Yo conozco a Vuestra Excelencia y tengo plena confianza. Será cuestión de tiempo para que se muestre quién sois. En Granada están esperando al hijo del Emperador.

Lo conocerán en su momento. No antes. No hay que forzar los pasos ni los tiempos…

Paso corto y mirada larga.» Tardaron días en los preparativos para la salida. Iban y venían mensajeros de la Corte a Granada llevando y trayendo órdenes e informaciones. "Su Majestad ha tomado empeño en prevenirlo y ordenarlo todo», le decía Quijada. Con quiénes iba a viajar, quiénes y cómo debían recibirlo en la ciudad, la forma en que debía funcionar el Consejo que lo iba a asesorar. "No voy a la guerra, sino a la retaguardia, con las mujeres y los niños.» «Vais a ser la persona del rey allá.» «Saldremos mañana», anunció Quijada, «os están aguardando». Preguntó con mal humor: «¿Quién? ¿El Consejo de Tutela?».

A lo lejos, agrupada entre los montes, se divisaba la ciudad. «¿Cuáles son aquellas torres? Altas son y relucían.«Quiroga musitaba a su lado el viejo romance. Había emoción en todos por la llegada a la legendaria ciudad. Acamparon cerca para preparar la entrada solemne. El primero en presentarse con un numeroso séquito de guerreros fue el marqués de Mondéjar. Se había adelantado a todos para ser el primero en hablar con Don Juan. Viejo, canoso, firme y rudo, le advirtió en los ojos el desasosiego de verlo tan Joven.

«Señor, os traigo buenas noticias de la guerra.«Se encerró con él, con la sola presencia de Luis Quijada. Le fue refiriendo el desenvolvimiento de la campaña. Quijada le hacía preguntas sobre la disposición de las fuerzas y la situación. «Los conozco muy bien y sé mejor que nadie cómo tratar a los moros en paz y en guerra. Tengo tres vidas luchando con ellos: la de mi padre, el conde de Tendilla, que recibió el gobierno de Granada de manos de los Reyes Católicos, la mía, que ya es larga, y la de mi hijo el conde, que ha crecido entre ellos.«Refería una guerra suelta, sin frente de batalla, que se libraba al mismo tiempo en muchos puntos separados. Afirmaba que los moros alzados estaban vencidos y que habían fracasado en su empeño. «Ahora es cuestión de tiempo y de habilidad, para que todos se vayan rindiendo.«Refirió las rivalidades entre los jefes de la revuelta. Tenía rivales Aben Humeya, nombró a Aben Aboo, que conspiraba para sucederlo, y Aben Faraz, que hacía gestiones secretas para entenderse con los cristianos. Mondéjar afirmaba que ésa era la forma apropiada para acabar, con poco costo, con la insurrección. «Hacer otra cosa seria imprudente y costoso, pero Vuestra Excelencia va a encontrar pronto quiénes son partidarios de una acción decisiva y arriesgada.«Había dicho «Excelencia«.

El marqués regresó a la ciudad para volver con el cortejo del recibimiento.

Fue larga la ceremonia de la entrada. El Presidente de la Audiencia, el Arzobispo, los comandantes de los ejércitos y filas de jinetes y lanceros. Don Juan se había vestido con todo lujo y a caballo, a la cabeza del cortejo, recibía los aplausos de los habitantes agolpados en las calles y asomados a los balcones y azoteas.

Paseaba la mirada sobre la multitud. Sintió la mezcla de hostilidad y entusiasmo.

Había miedo y odio en muchas de aquellas expresiones. «Si supiera siquiera cuáles son los enemigos«, pensó.

Luego vinieron los saludos en el Palacio de la Audiencia. Lisonjas, secas reverencías. en un anuncio de disimulos y amenazas. Se repetía el nombre del Emperador.

“EI hijo del Emperador…”.La garantía de la victoria.» «Ahora si vamos a vencer.«Desde los primeros contactos se dio cuenta de la pugna de opiniones sobre la forma de llevar la guerra. Los que estaban de acuerdo con las astucias de Mondéjar y los que apoyaban la acción directa que preconizaba Los Vélez.

La guerra se prolongaba y se disolvía en pequeños encuentros y escaramuzas, se perdía en los vericuetos de los montes. «Si esto se prolonga se va a dar tiempo para que los moros de África envíen socorros y para que las galeras del Sultán de Turquía desembarquen en algún punto de la costa.«Un gran vocerío llegó de la calle, eran gritos, invocaciones a Dios, lamentos clamorosos. Salió a la puerta. Era una muchedumbre de mujeres enlutadas y niños. «Justicia, señor, justicia para las victimas y castigo para los culpables. Han matado a nuestros maridos, a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Han profanado nuestras iglesias. Castigo para esos perros.» El clamor se calmó al ver a Don Juan. «He venido a hacer justicia, a proteger a los inocentes y castigar a los culpables. Tengan confianza en mí.» Cuando al fin quedó solo, su primer impulso fue ponerse a la cabeza de las tropas y salir a la campaña. Ya sabia que el rey no quería nada de eso. «Tenéis que acatar la voluntad del rey y mostraros obediente.«Las primeras impresiones que le transmitió Quijada sobre la situación militar eran malas. «Nunca he visto nada parecido. No son soldados estos malditos, tanto los aventureros como los de la ciudad no tienen ni han tenido nunca orden, no son gente de guerra, ni piensan en pelear, sino en robar a Dios y al mundo. Desorden tan grande no se ha visto jamás. Estos no son soldados, ni tienen capitanes, ni oficiales. Ladrones y bandoleros son, que no piensan sino en coger botín, saquear casas y marcharse cargados de sus robos. Así nada se puede hacer, por ruines que seamos nosotros más lo son ellos, Si quisiéramos ser un poco hombres de bien.» Pronto llegó la peor de las noticias. La flota con refuerzos que venia de Marsella al mando de Don Luis de Requesens fue deshecha por un terrible temporal. La costa quedaba desguarnecida y abierta a las invasiones.

La ciudad no era segura, en cualquier momento los moriscos del Albaicín, con la ayuda de los insurrectos, podía atacarla e invadiría. En uno de los primeros Consejos. Don Juan propuso expulsar los moriscos del Albaicin y distribuirlos por los reinos de España. Se resolvió lo que tenía que resolverse. Consultar al rey para que él tomara la decisión definitiva. No había otra cosa que esperar.

Había llegado María de Mendoza. Permanecía recluida en las habitaciones interiores del palacio. Había tomado el gusto de vestirse a la morisca y hostigaba a Don Juan con sus preguntas.»¿,Por qué no sales a la cabeza de las tropas a acabar con los infieles?» Con el propio Luis Quijada la relación había cambiado. Parecía haber dejado de ser aquel padre comprensivo para convertirse en un vigilante. «Eso no se puede», «hay que esperar»,»el rey no estaría de acuerdo», «hay que tener calma, el momento llegará».

Entre los señores que frecuentaban el palacio estaba Don Diego Hurtado de Mendoza. Pulcro, con su cuidada barba blanca, discreto, sabio. Con frecuencia Don Juan lo buscaba para preguntarle sobre sus muchas experiencias desde los tiempos del Emperador en la Corte, en el Gobierno, en las Embajadas, junto al Papa, sobre Italia y los Países Bajos. De lo contemporáneo se escapaba pronto hacia la Antigüedad.

«Todo lo que un capitán tiene que saber sobre la guerra está en los Comentarios de Julio César.» Recitaba en solemne latín, casi litúrgico, midiendo el tiempo de la cláusula con el movimiento de la mano, pedazos que Don Juan oía sin entender. «Todo está allí y sobre todo el ejemplo insigne de aquel hombre sin par, guerrero, político, gran prosista. Era capaz de hacer las más grandes hazañas y de luego narrarlas en las más precisas y bellas palabras.» Más se interesaba Don Juan por los detalles de la enredada intriga política que Don Diego había conocido en sus Embajadas en el Vaticano y en Venecia. «Termina uno por no saber lo que significan los vocablos, ni con cuál propósito se dicen; es como una esgrima en la oscuridad.» La guerra, con todos sus ardides era un juego más claro.

Por lo menos se sabia pronto el resultado.

Sentía ansiedad y alivio en oír de Don Diego el maravilloso cuento de los orígenes de España. «El primer conquistador de España fue Baco, a quien, por otro nombre, llamaban Libera. Iba a completar la conquista del mundo en Occidente. Con él vinieron los persas, iberos y fenicios, naciones de Oriente. Se llamaba también Dyonisio.

Traía un capitán que se llamaba Luso, de donde viene Lusitania, y un secuaz llamado Pan, hombre áspero y rústico; éste fue el que le dio el nombre a toda España. "Panios"

quiere decir cosa de Pan, el "hi" es el articulo, de modo que "Hispano" es lo mismo que tierra de Pan. También vino dos veces el que dicen Hércules. De allí viene el nombre de Sevilla, de la segunda vuelta de Hércules, "palin" quiere decir en griego otra vez y "li" el artículo, de allí salió "Hispalis".» El remoto pasado se volvía prodigioso cuento de héroes y dioses. Hasta los godos y los árabes. «Hasta esta lucha en que estamos ahora en busca del triunfo por vuestra persona que tiene la obligación de las victorias del padre. Vieja guerra y victoria dudosa que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos a quienes Dios quería castigar.»

Desde Granada se sentía la guerra lejos. Había que meterse en los montes, en las veredas de la sierra, en aquel macizo vertebrado como un carapacho de res que se extendía hasta Almería y el mar.

Era el mundo de los guerreros de Mondéjar, de Los Vélez, de todos aquellos capitanes que volvían a Granada o salían de ella. En Granada no había sino la Cancillería, el Arzobispado, el tenue comando. Noticias tardías que llegaban y órdenes tardías que salían.

Las noticias eran contradictorias, se hablaba de una victoria decisiva y resultaba apenas una escaramuza, a veces las noticias del frente no llegaban directamente sino dando vuelta por Madrid. Era el rey, o Ruy Gómez, o Antonio Pérez, quienes escribían impartiendo instrucciones y consejos.

Cuando se reunía el Consejo era para no ponerse de acuerdo, para terminar la discusión mirándole la cara. Aquella cara de impaciencia y de disgusto.»Para esto no hacía yo falta aquí.› Maria de Mendoza lo acosaba; para colmo, le había anunciado que estaba preñada. Con disgusto le ordenó que no se lo dijera a nadie. Para eso habría venido con tanta fanfarria. «Hay alguien, Don Luis, que me pide cuenta todos los días, sin palabras. Nada puedo responderle a él para justificar esta indecisión, esta indigna retaguardia, este papel de cobarde que me hacen desempeñar.» A veces María lo sorprendía hablando a solas con aquella invisible presencia. «No me pidas cuenta, no soy nadie, no soy el rey, no soy el jefe, no me han dado poder ninguno. Me han puesto aquí para irrisión, para presidir consejos que nada resuelven, para recibir quejas y peticiones, para pasearme ante la gente como una imagen de procesión.» Oía al Licenciado Muñatones, con el parche negro de su ojo tuerto. No podía verlo sin acordarse malévolamente de la princesa de Éboli. «Su majestad os ama mucho para exponeros inútilmente.» Llegó la horrible escena de la primera expulsión de moriscos de la ciudad. El rey la había autorizado por fin. «Bajo ninguna circunstancia debe despoblarse un reino», había dicho Mondéjar.