magdalena de Ulloa.

Fue entonces cuando se le escapó aquella frase que ya no pudo recoger: «Hacedio por mí y por mi Augusto Padre». Se irguió desafiante, cambió de tono y aspecto, y comenzó a hablar atropelladamente. Lo tuteaba como para golpearlo. «Tú también.

Era lo que me faltaba. Todos quieren disponer de mí menos yo. No soy una borracha, ni una puta. Eso es lo que quisieran muchos. Me aprecio mucho yo misma. ¡Qué Augusto Padre ni qué Augusto Padre! Ésas son babiecadas. Ni lo sabes tú ni lo sé yo misma.

Puede que seas hijo de él, pero también podrías serio de otro hombre.» Se hizo un brusco silencio. «Qué atrocidad habéis dicho. Debéis estar loca.» Mientras ella callaba, él, con las manos apretadas y pálido de muerte, se paseó por la habitación hablando a solas.

Volvió a sentarse pesadamente. Parecía maniatado en sí mismo. «No creo que hoy tengamos más que hablar. Todo se va a hacer de acuerdo con vos. Otro día hablaremos.

Yo le haré avisar. Otro día.» La acompañó hasta la puerta y se soltó a llorar.

Madrid aprobó el Edicto Perpetuo y ordenó el retiro de las fuerzas españolas. Lo sintió como una humillación. Había quedado convertido en un mero símbolo de un poder desaparecido. Todo lo peor podía esperarse ahora. Examinaba con sus allegados la situación y todo le parecía negativo. Se desesperaba buscándole sentido a la actitud del rey y no lo encontraba. Escribió a Pérez con desesperación. Desde Madrid debían ver las cosas de otra manera. «Yo también he sido partidario de la paz, pero esto es la rendición.» Lo que era peor, desde abril fue entregando las fortalezas a los señores flamencos y comenzó el retiro de las tropas españolas por Luxemburgo y el Franco-Condado.

No habría ocasión para la empresa de Inglaterra.

Escobedo se esforzaba en consolarlo. Según él se abría la posibilidad de regresar a la Corte, de formar parte fundamental del Consejo del rey, de gobernar a su lado descargándolo del peso del mando. Le había escrito a Pérez. «El príncipe, desesperado ahora, sólo desea un sitio bajo un dosel, lo cual lo igualaría a un Infante.» Se iba a robustecer inmensamente el partido de Pérez. Los Vélez y Quiroga. «Vuestra Merced nos puede hacer cortesanos.» Le aconsejaba dolerse del trabajo de Su Majestad y «cuánta necesidad hay de su salud». El príncipe era niño, «convendría que tuviese con quien descargar». Don Juan podría ser «el báculo de su vejez». Don Juan escribió a su vez a sus amigos. A Pérez le impetraba: «Haciéndome a mí una de las mayores buenas obras que de amigo pueda recibir».

Declaró un día. «Me iré con los soldados.» Podía irse con la fuerza a Italia para volver a Madrid. Podría también renunciar a todo y meterse a un convento. Abrojo o Montserrat. «Por lo menos tendré sosiego de alma.» Se pensó también en la posibilidad, con las tropas que le quedarían, de irse a Francia, de acuerdo con el duque de Guisa, «para ayudar como aventureros al rey de Francia en la lucha con los hugonotes». Se diría que la causa fue muy honrosa y que «Don Juan de Austria fue a socorrer al rey de Francia para restaurar su reino y extirpar a los herejes».

El rey lo oiría con desdén y hasta con burla. Le restaba quedarse allí, gobernador de befa, objeto de chacota, digno de los cuentos de aquel Til Eulenspiegel, de quien se contaban tantas insólitas ocasiones de agudeza vestida de torpeza. Había visto en las fiestas populares al rey de los locos, con su cetro de payaso, su corona de cascabeles, su pompa ridícula. Era lo que le estaba reservado.

Por los caminos, hacia Borgoña, resonaban los tambores y los pitos al paso de las tropas. Deshechos rebaños de soldados, con la lanza o el arcabuz a cuestas, junto a las acémilas y carros con las mujeres y los niños. Mujeres y niños ya flamencos, de soldados viejos. ¿Qué estaría diciendo el duque de Alba?, le iba a escribir una carta, ¿para decirle qué?

Cayó enfermo, en una de aquellas fiebres y desganos que lo postraban por días.

Bascas, dolores, delirios a ratos. Venían los médicos con sus sangrías y emplastos.

Se reponía lentamente y se entregaba al festinear con los amigos. Vino, espesa cerveza, reilonas y torpes mozas de gruesas carnes pálidas. Para volver a recaer en el desgano y en la ausencia.

Escobedo temió que en aquel estado Don Juan no podría sobrevivir. Si se dejaba morir todo estaría perdido. Escribía a Pérez su angustia: «Lo temo, fácilmente ha de dejarnos ir a buenas noches, quiero decir a malas…; si nuestra desventura fuese tal, adiós Corte, adiós mundo». Era muy grave lo que veía. «Ayudémonos, pues conservamos al que nos conserva.» «Señor Antonio», escribía por su parte Don Juan, «haciéndome una de las buenas obras que de amigo puedo recibir, pues me librará cierto de incurrir en desobediencia por no pasar por caso de infamia». Temía que sus cartas al rey pudieran ser mal interpretadas y le pedía a Pérez que modificara su contenido como le pareciera mejor. Insistía en «sacarme de aquí, que en hacerlo me va la vida y honra y alma».

«Créame, haga lo que tan de veras pido, haga el esfuerzo, señor Antonio, y avíseme con propio enviándome nuevas tales que para in eternum me haga suyo, si más de lo que soy puedo serlo.» Se comprometía a ser suyo: «Yo me uniré a Vélez y a Quiroga, no sólo para sosteneros, sino para atacar a nuestros enemigos, por que consideraré como tal a quienquiera que lo sea de un amigo como vos».

¿Por qué había venido allí? Recordaba su tenaz resistencia de animal en peligro.

«Yo no quería venir. Tú lo sabes, Escobedo.» Repetía sus argumentos y excusas ante el rey y los amigos. «Pero tenía que venir, era fatal. Es la tierra de mi padre. Es eso.» En el mejor momento de la tregua fue a Gante. A la alcoba en la que nació el Emperador. Se quedó solo en ella largo rato. Allí empezó la vida prodigiosa. También fue a San Bayo, donde lo bautizaron. El Cordero Místico vertía el rojo y perfecto chorro de su sangre, como la traza de un ala, en el cáliz de oro. Los Papas, los Emperadores, los reyes, los señores, los campesinos, contemplaban en trance flotando en la luz sin peso que llenaba el retablo.

Se sentía perdido en aquella situación cambiante. «No tengo tropas. No tengo recursos. No puedo confiar en nadie.» Eran innumerables los matices de la disidencia. Desde el noble católico que se resentía del dominio español hasta el hereje declarado. Nadie decía lo que pensaba. Había que interpretar las palabras y las actitudes. La intriga se movía a todos los niveles. «Es preferible la guerra, Escobedo.» Sentía que lo iban envolviendo y atando con disimulos y tretas.

Le guardaban las formas exteriores del acatamiento, pero se daba cuenta de que cada vez era más limitada y desacatada su autoridad. Lo habían reconocido como Gobernador y lo habían recibido solemnemente en Bruselas. Entró a la Gran Plaza en fiesta a la cabeza de un grupo de caballeros ataviados con inmenso lujo. Lo guardaban los dignatarios, los Consejeros de los Estados, los banqueros en sus oscuros terciopelos, los negociantes y un pueblo sin entusiasmo.

«Esto parece más una despedida solemne.» Lo que se iba confirmando era un panorama de hostilidad agazapada. Le llegaban denuncias de conspiraciones contra su vida.

a con sus amigos el recuento de la situación y terminaba: «¿Qué hago aquí?».

Se habían ido las tropas españolas, la empresa de Inglaterra sonaba a irrisión, ape¡las quedaba aquella posibilidad del regreso a Madrid para entrar en los Consejos del rey. Pero eso mismo no lo veía claro. «Con Antonio se puede contar, pero no es suficiente.» Volvía con terca fijeza a la vaga idea de retirarse definitivamente a un convento.

Escobedo no hallaba otra manera de sacarlo de ese abatimiento que con burlas. No estaba hecho para eso, ni podría serlo nunca.

«El príncipe de Orange ha triunfado y ya es tarde para enderezar esta situación perdida. Yo no me siento con vocación de derrotado.» Escobedo le había llegado a decir al rey: «Don Juan es hombre y sabe dónde le aprieta el zapato». Le había dicho que «no se imaginara que había cumplido con vos dándole generalatos de mar y tierra, ni gobernaciones, que ni los necesita ni los quiere».

«¿Te atreviste, Escobedo?» «Dije más. Que debíais regresar con vuestra caña al puerto, volver a la Corte y servir allí a Su Majestad, que es allí su lugar, como hijo de su padre y hermano de Su Majestad.» Lo que vino después fue más negativo. El príncipe de Orange se había negado a firmar el Tratado alegando que no contenía la cláusula de la libertad de conciencia.

Por esos días vinieron emisarios de la reina Isabel de Inglaterra con halagos y presentes. Habría paz en los Países Bajos y paz con España. No estaba cerrada la posibilidad de un matrimonio con la hereje.

«En esto anda la mano del Taciturno.» Era la reacción de Escobedo.