«¿Hice bien, señor?» Hacía la pregunta y la imagen se borraba.

«Ha llegado la ocasión de mostrar quién es Vuestra Alteza», le dijo Ruy Gómez con una mansa sonrisa protectora. Como siempre, sintió el equivoco del tratamiento.

Delante del rey hubiera tenido que decirle «Excelencia». "Tenía que demostrar quién era», decía risueño Ruy Gómez. Era como si nadie lo supiera, como si fuera un secreto que no había sido revelado; de los demás se sabia quiénes eran. Ni Ruy Gómez, ni Antonio Pérez, ni el propio Don Carlos, tenían que mostrar quiénes eran, era sólo él quien estaba puesto en duda, quien podía ser o no ser.

Antonio Pérez se percibió y trató de salvar el embarazo: "Los que conocemos a Vuestra Alteza no necesitamos pruebas, sabemos lo que vale y de lo que es capaz.

Seréis un gran General del Mar».

Sentía que había algo de sarcasmo. No era hombre de mar, se había asomado al puerto de Barcelona vacío de barcos.

Aprovechó los cortos días que le quedaron en Madrid para hablar con hombres de mar. Con impaciencia y entre preguntas atropelladas fue conociendo las embarcaciones, las voces de mando, el régimen de trabajo y navegación y las disposiciones de combate. Cada formación tenía su nombre y se la dibujaban con granos de habas sobre la mesa, en flecha, en arco hacia afuera o hacia adentro, en escalones, en filas.

Iba a ser jefe. Nadie lo podría poner en duda. En el fondo de él debía estar la herencia del mando de los reyes, insuflada, profunda, segura.

Había tomado 9tra apariencia, más reposada y formal. Vinieron muchos jóvenes de la nobleza a ofrecerse para acompañarlo. Los recibió con un tono reticente de autoridad propia. "Mucho me huelga contar con gente de calidad como vosotros para llevar a cabo las grandes cosas que Dios y el rey esperan de nosotros.» El mar era del Turco. El mismo que había asaltado a Malta, que amenazaba a Chipre, que tenía piratas en los puertos de África, el que se acercaba a Viena, el que hacía continuos asaltos a ciudades de la costa española y se llevaba doncellas para los serrallos y esclavos para las galeras.

En el mapa le habían mostrado las posiciones turcas en aquel inmenso mar. Toda la mitad oriental estaba en manos de las flotas y las guarniciones del Sultán, el borracho de Selim II. Eran buenos marinos y temibles guerreros. Cada día se atrevían a más y llegaban más cerca de España. Luis Quijada le había contado muchas veces la expedición del Emperador contra Túnez. Las dificultades de aquella guerra, los ardides y la desesperada violencia de los ataques. Ya no era el tiempo de una Cruzada para rescatar el sepulcro de Cristo, sino de impedir que los infieles tomaran posesión de las iglesias de la Cristiandad, el día en que otra vez sobre las torres de Córdoba y Sevilla se alzara la voz de los almuédanos llamando a orar por Alá.

A principios de mayo salió de Madrid para Cartagena con una vistosa comitiva.

Más parecía una partida de placer que el comienzo de una campaña. Se detuvo en Aranjuez para despedirse del rey y recibir sus instrucciones personales.

Lo recibieron con fiesta. Estaban la reina y la princesa Juana. "Ahora si vais a ver al Turco.» Hubo tiempo para juegos y adivinanzas. Con el rey habló una sola vez.

Le pareció excesiva su preocupación en darle consejos. "Tened cuidado…» "Mirad con atención…» "No os precipitéis Consultad con la gente de experiencia…» Le ponderó a los consejeros que iba a tener, veteranos que conocían todos los secretos de la guerra del mar. "Allí os esperan Requesens, hombre de mucho consejo, un poco quisquilloso pero seguro, y Álvaro de Bazán, que es el mejor capitán del mar que tenemos. No hagáis nada sin oírlos.» Antes de despedirse le entregó una carta manuscrita. Apenas estuvo solo se apresuró a leerla. Eran los consejos que se le dan a un niño que sale por primera vez de la casa paterna. La leyó varias veces. Lo que se traslucía era una profunda desconfianza. "Por el gran amor que os tengo y lo mucho que os deseo.» Le hablaba como un confesor a su penitente para que se condujera bien "en su persona, vida y costumbres».

"Dirigirse a Dios», «ser un buen cristiano», "cumplir lo prometido», "ser justo y recto», tener "firmeza y constancia», "desoír las lisonjas", le hacia admoniciones sobre el recato y la honestidad de la conducta, "evitar en cuanto fuere posible juegos, especialmente de dados y naipes», no jurar sin necesidad, cómo debía comportarse en la mesa y el tratamiento a los demás, no decir injurias, para terminar: "Esto es lo que se me ha ofrecido acordaros, confiando que lo haréis mejor que aquí lo digo».

En el trayecto hasta Cartagena, en marchas y entradas a pueblos, recordaba con ira pasajes de la carta. Bien poca cosa debería pensar el rey de él cuando se creía obligado a darle consejos de esa naturaleza. Consejos de la vieja detrás del fuego, desconfianza casera hacia el niño que no acaba de crecer.

A la entrada de Cartagena lo aguardaban los comandantes de la flota y las autoridades. Resonaron bombardas y cohetes. Allí estaban Requesens y Bazán. Le hicieron una profunda inclinación. ¿Cómo le iban a tratar? "Excelencia», dijo Requesens. "Alteza», dijo Bazán.

Los estuvo observando con disimulo. Requesens, más cortesano y prudente; Bazán, más soldado e impulsivo. Hubo discursos. Salieron al puerto. El mar se abría ante él. Se detuvo un momento. Era aquello inmenso, desnudo, que se perdía en el confín.

Estaban las galeras empavesadas, con las velas alzada, con los remos en alto, la cabeza a ras del agua y la cola en alto, parecían enormes ciempiés quietos. Chirriaban chirimías. Se oyeron las salvas del saludo.

Muy temprano en la mañana se procedió al embarque. Acompañado de los jefes subió por la escala de popa a la capitana. Al llegar a la plancha de popa vio el apretado conjunto de las cabezas lustrosas y rapadas que lo miraban. Eran los galeotes, torsos desnudos, pantalones rojos, con las manos sobre el remo, lo miraban fijamente. El hedor de excremento lo cubría todo.

La popa de la Galera Real, toda en rojo y oro, bajo el flamear de estandartes y gallardetes~ estaba decorada con pinturas que representaban los trabajos de Hércules y el viaje de Jasón en busca del Vellocino. Los enmarcaba la cadena de la Orden del Toisón. En el estandarte estaba la Virgen de Guadalupe, rodeada de rayos.

Paseó la mirada por el buco lleno de la chusma, la crujía, donde andaban los cómitres, hasta la corulla de la proa, en la que asomaban las culatas de los cañones. Se metió bajo el toldo. Pensó que era un milagro de la Virgen o una hazaña de la mitología lo que se esperaba de él.

Sonaron los silbatos, desamarró la Capitana, los remeros se pusieron en posición de boga. Se ordenó remar parejo a toda la borda. Los sesenta remos, con sus tres hombres por guión, hundieron sus palas en el agua, se oyó el inmenso rugido del esfuerzo con que los hombres empujaban el remo. Se alzó el canto sordo que marcaba el impulso, iban y venían parejas las cabezas de los remeros y se oía el tintineo de las cadenas que los ataban al banco. La Galera Real enfiló mar afuera. Las otras fueron tomando su formación. Por grupos de cuatro se organizaba el séquito bajo el mando de su respectivo cuatralbo. Se fundían los ecos de la cadencia del remo y el resuello de los forzados.

Ya mar afuera largaron las velas, alzaron los remos, los fijaron en la borda y comenzó la silenciosa navegación a vela. Lo más presente era la chusma, aquel montón de cabezas rapadas y torsos desnudos atados al banco por la muñeca o por el tobillo. Cuerpos, alimentos y defecaciones se mezclaban. Hablaban entre si y miraban de reojo hacia los cómitres que ahora descansaban, sin dejar de vigilar. Se iniciaban pleitos y a látigo los ponían en paz. Otros dormían en el remiche, entre los pies y las horruras de los otros. Los pocos buenas boyas, sin cadenas, podían ponerse de pie, moverse y acercarse al fogón en busca de alguna sobra.

"Buenos remeros llevamos, Alteza», le dijo Bazán, «es con esa gente con la que más hay que contar para la guerra en el mar. No hay maniobra posible sin los treinta pares de remos moviéndose como bajo una sola mano».

En las largas horas de travesía hablaba con sus consejeros sobre la situación de los turcos en el Mediterráneo. "Por ahora no hay peligro de un ataque en gran escala, pero, en cambio, la actividad de los piratas berberiscos es constante. Asaltan los pueblos de la costa desde Italia hasta Andalucía. Habrá que darles un buen escarmiento.» A los dos días de navegación, a la altura de Gibraltar, avistaron la flota de Indias.

Un gran rebaño de barcos que avanzaba hacia ellos en cuatro anchas filas de altos veleros; a un lado iba la escolta de los buques armados y, a la cabeza, la nave capitana, un rollizo galeón de alto bordo.

Al reconocer las galeras reales, la flota comenzó a recoger velas para ponerse al pairo. Se oían toques de clarín y por los mástiles subían las banderas de las señales.

La Galera Real se acercó al galeón principal. En el esquife embarcó Don Juan con Requesens, Bazán y un grupo de oficiales.

Sobre la cubierta los aguardaba el capitán de la flota, viejo marino barbudo que se había puesto la ropilla negra de gala para la ocasión. Lo rodeaban gentes del más vario talante. Marineros, pasajeros, mercaderes y hasta un grupo de indios, semidesnudos, de cabellos lacios y mirada de sueño.

Sacaron unos sillones para Don Juan y su séquito. Comenzó sobre la cubierta una feria que los llenó de asombro. Gandules y hombres de servicio subían de la sentina cargados de extraños objetos. Tendían sobre las tablas tejidos de plumas llenos de colores, pieles ocres de vicuñas y en numerosas jaulas los más increíbles pájaros. Guacamayas de muchos más colores que la de Yuste, un quetzal verde, unos mínimos pájaros-mosca, una garza solitaria, un flamenco color de coral y, en la mano abierta de un marinero, vio acurrucado un mono tan pequeño como el puño.

"Señor, aquello es más grande y más variado que todo lo que se pueda decir", comentaba el capitán. "Hay ríos tan grandes como cien Guadalquivires, y montañas de nieve tan altas como las nubes de Castilla. Bosques del tamaño de un reino. Ciudades mayores que Salamanca y templos extraños.» Le mostraron una piel de caimán, con su gruesa coraza verdosa. "Es el gran lagarto de agua que se traga un hombre de un bocado.» Pieles de serpientes gruesas como un tronco y otras con la piel taraceada de colores.

"Señor, reunidas en esta flota hay embarcaciones que vienen de Veracruz, de Portobelo, de Cartagena de Indias, que luego de pasar el invierno en los puertos de Indias se han reunido en La Habana en espera del buen tiempo para emprender el regreso. En las bodegas llevan arrobas de plata y tejos de oro suficientes para comprar un reino.» Sobre la cubierta se había formado un teatro insólito. Hacían ruedo frente a Don Juan los pasajeros, indianos ricos, mujeres mestizas, marineros y algunos indios. Unos vestidos a la española y otros con sus taparrabos y su plumaje. Le mostraron los arcos, las macanas y las flechas. Un tinglado de feria de otro mundo. Preguntaban los nombres de aquellos maderos, de tantas extrañas frutas, de las virtudes de las plantas. La zarzaparrilla que curaba las fiebres, el palo Brasil, que servia para el mal francés, aquellas piñas redondas y cobrizas como una cara de indio coronado de plumas verdes, el globo duro y pesado de los cocos y las guayabas que llenaron de fragancia el aire.