Hubo un día en que fuera de si se abalanzó sobre su amigo con una daga en la mano. Este tuvo que desenvainar su espada para contenerlo. A las vociferaciones que lanzaba acudieron criados y servidores que lo contuvieron y permitieron que Don Juan pudiera salir. De boca en boca corrió la noticia por todo el Alcázar.

Don Juan trató de hacerse no encontradizo para que el rey no le fuera a preguntar sobre el suceso. Sentía que en el momento en que informara al rey estaría condenando definitivamente a Don Carlos. Pocos días después, casi sin transición, el príncipe lo llamó y comenzó a hablarle de nuevo como si nada hubiera pasado.

Aquel año el nuevo Papa Pío V había decretado un Jubileo con copiosas indulgencias. Desde el rey hasta todos los servidores de la Corte se aprestaban a ganarlas con un retiro espiritual y una confesión completa de los pecados. El rey se retiró al Escorial y el príncipe quedó en Madrid.

El 27 de diciembre por la noche fue Don Carlos al convento de San Jerónimo el Real para hacer su confesión. Le preguntó el sacerdote si sentía odio a alguien. Respondió secamente que «había alguien por quien sentía un odio mortal». Se alarmó el fraile y le negó la absolución. Airado, el príncipe hizo reunir a catorce monjes del convento de Atocha, a un padre agustino y a un religioso trinitario. Tuvo un largo debate con ellos para convencerlos de darle la absolución sin necesidad de renunciar a su odio mortal. Desesperado llegó a proponerles que le dieran la apariencia de la comunión con una hostia sin consagrar para que se pudiera creer que había cumplido con su obligación. El escándalo y la protesta de los religiosos fue todavía mayor. El Prior de Atocha se lo llevó aparte para tratar de que dijese a quién odiaba, pero no logró sacarle más sino que era una persona muy alta. A fuerza de insistirle por horas le declaró que era su propio padre, el rey. El aterrado sacerdote no le dio la absolución.

Entonces volvió a llamar a Don Juan para exigirle la pronta entrega de un salvoconducto y medios de transporte y también para que le acompañara en el viaje a Flandes.

«No se pueden hacer estas cosas con tanta precipitación. Además, me ha mandado el rey que lo vaya a ver al Escorial para hablar de algunas cuestiones de las galeras. A mi regreso se hará todo lo que falta.» Había llegado para Don Juan el momento decisivo. Ya no era posible mantener aquella situación. Acompañado por dos de sus caballeros tomó el camino del Escorial. Mientras galopaba en el solitario camino pensaba en lo trágico de su propia situación. «No se puede ocultar más esta locura que va a desembocar en el crimen. La vida misma del rey puede estar en peligro.» Reaparecía también en su recuerdo el rostro suplicante y doloroso de Don Carlos que le pedía ayuda. Ya entrada la noche desembocó en la cuesta donde se alzaba la obra del palacio-monasterio. Una tenue luz de luna iluminaba la traza incompleta de la parrilla de piedra.

Se dio a conocer y lo condujeron de inmediato a la pequeña alcoba del fondo, donde estaba el rey en su retiro. Lo vio entrar sin manifestar sorpresa. «¿Qué te trae, Juan?» «Es grave, señor, muy grave y muy triste, pero es mi deber decirlo todo a Vuestra Majestad.» Endureció el rostro y movió la cabeza asintiendo. «Es duro y doloroso lo que tengo que decir. El príncipe está fuera de si y se prepara a cometer una grave traición.

Yo he hecho lo posible por disuadirlo, pero ya es tiempo de que intervenga Vuestra Majestad.» El rey se puso de pie con las manos en la espalda, avanzó hacia un Cristo de marfil que estaba en la pared y dijo con voz serena: «Di todo lo que tengas que decir».

Don Juan habló como si se confesara. A veces el rey parecía alejarse del relato y preguntaba: «¿Cuándo ocurrió eso?», o «¿qué fue lo que dijo exactamente?». Cuando Don Juan calló se sentía exhausto. «Habrá que actuar.» Se sentó con lentitud de herido.

Nunca le pareció más vulnerable. «Vete a descansar.» En los días siguientes el rey llamó a sus teólogos y doctores para encerrarse con ellos en largas consultas. Don Juan no salía de sus atormentados pensamientos. Evocaba la figura del príncipe, tan doloroso, tan inerme, tan perdido en el mundo. ¿Qué iba a ocurrir ahora? Cuando se viera descubierto iba a sentir que Don Juan lo había traicionado.

Una o dos veces el rey lo llamó para pedirle precisiones sobre algún aspecto de la conspiración del príncipe. Breves conversaciones en las que Don Juan decía lo menos posible. A los pocos días el rey pareció más sereno. Había tomado sin duda su resolución definitiva. «Mañana nos vamos al Pardo.» La cabalgata parecía una procesión fúnebre en torno a la litera del rey.

La primera noche en El Pardo, para su sorpresa, uno de los ayudas de cámara de Don Juan vino a avisarle que el príncipe había llegado de Madrid y que lo aguardaba en el jardín. No quiso ir a encontrarlo solo y le pidió al Prior Don Antonio de Toledo que lo acompañara.

Don Carlos estaba muy exaltado. «¿Qué pasa, Juan, qué pasa? ¿Me has traicionado acaso? Debí haber partido ayer. Todo estaba preparado. Tendré que partir mañana mismo y no puedo aguardar más. ¿Vas a venir o no?» Tuvo una sensación de piedad y de horror.

Tenía todavía que continuar engañando al infeliz, ya definitivamente perdido. Sintió horror mientras decía: «Mañana iré a buscaros al Alcázar y partiremos sin más retardo».

El príncipe se alejó en la noche hacia Madrid y Don Juan se fue a la alcoba del rey para informarlo del suceso.

«Hay que proceder de inmediato. Mañana mismo regresaré a Madrid.» Se quedó mirando a Don Juan que tenía la cabeza doblada sobre el pecho. «Tú no tienes por qué ir. Has hecho todo lo que debías hacer, vete tranquilo. «No es suficiente penitencia«. había dicho arrodillado ante el confesor en la capilla del convento. No le parecían bastantes las oraciones y las mortificaciones. «Me siento horriblemente culpable.» Volvía ansiosamente al mismo tema. «He traicionado a mi amigo. Lo que es peor, lo he engañado despiadadamente durante semanas y semanas, le he hecho creer lo que no era, le he mentido, no soy mejor que Judas.» «Has servido a tu rey, hijo mío, y al hacerlo has servido a Dios. Has cumplido con tu deber y no tienes por qué arrepentirte. La penitencia que te impongo ha sido más por darte consuelo que por absolver pecados.» En la celda permanecía arrodillado: «Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa».

Quien lo estaría juzgando ahora seria el propio Don Carlos. En la hora atroz de su desgracia debió conocer con horror que era él, su más cercano amigo, quien lo había traicionado. «¿Por qué me has puesto, Señor, en este trance horrible?» Pronto empezaron a llegarle las noticias del increíble suceso.

Lentamente había ido completando la escena. A cada momento un nuevo detalle le llegaba. Era peor que si hubiera estado allí. En la desesperación Don Carlos debió buscarlo con la mirada entre aquellas figuras que habían irrumpido en la alcoba en la mitad de su sueño.

El rey, poco antes de la medianoche, había llamado a Ruiz Gómez, al duque de Feria, al Prior Don Antonio de Toledo y a Luis Quijada. Sereno y calmo, Don Felipe les dijo que, ante las graves denuncias que le habían llegado, había resuelto poner preso al príncipe aquella misma noche. Debieron oír con asombro, pensaba Don Juan. Y también con miedo viendo descargarse tan fríamente aquel poder inmenso.

Al filo de la medianoche bajaron en silenciosa procesión al piso en que habitaba Don Carlos en el Alcázar. El rey iba de último, borrado en la oscuridad, con suave pisada de gato.

Las espadas desnudas, el paso cauteloso, bajaron por las escaleras de servicio. Delante y detrás bamboleaban entre luz y sombras las linternas, proyectando en las paredes y en el suelo siluetas en continua deformación. Delante Ruy Gómez, detrás el duque de Feria con su linterna asordinada, seguían el Prior y Quijada, luego el rey, sin luz; acompañado de dos gentiles hombres de su cámara. Los seguían doce guardias con alabardas bajo el mando de un teniente. Los hombres de guardia a la puerta de la alcoba del príncipe se pusieron de pie sorprendidos. Recibieron órdenes de abrir la puerta.

El duque de Feria se adelantó en el oscuro dormitorio y tomó de la cabecera de la 1 cama del príncipe una espada y un arcabuz.

Don Carlos despertó con sobresalto. Entre el deslumbramiento de las linternas y la oscuridad no lograba reconocer los extraños invasores. "¿Quién va?", gritó mientras trataba de incorporarse y buscar sus armas. Ruy Gómez le respondió con tono solemne: «El Consejo de Estado». Saltó de la cama y fue reconociendo los personajes. Al último que reconoció fue al rey, que se había quedado junto a la puerta con la espada en la mano.

Es a él a quien se dirige, lleno de terror y de furia: «¿Qué es esto? ¿Vuestra Majestad quiere matarme?». No parecía haber más nadie para él.

Lento respondió el rey: «No, no es eso. Quiero vuestro bien. Ya no quedaba otra cosa por hacer. Vos, mejor que nadie, sabéis por qué lo he tenido que hacer. No se os hará daño».

Mientras hablaba, los otros recogían las armas, encendían las luces y comenzaban a clavar las ventanas. Entre el ruido del martilleo volvió a alzarse la voz desgarrada que ahora parecía suplicante: «Máteme Vuestra Majestad y no me prenda, que es grande escándalo en el reino». No hubo respuesta. Volvió a impetrar: «Si no me matáis, yo me mataré». Hizo el gesto de buscar un arma entre las sábanas. Dos de los caballeros lo sujetaron.

«No haréis tal que seria cosa de locos.» Había dicho la dura palabra y el príncipe la sintió como una herida: «No lo haré como loco sino como desesperanzado de que Vuestra Majestad me trate tan mal».

«Cálmese Vuestra Alteza», le dijo Ruy Gómez. «Cálmese», repitió Quijada.

Lo colocaron de nuevo en la cama y fueron saliendo, el rey el primero. Cerraron la puerta, dejaron guardias y regresaron en silencio hasta la cámara real.

No había faltado sino él en la escena, pero sentía que había sido el más presente.

Todos sabrían el papel que había jugado. Lo sabía el rey, lo sabia el infeliz Don Carlos, lo sabían todos. Fue en él en el primero en quien debió pensar el príncipe al despertar en aquel espanto. Si hubiera estado allí, lo habría llamado traidor y hombre de mala fe.

No podía dormir, no podía reposar. A cada instante volvía a la escena trágica y no se le borraba el rostro de Don Carlos. «¿Qué más dijo?», le preguntó a Quijada la primera vez que le dio detalles sobre el suceso. «¿No me llegó a nombrar?» Todo se borró en la sombra de la celda. Ahora no quedaba sino aquella imagen de Yuste. En la misma actitud en que lo vio un día para siempre, la mano temblorosa, la voz apagada. Dijo, o hubiera dicho: «Tu más alto deber es con tu rey y señor. Todo se lo debes a él y lo que hagas en su servicio lo haces también en servicio de Dios, porque es la Gracia de Dios la que designa a los reyes. Nunca nada contra el rey, nada contra el reino. No hay honra en desobedecer al rey, ni hay deshonra en servirlo».