A algunos se les había ocurrido pero fue el duque de Alba el que resueltamente lo propuso. Había que traer a la cámara del moribundo la momia de Fray Diego de Alcalá. Después de un siglo de muerto conservaba la fama de una prodigiosa santidad.

Se sabia de los que habían recuperado la vista con sólo tocar la urna de sus despojos, los que habían sanado de graves heridas, los que habían sido dados por muertos y habían resucitado. Con frecuencia entraba en éxtasis. Caía de rodillas en trance, cruzaba las manos, ponía los ojos en blanco y quedaba suspendido en el aire. «Flotaba como una nube.» En la cocina, en medio de la tarea, con el fuego, las viandas y las ollas, entraba en éxtasis. Un día los otros frailes vieron llegar a ángeles para hacer la tarea que Fray Diego había dejado inconclusa.

En pleno mediodía comenzó la procesión desde la iglesia del convento. Iba abierta la tapa de la urna, llevada en andas por cuatro religiosos. Delante y detrás obispos y clérigos con altas cruces, incensarios y mucho rezo coreado. Llegaron al palacio y subieron lentamente la gran escalera. El gentío cayó de rodillas en un murmullo de rezos. Llegaron a la alcoba y bajaron la caja mortuoria hasta ponerla sobre el lecho junto al cuerpo del príncipe. De la estameña que cubría los restos brotaba la capucha entreabierta un rostro momificado, piel cetrina seca pegada al esqueleto. Dos huecos oscuros marcaban el sitio de los ojos, la boca descarnada dejaba asomar algunos dientes amarillos. El obispo oficiante tomó el brazo de la momia y lo puso sobre el pecho del príncipe. Don Juan, que estaba de rodillas, sintió la cabeza de Maria de Mendoza caer sobre su hombro. Le pasó el brazo alrededor del cuerpo para sostenerla, la mano penetró por entre el corpiño y los dedos sintieron el contacto de un seno firme y tibio.

En aquel momento el príncipe entreabrió los ojos.

«¿Sabes lo de Malta?" Era de lo que se hablaba en Madrid a su regreso de Alcalá.

Todo el mundo lo sabia y cada quien añadía mayores y más espantosos detalles al relato. Una gran flota del Sultán Solimán atacaba la isla de Malta. Se hablaba de centenares de galeras y de cuarenta y cinco mil soldados de desembarco. "Si cae Malta, todo está perdido en el Mediterráneo.» Quedaría abierto el camino para Sicilia, para Nápoles, para España misma.

Había ido a visitar al rey que estaba en el campo de Segovia. Se había dispuesto enviar una flota en ayuda de los Caballeros y de su viejo Maestre La Valette. La flota se reunía en Barcelona. No se hablaba de otra cosa entre la gente joven de la nobleza que de incorporarse a la expedición.

En sus conversaciones con Don Carlos, ya restablecido, había tratado de aquella grave situación. "Vuestra Alteza no puede, pero yo si puedo y debo.» «No te hagas ilusiones, no te dejarán, Juan.» Don Carlos hablaba fríamente: "A milo queme importa es Flandes, es allí donde yo debería estar como Regente. A mi edad mi padre era ya Regente de Flandes y duque de Milán. Mientras yo…».

"Yo si que puedo y debo ir. Tengo diecisiete años y ya es tiempo de que me dé a conocer.» «El rey no piensa así. Quiere que seas hombre de Iglesia. Ya ha escrito al Papa. Te lo digo.» Antonio Pérez, en la casa de la princesa de Éboli, se lo confirmó. "Mi padre, Don Gonzalo, me ha hablado de las gestiones que se están haciendo en Roma para que os den un capelo de cardenal.» La princesa hacia mofa. "Tendré que besarte el anillo, Juan. No me veo haciéndolo.» Era ahora la oportunidad y era él mismo quien debía tomar la decisión. Habló con Ruy Gómez. "Su Majestad no quiere que vayáis." Con Luis Quijada logró menos. «Es allí donde debo estar.» "Quiero ser soldado. No soy cortesano y menos clérigo.» «Lo comprendo", le decía el viejo guerrero, "pero también tenéis que comprender que el rey tiene sus razones”.

Continuamente se sabia de algún joven de la Corte que se había marchado a la flota.

"Tía, me siento muy mal. No estoy haciendo lo que debo, no es aquí donde debería estar." La señora trataba de calmarlo. "¿Crees tú, tía, que ahora mismo que los turcos van a exterminar a los Caballeros cristianos, al Emperador le hubiera parecido bien que yo no hubiera corrido a tomar las armas?» "Yo se lo que hubiera dicho. Hay cosas que no se preguntan, se saben. Yo sé lo que él desearía.'~ Mientras más y más gente joven se marchaba a Barcelona eran peores las noticias que llegaban del asalto turco, donde el bajá Pialy mandaba los más famosos corsarios de la costa africana, Hasen y Dragut. Habían comenzado los desembarcos.

Una de las mañanas de abril en que salió a pasear a caballo con el príncipe, sin decir palabra, se separó bruscamente del grupo seguido por dos servidores y se perdió al galope por el camino entre los bosques. Corrieron largo trecho. A lo lejos se alzaba alguna torre de castillo o una espadaña de iglesia de aldea. Por los espacios abiertos manadas de ovejas con sus pastores, filas torcidas de olivares y alcornoques gesticulantes como brujas.

"Hay que darse prisa, el rey va a saber nuestra fuga y va a lanzar gente a nuestro alcance.» «En poco tiempo van a estar prevenidos virreyes, gobernadores y alcaldes."

«¿Cuántas jornadas a Barcelona?» «Son muchas, señor, es muy lejos.» Los caballos se cansaban. Juan de Guzmán y José de Acuña le aconsejaron buscar algún reposo. Él no lo quería. "Caminar sin parar, no llegar a ningún castillo, porque nos retendrían de inmediato; evitar las villas, parar en descampado o en ventas apartadas."

El cansancio de las bestias los obligaba a detenerse a la sombra de algún bosque caminero. "La noticia corre más que nosotros. Esta noche lo sabrán en Aragón, mañana ya se sabrá en Barcelona.» La carrera pasó de galope a trote y a paso. En el silencio resonaba la respiración ahogada de los caballos. Empezaba a oscurecer cuando divisaron una venta, el ancho portón, los trechos cimbrados, las altas paredes del patio.

Había gente. Calladamente entregaron las cabalgaduras. pidieron cama y, sin cenar, se fueron a tender. Durmieron profundamente. En la mañana los despertaron las voces y gritos de mucha gente en el patio.

Al salir pudieron ver un grupo numeroso que, entre gritos de burla, lanzaba en la manta al aire y recogían a un gordo campesino. Entre risas y burlas el posadero y sus huéspedes presenciaban la escena. "Así aprenderéis tú y el loco de tu amo a pagar la posada." Por la puerta de campo asomó un viejo flaco a caballo, figura de burla, con una rota armadura, un casco raro y una lanza remendada.

"Vámonos antes de que esto se enrede más.» Pagaron y se lanzaron al camino.

"En dos días más estaremos en Barcelona. Iremos directamente al puerto y me daré a conocer del capitán de la flota.» «Mejor seria», observaba uno de los dos compañeros, «que no se diera a conocer. Demos nombres supuestos y después de estar navegando podrá Su Alteza darse a conocer».

Alcanzaban y pasaban grupos de viandantes. Toparon alguna cuadrilla de la Santa Hermandad y pasaron de largo. Pasaron un prelado en su alta muía, rodeado de acólitos. Se desmontaron, pidieron la bendición, besaron el anillo y siguieron la ruta.

Al atardecer Don Juan comenzó a sentirse mal. Pesadez, escalofríos, dolor de cabeza, malestar en los huesos. Esa noche, en el cuarto de la venta, deliraba con la fiebre.

Trató de levantarse para seguir viaje en la mañana pero no pudo tenerse en pie.

"Todo se pone contra mi." A los dos días la fiebre cedió y pudo seguir el viaje.

Iban más lentamente. A ratos se detenían bajo un arbolado a refrescar. Así entraron en Aragón y llegaron a una venta en el pueblo de Frasno. cerca de Zaragoza. Las autoridades locales y algunos mensajeros del virrey lo aguardaban. «Su Majestad ordena que Vuestra Alteza regrese inmediatamente a la Corte.» Don Juan se sacudía entre la fiebre y la indignación. «No me detendrá nadie, sé lo que tengo que hacer y lo voy a hacer.» Con mucho respeto llegaban nuevos señores a repetirle lo mismo. "Vuestra Alteza debe comprender.» "Mis amigos", decía a sus dos compañeros en los ratos solos, «nadie me puede detener. Ni el mismo rey. El Emperador no me hubiera impedido hacer esto. Lo sé como si me lo hubiera dicho».

Al día siguiente llegaron más personajes y algunos médicos del virrey. «Vuestra Alteza debe trasladarse a Zaragoza donde estará mejor atendido.» En silla de manos, rodeado de guardias y servidores, llegó al palacio del Arzobispo de Zaragoza. Desde la sombra del capacete, con los párpados pesados de calentura, vio el gentío que llenaba las calles. Alguien gritaba: «Viva Don Juan de Austria».

Los días de Zaragoza fueron largos. Vino el virrey, marqués de Francavila. Todo fueron halagos y elogios. «Es admirable la voluntad de Vuestra Alteza de servir al rey y a Nuestro Señor Jesucristo con la espada en la mano.» Pero no era aquélla la ocasión. Eso decían. Oía con desgana y molestia. «Ya lo se. No tengo libertad para nada.» Le mostraban respeto y hasta simpatía, pero era un prisionero. «Tengo que aprender a ser un preso. Peor que un preso, porque ni siquiera me puedo escapar.» Los de Zaragoza fueron días de convalecencia y luego de visitas, fiestas y ceremonias. Nadie parecía saber cuándo debía salir la flota. Le daban noticias contradictorias, o ya había salido, o faltaba más de un mes para que pudiera zarpar.

«No me van a dejar llegar nunca.» Al fin, después de mucho insistir, logró salir.

El camino se hizo lento con tanto acompañante y tantos vecinos que salían a saludarlo en cada aldea.

»Mañana estaremos en Montserrat, que es como haber llegado a Barcelona.» Cuando subieron la cuesta empinada de Montserrat, recordó los libros de caballería. Estuvo allí el Santo Grial, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. Llegaron noticias peores de Malta. Las fortificaciones habían ido cayendo en poder de los turcos. Los defensores, diezmados y reducidos a un estrecho recinto, luchaban todavía.

El gran Maestre La Valette se negaba a rendirse.

Llegó a Barcelona. La rada estaba limpia de galeras. La flota ya había salido hacia Nápoles.

Sintió un violento deseo de agredir. Se encerró todo el día. En la noche volvió a sentirse mal. Tornaba la fiebre y comenzó a delirar. «Yo no soy nadie, menos que nadie. No cuento para nada.» Por la mañana llegó carta del rey. En términos afectuosos le ordenaba regresar.

"Viva Don Juan de Austria.» No era una sola voz, eran muchas, de las gentes que se agolpaban en las calles a su regreso a Madrid. Era a él a quien aclamaban. Gente popular y simple lo rodeaba. Sus caballeros de servicio tenían que apartarlos para abrirle paso.