Había llegado de Madrid al convento de Abrojo para salir luego para Flandes, Tenía que atravesar Francia sin ser reconocido, disfrazado de morisco, como un servidor de Octavio Gonzaga.

«Muchas cosas he sido en mi vida, pero es la primera vez que soy esto.» Tres semanas antes había llegado a Madrid desafiando el disgusto del rey. Hasta Guadalajara salieron a recibirlo Antonio Pérez, el conde de Orgaz, el duque del Infantado y algunos pocos amigos íntimos.

Pérez lo había tranquilizado con respecto a la actitud del rey. No estaba contento con la desobediencia, pero admitía que podía ser útil el encuentro personal antes del viaje. El rey estaba en El Escorial.

Pérez le había arreglado alojamiento en La Casilla. Entre la muchedumbre de criados recorrió la suntuosa fila de salones. Muebles dorados, mesa de mármol, candelabros de plata, tapices ondulantes, cortinajes de seda y terciopelo y aquel dormitorio con su deslumbrante cama de plata y un letrero sobre las columnas: «Duerme el Sr.

D. Juan, entre paso». «Esto es como para un rey.» «Es para un rey», le había replicado con zalamería Pérez. Pronto se dio cuenta de que se movía en dos niveles de relación diferentes. Se lo advirtió Escobedo. «El rey se ha quedado en El Escorial para no tener que alojarlo en el palacio como a un Infante.» El encuentro en El Escorial fue inesperadamente fácil. Había pasado por las aplastantes estructuras de piedra desnuda. Profundas galerías de sombra con fugaces siluetas de monjes al fondo. Lo recibió con la reina y el pequeño príncipe Don Fernando.

El rey se puso de pie y, sin dejar que le besara la mano, lo abrazó. «Ya estáis aquí y es lo que importa.» Hablaron de las cosas de Italia y de las dificultades de Flandes.

La reina, callada y tímida, lo oía con arrobo. Paseaba su mirada del uno al otro. Eran tan distintos. No alcanzaba a decir todo lo que deseaba. Después de hablar largo rato, en la despedida, ocurrió el incidente. Besó la mano del rey y de la reina y al girar la contera de la espada, golpeó en la frente al niño y lo hizo caer. Estalló en llanto, la reina se precipitó a recogerlo. El rey permaneció sereno. Lleno de turbación Don Juan prorrumpió en excusas y lamentos. «No tengáis cuidado y demos gracias de que no sea más», dijo el Rey.

En la soledad de la alcoba, sin poder dormir, recordó a Don Carlos en Alcalá.

Iba a ser el rey y no vivió para serlo. Habría un rey Fernando si el niño lograba vivir.

Se sintió culpable de su pensamiento.

En los días siguientes, entre paseos y partidas de caza, tuvo oportunidad de hablar con el rey. A cada instante estaban acechando aquellas palabras que esperaba y que el rey no llegaba a decir. Varias veces estuvo a punto de plantearle la necesidad de su reconocimiento como Infante para tener más autoridad en Flandes. El temor de la negativa lo contenía Con aquella cara que empezaba a borrarse en el espejo bajo el tizne o con cualquiera otra de las que había tenido. La de la denuncia de Don Carlos, la de la salida para Granada, la de la tarde de Lepanto, la de la noticia de la pérdida de Túnez, las que había revestido en tantas entrevistas con el rey.

Era la cara de la súplica o de la impertinencia. En muchas formas había señalado la necesidad de llegar a Flandes revestido de la mayor autoridad. Habían estado esperando al rey y no era otro Requesens el que podría cambiar la situación. El rey oía con aquella manera ausente que tenía para no asentir.

Se atrevió a hablar de la empresa de Inglaterra. Endureció la cara y tomó un tono de hablar de cosa ajena. ¿Qué quería decir y qué quería no decir el rey? «La voluntad que siempre os he tenido y tengo de hermano», decía hermano con un tono quedo y distinto del resto de la frase, «es tal y tan grande que después del servicio que deseo se haga a Nuestro Señor en reducir aquel reino a la religión católica, deseo que aquello salga bien para poderos demostrar lo mucho que os quiero». Llegó a decir más. «Saliendo con esa empresa seria lo justo que quedarais con él, casado con la reina de Escocia, lo que seria justo con quien la ha sacado de tantos sufrimientos y le devuelve su trono.» No tuvo tiempo de extenderse en la gratitud. El rey había cambiado el tono.

– Habrá muchas cosas que tratar y capitular antes. No seria prudente tratar de esto antes de tiempo porque podría ser perjudicial al bien de mi servicio y de las cosas de nuestros Estados.» Señalaba las dificultades de la empresa. Sospechaba las sospechas de la reina de Inglaterra por su ida a Flandes. Iba aún más lejos. «Convendría disimular mucho y tratar de descuidaría. Convendría mucho irla regalando y tener con ella buena correspondencia y trato para aquietaría.» No iba a haber flota desplegada, ni desembarco, ni trato abierto con los católicos ingleses, sino engaño, astucia, retardo y juegos de zorro.

Muchas veces se quedó absorto ante aquel cuadro. «¿Cómo es que se llama el pintor?» Lo llamaban El Bosco. Lo había enviado el duque de Alba de Flandes. Había muchos cuadros de aquellos pintores minuciosos y perfectos con sus Vírgenes quietas con inmensos paisajes más allá de su manto. Pero aquél era otra cosa. Era un laberinto de infinitas figuras minúsculas entre la tabla del Pecado Original y la del Infierno.

Sapos, cerdos con capas de ceremonia, lechuzas, huevos rotos de donde surgían figuras y cabezas, figuras que devoraban seres humanos, fornicaciones, monstruos con ojos y sin cuerpo, una inmensa fresa. Y luego en negro y rojo aquella pesadilla del Infierno. Entre las altas paredes renegridas surgía la inundación de llamas y humo, mínimas figuras negras se recortaban sobre el fondo de incendio. Trepaban por escaleras frágiles, ejércitos en fuga pasaban puentes encorvados sobre un agua ocre y como calcinada, diablos y condenados en trazos negros, monstruos de pesadilla y como el eco sordo de un clamor sin voces. Así era Flandes. Un inmenso infierno donde todo ardía.

Cada vez que llegaban noticias de la revuelta, de los motines, de la furia destructora, era aquella visión la que le venia a la imaginación.

«Ahora si tienes cara de rey.» Era la tuerta quien se lo decía ante la sonrisa de Antonio Pérez. Los cortos días en que estuvo en Madrid los pasó entre visitas y fiestas en La Casilla. Había cambiado mucho la princesa de Éboli. Se veía ahora más suelta y segura. La sombra de Ruy Gómez, que tanto había pesado sobre ella, se había borrado. Nada le quedaba de la racha piadosa que la llevó al convento de Pastrana. En su lenguaje, salpicado de insolencias y de frases de barrio, decía las cosas más atrevidas de los grandes personajes. Se le notaba un tono autoritario que antes no le había conocido. Mucho había cambiado su trato con Antonio Pérez. Ya no era un tono de afecto familiar y casi protector, sino una casi insolente actitud de dominación e intimidad.

En ciertos momentos lo insultaba jocosamente pero con un fondo de ternura. «Antonio, Antonio, eres un chapucero. No era eso lo que has debido hacer.» Había, por la parte de Pérez, una sensible actitud de sumisión y hasta de temor.

No le faltaron a Don Juan los comentarios. El marqués de Fabara, primo de Ruy Gómez, le había denunciado cosas escandalosas. Había mucho, mucho más, que una relación de amistad y complicidades de intriga entre los dos. Eran amores. «Todo el mundo lo sabe. No se ocultan.» Circulaban confidencias de criados. El mismo Escobedo lo admitía. «Es imperdonable que Antonio haya tenido tan poco respeto por Ruy Gómez.» En una de las fiestas de La Casilla los caballeros jugaban al estafermo. Al galope del caballo golpeaban el escudo de la silueta de hierro, que giraba rápida sobre su eje vertical. El saco de arena que colgaba de su brazo derecho tomaba vuelo y golpeaba al caballero que no era suficientemente hábil para esquivar y salir ileso. Un violento golpe que los desarzonaba. Aquella vez fue tan violento el impulso que el saco de arena se soltó de su atadura y fue a golpear a Antonio Pérez, que miraba el juego. Cayó al suelo aturdido y sin palabras y lo llevaron al interior de la casa. Detrás, desalada, se fue la princesa. Don Juan quiso verlo luego. En la antecámara estaba una dueña de Doña Ana que se alarmó al verlo y le dijo que el golpeado dormía y era mejor no entrar. Don Juan había alzado la cortina y pudo ver sobre el lecho a la princesa que, tendida junto a Antonio, le hacia caricias en la frente. Soltó la cortina.

Los días se aceleraban. Todas las noticias de Flandes eran malas. El príncipe de Orange se mostraba seguro y desafiante. El desconcierto y la anarquía cundían en las fuerzas del rey. El Consejo en Bruselas era un fantasma de gobierno. El Taciturno había dicho con sarcasmo: «¿Qué temen? Un puñado de hombres y un gusano frente al rey de España. Ustedes tienen quince provincias y nosotros dos. ¿Qué pueden temer?».

Desde las diversiones de La Casilla las perspectivas y las cuentas variaban continuamente. Siempre era más lo que se requería. Muchos baúles de escudos, muchas libranzas para los banqueros de Flandes. No era menos fluctuante la cuenta de los batallones, unos en rebelión, otros en desbandada, otros en amenazante calma.

Sentía que se había metido torpemente en un hueco sin salida. Dudaba. En torno suyo se sentía un ambiente de simulación, como si todos estuvieran de acuerdo para llevarlo a su perdición. Tan falso como aquel mundo de máscaras de La Casilla. Se pasaba de un tema a otro según las presencias y las ocurrencias. De la picante confidencia de un amor clandestino a la intriga política.

«Es como si me quisieran aturdir para llevarme al matadero», le había dicho a Escobedo. «Hasta el aire que se respira aquí es falso.» La Casilla rebosaba de perfumes dulzarrones y penetrantes. Un tenue humo azul de pebeteros enturbiaba la vista y el olfato. La cercanía de Antonio Pérez sofocaba de olores. A las puertas los criados movían incensarios con perfumes. Sahumaban hasta las gualdrapas de los caballos.

Mientras le borraba el rostro el tinte negro pensaba que aquélla era la sombra final que caía sobre su vida.

«Lo que quiere el rey es la paz y no la guerra en Flandes. Si fuera la guerra yo sabría que hacer, pero lo que quieren que haga es dejarme desarmado ante el enemigo.

No todos eran herejes, ni todos los que no quieren al rey eran herejes. Habría que olfatearlos como los perros.» Ir a Flandes, sin tropas, entre enemigos y asechanzas. Cruzar Francia entera, rivales y hugonotes, protegido con un disfraz.

Iba a dar vida a un cuerpo muerto con el último aliento en la boca. Así lo decía.

Lo enviaba el rey, lo enviaba Dios, tendría que haber un milagro. Dios lo había escogido para hacer el milagro.