A veces faltaba el maestro de teología y venia a sustituirlo un viejo fraile, menudo, de palabra lenta y gestos cansados. Saludaba con una reverencia a los tres jóvenes.

Con la mirada hacia el suelo, el maestro daba la impresión de que estuviera hablando para si mismo.

"Nuestros reyes han ganado grandes batallas, pero aquí, en esta villa, se perdió una muy grande, la más grande de todas. Don Carlos derrotó al rey de Francia y lo tomó prisionero; derrotó a los príncipes herejes de Alemania. Eso lo sabemos. Pero la escondida batalla que se dio aquí no se sabe todavía quién la perdió. «Don Carlos, con su impaciencia habitual, interrumpía: «¿Qué batalla es esa que yo nunca he oído mentar?». «Señor, perdonadme; me extravío a veces cuando hablo. No hubo ejércitos, ni lanzas, ni cañones; pero hubo, sin embargo, una gran batalla, con muchas victimas.» La curiosidad de los jóvenes se extraviaba. «Lo que se perdió no fue un ejército, sino mucho más. Se perdió una ocasión única, se mató una gran esperanza. El Cardenal Cisneros creó esta casa para cambiar a España. Se dio cuenta de que había sonado la hora en que la Cristiandad tenía que renovarse y volver a sus fuentes."

Alejandro Farnesio recobraba su tono burlón. "Eso no fue una guerra, sino una disputa de teólogos." «Perdóneme Su Alteza si le digo que lo que allí se perdió fue más de lo que se ha perdido en ninguna guerra.

Se animaba el diálogo: «Lo que el gran Erasmo quería, y era lo justo, era salvar la religión de los delirios racionalistas de los tomistas. La manía de especular y especular sobre el tenue hilo de la dialéctica». "Erasmo proponía volver a la fuente, a la palabra de Dios."

"¿Acaso no se conoce la palabra de Dios?", interrogaba Don Juan con sorpresa.

"Se conoce y no se conoce, señor. Tanto se ha interpretado, tanto se ha glosado, tanto se ha deducido, que es fácil extraviarse. Eso quería Erasmo, y el Cardenal Cisneros fundó esta casa para restituir la palabra de Dios a su pureza y verdad. Quince años trabajaron aquí los más grandes sabios en las Escrituras, para establecer las palabras verdaderas. No sólo la Vulgata de San Jerónimo, con todos sus errores, no sólo la versión griega de los Setenta, sino además los manuscritos hebreos más antiguos, para llegar al fundamento cierto de nuestra fe.» Lo que contaba el fraile era como una aventura de caballería. Erasmo se había lanzado a luchar contra los errores para llegar a liberar la verdad, doncella presa en la torre de un Encantador malvado.

– Se ha podido derrotar a Lutero y a su caterva de malvados. «Iba levantando la voz desproporcionadamente. «España ha podido ser la nueva lumbre de la Cristiandad.

Don Juan recordaba el Auto de Fe de Valladolid. "No se puede tener piedad con los herejes." "No eran herejes, eran grandes pensadores. Los herejes son otra cosa.

Desgraciadamente nada de eso fue posible. Se perdió la ocasión.» "¿De quién fue la culpa?» El fraile calló temeroso. "Es difícil saberlo. No de Sus Majestades, ciertamente. El Emperador, que Dios tenga en su Gloria, nunca persiguió a Erasmo. Cuando la Reforma se iniciaba buscó inteligentemente hallar una vía de entendimiento. Para eso fue la Dieta de Angsburgo y la intención del Concilio de Trento.

"¿No es eso lo que dicen los herejes?» Era Don Carlos, colérico.

Quedó en silencio y el maestro pareció hacerse más pequeño. "Ruego a Su Alteza perdonar mi atrevimiento. No soy yo quien puede entrar en estas cosas tan altas y graves. Yo no soy sino un pobre fraile, entontecido por los años.~~ Era un domingo lento y fresco de primavera. En el largo atardecer, con muchas nubes y manchas de sombra sobre el paisaje, comenzó a correr el rumor. Don Carlos estaba gravemente herido. Lo habían hallado sin sentido en el fondo de una escalera excusada, con la cabeza rota contra una puerta de hierro. Lo recogieron inerte con mucha sangre. Parecía un títere desmadejado. Lo tendieron en su lecho. Pronto la habitación estuvo llena. Los ayos, los señores de custodia, los guardias, las mujeres de servicio, los vecinos fueron llegando. Pronto estuvieron llenos no sólo la alcoba, sino la antecámara, el corredor, la escalera. Los personajes lograban penetrar abriéndose paso a la fuerza. Los guardias intervenían inútilmente. Vinieron los maestros de la Universidad, los estudiantes, los priores de los conventos, la gente de la calle, los mendigos. Mujeres de pañolón negro y rosario. Comenzó a oírse entre el murmullo de las voces el sonsonete de los rezos. "Está muerto.'~ "Tiene la cabeza destrozada." Cuando Don Juan logró llegar hasta el lecho, el príncipe estaba inconsciente. Parecía más pálido y más desmirriado que nunca. Por entre el pelo y en la cara se le veían grumos de sangre y una herida blanqueaba entre los cabellos apelmazados. Se le oía un ronquido de animal herido. Un médico le limpiaba la herida con una mezcla de manteca y vino. Al poco había tres médicos y algún barbero cirujano. Pedían paso vecinos que traían reliquias milagrosas, huesos de santos, clavos de la verdadera cruz, espinas de la corona, el dedo de una monja.

Partieron postas para Madrid y desde el atardecer comenzaron a llegar los grandes señores de la Corte, a caballo, en pesadas carrozas, en parihuelas. Todos de negro.

El gentío desbordaba del palacio hacia la calle. El rey llegó en la noche con tres de sus médicos. Don Juan y Farnesio no desamparaban la cabecera del enfermo. Un mismo

cuento deformado mil veces pasaba de boca en boca. ¿Qué había pasado? El príncipe se había marchado solo a una cita con la hija de un hombre del servicio. Había caído por el hueco de la oscura escalera o, acaso, alguien lo había empujado.

Despejaron la alcoba para el rey y su séquito. El rey, el duque de Alba y Ruy Gómez se sentaron frente al lecho. Ante ellos se pusieron los médicos. Un secretario les daba la palabra a indicación del rey. Se hablaba, con muchos latines, de los humores, los temperamentos y las materias, de nombres de raras fiebres, de la influencia de la constelación del día. "El humor flemático debe ser tratado con materias secas.'~ Había que aguardar a que la fiebre manifestara su naturaleza. En la noche, el rey regresó a Madrid en medio de una gran tormenta desfondada de truenos y rayos.

Cada quien, en la alcoba, tenía su opinión. Traer una famosa reliquia, ensayar Pomadas y bebedizos, hacer sahumerios. La noche pasó en vela en torno al cuerpo inerte.

Gentes en cuclillas se adormilaban en los rincones.

Al día siguiente el príncipe abrió los ojos abotargados y comenzó a decir algunas palabras torpes. La impresión de alivio duró poco. En los días siguientes empeoró.

La cabeza tumefacta parecía más grande, le costaba trabajo abrir los ojos y tenía medio cuerpo paralizado. Cuando podía hablar les decía a sus compañeros: "Mis amigos, no me abandonéis". La fiebre lo sacudía sin tregua. A ratos deliraba. "Me aguardan en Flandes."

Con la recaída acudió más gente de Alcalá y de Madrid. Continuamente llegaban grupos de cortesanos y de religiosos.

Resolvieron trepanarlo. El rey volvió de Madrid con el más famoso de los médicos del mundo, el doctor Vesalius. Los otros pusieron mala cara. "Llegó el hombre de la fábrica"~', decían los viejos doctores. Se había atrevido a disecar cadáveres, a abrir cuerpos humanos hasta el fondo de los órganos y los huesos. En el taller de Tiziano, en Venecia, había dibujado aquellas terribles planchas de su libro en las que se veía el cuerpo debajo de la piel en su repugnante mezcla de músculos, huesos y venas. "Todo el saber está en Galeno." "Mucho, pero no todo", decía Vesalius. "Hay que buscar más, hay que aprender más, para poder curar. " Trepanaron al príncipe. Le sujetaron dos hombres fornidos, la cabeza sobre las almohadas, mientras el cirujano cortaba con su escalpelo y rompía el hueso al golpe de un pequeño martillo de plata. La sangre le cubrió medio rostro. Se le oía mugir y gritar; con una voz estrangulada. "Perdone Vuestra Alteza, ya vamos a concluir." Le sacaron un triángulo de hueso. Los que se asomaron pudieron ver entre la sangre la blancura de la masa cerebral.

No se alivió. El rey pedía otra junta de médicos. La cara del enfermo se había puesto deforme con la hinchazón. Vesalius aconsejó hacerle algunos cortes para que pudiera escapar aquella materia acumulada.

Lo que pasaba en la alcoba iba de boca en boca hasta el gentío de la calle. En los estrechos espacios se apretujaba la gente de la nobleza con el servicio y los curiosos. La princesa de Éboli había permanecido días enteros casi sin moverse del sitio.

Don Juan estuvo junto a ella con frecuencia. A su lado estaba su sobrina María de Mendoza. Nunca la había visto tan bella. Se le veían más grandes los ojos negros, más iluminados sobre el rostro pálido bajo la mantilla oscura. Se quedaba viéndola absorto hasta que los dos advertían aquel suspenso y lo rompían con alguna palabra banal. Se estaba muy cerca entre el gentío. Se tocaban los cuerpos, se aproximaban los rostros. Su mano tropezó con la de Maria. Estaba fría y húmeda. La apretó impulsivamente. Maria cerró los ojos. Desde ese momento no se alejó de ella. Se veían con miradas de voracidad. Decían palabras simples que se revestían de turbadores significados. "Maria." "Juan.» La noche en la que le dieron la extremaunción al príncipe y en la que el rey se retiró a Madrid para no verlo morir, el enfermo llamó a Don Juan y a Farnesio para decirles con dificultad que quería que le ofrendaran a la Virgen de Montserrat el peso de su propio cuerpo una vez en oro y tres veces en plata. También había hecho igual ofrecimiento a la Virgen de la Guadalupe y al Cristo de Burgos.

La noche y el día se confundían. Por la calle avanzaban procesiones y rogativas.

Olía a sudor, a trapo viejo, a incienso, todo confundido. Cada recién llegado traía la oferta de una curación prodigiosa, con una reliquia infalible, con un unto, con un alcohol de alquimista, con un barro sulfuroso, con un cocimiento de raras yerbas.

Se habló de un curandero morisco de Granada. El Pintadillo había hecho curas milagrosas con sus ungüentos. Nadie se atrevió a oponerse. Parecía un pirata berberisco. Comenzó a untar el moribundo con un ungüento blanco y con otro negro. Media luz, media sombra.

Vesalius aconsejó una incisión debajo de los ojos para descargar la materia pútrida acumulada. Se hizo y brotó de las heridas una masa turbia, espesa y maloliente. El enfermo pareció aliviado.