Regresó a Granada. Fue una recepción triunfal, atravesó las calles bajo los arcos, ante los balcones con colgaduras, recibiendo una ovación delirante. ¿Cómo lo miraban?

Como él mismo no se había atrevido a verse nunca. «Os ven como un rey», le dijo luego Juan de Soto. «También Aben Aboo se cree rey», contestó secamente. Cuando en la noche de hachones y velas terminaron los saludos, Maria de Mendoza se le acercó ansiosa. «¿Qué tienes, no estás contento?». «No, no lo estoy Maria, no logro estarlo y no se por que.» Escribió al rey, en el tono más sumiso, pidiéndole permiso para volver a la Corte a besar la mano de la reina. Vino al fin la autorización.

No estuvo en Granada para presenciar aquella otra entrada del cadáver de Aben Aboo. Uno de sus hombres, El Xenix, lo había matado después de una disputa sobre la necesidad de rendirse. Lo abrieron en canal como una res, le echaron sal, lo rellenaron de paja, lo fijaron con un palo sobre el lomo de una muía y, seguido de un séquito de bullicio y burla, entró en la ciudad. Rígido jinete tambaleante al paso de la acémila, con una corona de irrisión y los ojos abiertos y turbios.

«Eres otro«, le había dicho la princesa de Éboli desde que lo vio la primera vez a su vuelta a Madrid. «Tienes una fiereza, una codicia, un ímpetu de toro.«Los que no se lo decían se lo manifestaban claramente con la expresión de sus actitudes. Ya no era aquella tenuemente desdeñosa y condescendiente manera de tratarlo. Se habían contado las verdaderas y falsas atrocidades de la campaña. «Al rey le disgustaron algunas noticias«, le había dicho Ruy Gómez. «Aquélla fue una guerra atroz, como todas las guerras, y seguramente más por las condiciones en que se libró. No se sabía quién era el amigo y quién el enemigo. Nos recibían con muestras de sumisión y luego mataban nuestros soldados por la espalda. No se podía estar seguro de nadie. ¿Sabe el rey bien las atrocidades que nos hicieron a los cristianos?«Lo decía con una voz más firme y segura, más inapelable que aquella que antes le había oído. Se daba cuenta de aquella impresión que producía y experimentaba placer en acentuaría. A la menor objeción contestaba sarcástico: «No sé lo que Vuestra Merced hubiera hecho; lo que yo tuve que hacer se sabe«.

Entre las mujeres experimentaba más clara y golosamente esa nueva relación. «Quién te resiste, hombre de Dios?«, le había dicho la Éboli.

La nueva reina le pareció tímida y descolorida. Cuando llegó al besamanos la halló bordando entre sus damas. No era Isabel, la risueña y juguetona; tenía una cierta tiesura alemana. Entre las nuevas damas de la reina había mujeres jóvenes y bellas. Les retenía las manos y las miraba a los ojos hasta hacerlas balbucear. «Bella y más peligrosa que un moro emboscado.«Se acercaba más, hablaba más quedo. Pasaba de una a otra sin cambiar de tono. Con la mano tomada les decía: «Quisiera verte a solas, tengo muchas cosas que decirte«.

El propio Antonio Pérez le había advertido: “Hay que tener cuidado, ésta no es la misma Corte de antes; ahora hay mucha pacateria”.

Mandaba billetes con los pajes, en medio de la conversación soltaba alguna frase intencionada, acentuándola con una mirada golosa. «Otras cosas quiero decir, pero no aquí.«Lo vieron saltar de noche algún balcón, perderse en la sombra por una puerta entreabierta, hablar en voz queda desde el jardín a una dama que asomaba a su balcón nocturno en Aranjuez o en La Granja.

«Creo que nuestro Don Juan exagera«, le había dicho Antonio Pérez a la princesa.

«Estás haciendo el papel del Diablo Predicador«. replicaba la tuerta.

Con Ruy Gómez y Antonio Pérez había hablado repetidas veces sobre la situación del Mediterráneo, la formación de la Liga Santa contra el Turco y la necesidad de designar pronto el generalísimo de la flota. «Los venecianos, cualquiera les cree, quieren que sea el viejo Veniero; en el Vaticano piensan en Colonna o en Doria, pero ninguno de ellos tiene la autoridad y la grandeza necesaria para imponer una autoridad indiscutible. El jefe tiene que ser español y ése no puede ser otro que Don Juan de Austria.«Comenzaba de nuevo una larga espera. «El rey ha presentado firmemente vuestra candidatura al Papa.«Sintió la cosquilla de la angustia. Iba a recaer sobre él la suprema responsabilidad de aquel terrible desafío. No tenía ahora a Quijada para pedirle consejo. «Ni tampoco hace falta», se respondía a si mismo en sus momentos de petulancia.

Con Antonio Pérez y los jóvenes más pródigos y atrevidos de la nobleza pasaba aquellos días de espera y ocio. Iba a las reuniones que organizaba Antonio en La Casilía. Damas jóvenes, actrices, música, vino, comedias y pasos, adivinanzas y burlas y, sobre todo, el juego. «El diablo Zabulón, el que trajo al mundo el juego, hizo esta casa», decía jocosamente el dueño dispendioso. Las reuniones duraban días y noches enteras. En las partidas de juego experimentaba aquella vertiginosa sensación del oscuro destino abierto ante si. Atreverse, arriesgarse, dominar a los otros, correrlos y vencerlos, sentir la presencia del peligro o tratar de reponerse de la derrota. «A mala suerte, envidar fuerte.«La voltereta apagada de los dados sobre el tapiz era la imagen misma de la variable fortuna. El juego de la vida, que en lo ordinario tomaba tiempo para resolverse, allí se decidía en momentos. Las caras largas y las alegres cambiaban de dueño sin cambiar de posición. «Tomo, envido, doy.» En Granada había tenido ante él aquellas mujeres renegridas y torvas que extendían las cartas sobre una mesa para decir la fortuna. Los reyes, los caballos, las sotas, los ases y los números, al volcarse, enviaban un mensaje de fatalidad. Oros, copas, bastos y espadas. «Ésta dice que vas a ser afortunado en el amor; pero ésta dice que te acecha un enemigo poderoso.» No era así que hablaban en las mesas de La Casilla, pero el resultado era el mismo.

En el tenso voltear de las cartas cambiaban los rostros, se crispaban las manos, sonaban los escudos de oro y los doblones «Os pagaré mañana», «dadme el desquite». Pasaba de sitio en sitio el contento y el poder. Cada puñado de oro eran caballos enjaezados, criados, casas que se perdían o ganaban. Don Juan jugaba con alegre jactancia. «Esta también la voy a ganar.» Volcaban las sotas, los sietes, los ases torpemente pintados sobre la cartulina; el rey con su manto y su corona dorada era el poder, el caballero era el combate, el oro la riqueza, la espada la muerte. Todo estaba allí, más visible y claro que en la vida ordinaria.

A veces parecía distraerse del lance y del envite. «Mirad, señor, que es vuestro turno.» Imaginaba que era el rey quien le servia la carta y le marcaba el destino. No era distinto en la realidad del mundo. Así barajaba el Papa los nombres de los posibles comandantes de la Liga. Él estaba entre ellos, caballero o rey. ¿Qué iba a aparecer en la mano huesuda y transparente de aquel anciano a quien la Éboli llamaba «monje hirsuto»?

También el rey barajaba y servia a los que estaban en torno de aquella inmensa mesa de ambiciones y súplicas. Alba pedía carta desde Flandes; era siempre lo mismo: tropas y dinero. Las últimas remesas habían caído en manos de los ingleses. Había quienes se acercaban desde la sombra y lo que surgía era la espada de la muerte, como Egmont y los rebeldes de Flandes. Había el duque Carlos que había venido a la mano del rey a proponerle la nueva reina, en lo que había ganado, y a traerle una misiva del Emperador en la que le aconsejaba contemporizar con Guillermo de Orange y los protestantes. Había perdido la postura.

También asomaban a la mesa la reina de Inglaterra y el rey Carlos de Francia. De ninguno de los dos quería fiarse: la una era abiertamente hereje y estaba en manos de herejes para arrebatarle la baza de Flandes; y el otro era blando y complaciente con los herejes. Ahora aquella Margarita, hermana de Isabel, que le habían ofrecido como esposa, iba a ser entregada a Enrique de Navarra, que era un hereje manifiesto.

Con el Papa mismo no era fácil el juego. Astutamente buscaba sus cartas de triunfo para quitarle al rey toda injerencia en las investiduras eclesiásticas. Rezongaba ante la Inquisición, negaba auxilios de cruzada y llegaba a querer prohibir las corridas de toros. Había lanzado inesperadamente sobre la mesa aquella carta, aquella bula de excomunión y condena para la reina de Inglaterra, sin habérselo consultado, para embrollar más el juego que el rey venia haciendo.

Era difícil aquel monje. Ya se había atrevido a dar largas y buscar pretextos para impedirle la boda con Ana de Austria. Encontraba motivos en la consanguinidad próxima, era su sobrina. Acaso no venían casándose en la familia primos entre si, tíos y sobrinas, sin que ningún Papa hubiera hecho tanto aspaviento. Esa baza se la había ganado, como le iba a ganar ahora la del generalísimo de la flota cristiana.

¿Qué iba a hacer con los venecianos? Corrieron rumores de que a última hora Venecia buscaba entenderse con el Turco a cambio de que cesara la presión sobre Chipre.

Eran tramposos y marrulleros, fulleros de mal envite que escondían cartas en la manga.

Y estaba también aquel gordo, flojo y pálido, con un inmenso turbante que le agobiaba la cabeza: Selim el borracho. Extendiendo las manos sobre el tapiz del mar, con la izquierda sobre África, la derecha sobre Europa, hasta el Danubio mismo, poniendo galeras y galeras para ir sobre Chipre y sobre España. Había que enfrentar la baza.

«Cien galeras y cien galeras más y cien galeras más.» El mar se iba a llenar de mástiles y proas con el estandarte de la Media Luna.

«Es su turno, señor.» Era el risueño contendor, aquel joven duque o marqués, que jugaba con el tintineo de las piezas de oro y que lo hacía volver de pronto a la hora y lugar precisos. Se sacudía como si despertara, sacaba sin vacilación una carta y la lanzaba desafiante sobre el tapiz. Había ganado y era buen augurio.

El embeleso del juego y los lances amorosos de los días de la Corte estaban entrecortados por aquella otra cosa que estaba ocurriendo en otras partes, en otras horas, casi fuera de su vida, y que le llegaba en súbitas rachas de desazón. En la mesa de juego, en las horas de sigilo y temor de las visitas a las cámaras nocturnas, sentía la inminencia de lo que iba a venir.

Se negociaba en Roma la reconstitución de la Liga Santa. El Papa, España y Venecia, habían decidido reunir sus fuerzas para darle al Turco la derrota definitiva. Faltaba el generalísimo. ¿Quién iba a recibir aquel terrible encargo? Se iba cerrando el juego en torno de él. No podría el rey designar a otra persona. Lo deseaba y lo temía. No habría escape, ni alternativa. Seria él, sólo él.