El otro personaje al que pudo entonces conocer de cerca fue a aquel Antonio Pérez que podía ser todo y que no parecía ser nada. Le llevaba siete años, en la edad en que esa diferencia puede contar mucho. No era un paje, sino un caballero de la Corte.

Ayudaba en todo a Gonzalo Pérez. Cuando se decía delante de ella que era hijo del poderoso clérigo, la princesa de Éboli sonreía con descarada picardía. «Ruy Gómez es para mí otro padre.» Parecía un cortesano italiano por lo rebuscado del vestir y de las maneras. Se movía teatralmente, exageraba los gestos, metía en la conversación palabras en francés, italiano y hasta en latín para asombrar interlocutores lerdos. Cuando hablaba de otros países parecía asumir papeles distintos. Acompañaba la palabra con gestos amanerados, algo de impudentemente femenino asomaba en sus actitudes. «Tiene cosas que no parecen de hombre.» En el apagado vocerío del rumor lo llamaban «el Pimpollo». El aura de la cercanía al rey cubría todas esas incongruencias.

De los más altos personajes hablaba con atrevido desenfado. «El rey dice… «El Cardenal tiene una manía.» «Este Papa tiene dos sobrinos que van a dar mucho que hacer.» «Gonzalo Pérez me ha dicho que todo el que se acerca a un rey es sospechoso.» «Aprendí latín con Nunio en Lovaina, Mureto y Sigonio en Venecia.» Era notorio su atractivo para las mujeres. Pasaba de una a otra con soltura y a todas decía cosas gratas o atrevidas. «No hay leona más fiera, ni fiera más cruel, que una linda dama.» Las tomaba de las manos y decía golosamente: «Manos para ser lamidas y besadas». O soltaba entre hombres: «Sin amores no sé vivir, que soy como las putas».

A través de él comenzó a mirar otra Corte que era diferente de la que hasta entonces había creído conocer. Hablaba con atrevido desparpajo como si lo enseñara a ver por debajo de las apariencias lo que era menos atractivo y laudable que lo que se veía por encima. «Sonrisas de reyes cortan más que filos de espadas afiladas.» «La lengua es lo más engañoso, pues del aire forma el engaño.» «Los privados de los reyes tienen que ser grandes hechiceros.»

Había que irse a Alcalá de Henares. El príncipe se había marchado pocos días antes.

Farnesio y él irían a acompañarlo para realizar estudios y disfrutar del clima sano.

Don Juan fue a vivir con Don Carlos en el cerrado y cavernoso palacio que había construido el Cardenal Cisneros. Piedra gris labrada, rejas de hierro retorcido, claustros, patios, altas salas, corredores, pasadizos, escaleras y alcobas oscuras. Alejandro Farnesio tuvo otro alojamiento.

Honorato Juan, fraile y maestro de filosofía, iba a dirigirlos en los estudios. Fue grande el séquito; cada quien con su casa y servicio. Don García de Toledo y Luis Quijada llevaban la autoridad y representación del rey. En días sucesivos vinieron el rector, los maestrescuelas, los profesores con sus altos cuellos y sus boinas de raso, las autoridades locales, los vecinos notables y la chusma curiosa de estudiantes, capigorrones, medio pícaros y medio ascetas, que llenaban las aulas y formaban grescas en las calles.

Se había despedido de los Éboli con efusión. «Yo no sé sino decir tú», le había dicho la princesa, «a veces hasta al rey». «Serás Juan, tú.» Azorado, le respondió apenas: «¿Y yo?» «Tonto, tú también», para añadir incitante y cambiante: «Depende de las horas y las circunstancias».

Con la princesa había entrado al mundo de las mujeres, con su fácil manera de tratar a los hombres, de jugar con ellos, para atraerlos o repelerlos, en un juego de animal de presa. Provocativa, desdeñosa, con aquel ojo oculto, se aniñaba a ratos en los juegos y chácharas con las jóvenes de su casa. Algunas muy bellas, como aquella sobrina Maria de Mendoza, que tanto se le parecía en mejor. Con su ojo izquierdo '.desnudo y viviente como un pez de oro. Donde estaba ella era a ella a quien había que ver. No había lugar para otra cosa. El príncipe de Éboli, Antonio Pérez, los amigos íy servidores cercanos no giraban sino alrededor de ella. «No te me vas a escapar, Juan; no lo olvides.» No la olvidaba. Ahora en Alcalá pensaba más en ella y volvía a su invisible presencia más que cuando estaba en su casa de Madrid. En los sueños fiebrosos de la adolescencia era con ella con quien se encontraba en un lecho imposible. Siempre se interrumpía aquel sueño cuando intentaba levantarle el oscuro parche. «No, eso no.» Era el despertar.

Todo estaba regulado minuciosamente en Alcalá. Apenas levantados venía a unírseles Farnesio. La oración, la misa, el desayuno y, luego, el desfile de los maestros.

Latín, filosofía, historia, composición. La imaginación se ausentaba del gangoso parlamento. «¿.Me siguen Vuestras Altezas?» Regresaban al tema a trechos. Después venían la comida, los paseos, las visitas y, en todo momento, las intimas confidencias y las esperanzas.

No era fácil la relación con Don Carlos; cambiaba de tono y actitud continuamente, se le prensaba aquella vena en la frente, palidecía y apretaba los labios. Parecía un 'animal salvaje al acecho. Amenazaba, estallaba en gritos o entraba en un monólogo deshilvanado en el que anunciaba cosas absurdas que se proponía hacer.

«Yo seré rey, ¿pero cuándo? El rey mi padre era gobernador de Flandes y duque de Milán; a mí no se me ha dado nada. Tú, Alejandro, serás duque de Parma y comandante de ejércitos; y tú, Juan…» Se quedaba en suspenso. «Lo que tienes que ser, hombre de Iglesia, cardenal seguramente. Era lo que quería el Emperador y lo que te corresponde.» Don Juan replicaba con firmeza: «No lo seré. No tengo ninguna vocación para eso. Lo que voy a ser es un guerrero; eso y no otra cosa».

Se hablaba también de mujeres. Las pocas que veían en Alcalá o las que habían conocido en Madrid. Don Carlos cortaba seco: «Hay que llegar puro al matrimonio».

Don Juan y Farnesio reían. «Ya hay propuestas de varios matrimonios para mí.» El príncipe enumeraba algunas de las candidatas. Lo hacia con arrogancia. Una princesa francesa, hermana de la reina, su madrastra. «He visto su retrato.» Describía golosamente a la princesa que los otros rehacían en su imaginación. También había la reina María Estuardo, la escocesa, viuda reciente del rey de Francia. «Tiene fama de bella, pero es mayor que Vuestra Alteza.» «Eso es nada. ¿Sabéis con quién también se piensa casarme? Nada menos que con mi tía, la princesa Doña Juana.» La princesa Juana era su tía y podía ser su madre. Farnesio visualizaba aquel enlace, aquella escena de lecho inaudita, el desmedrado príncipe en los brazos robustos de su tía, que le doblaba en años. Había también otras, pero de hablar de ellas se desviaban a las picardías oídas de mujeres de la Corte y de la Ciudad. De las mujeres y las hijas de criados, de las entrevistas en calles y ceremonias. No faltaba el celestino. Había también las casas de putas de Alcalá que frecuentaban los estudiantes, pero seria un escándalo que alguno de ellos se atreviera a entrar en ellas.

Las horas más gratas eran las de salir al campo, de montar a caballo, de hacer ejercicios de armas. Allí Don Carlos se rezagaba resentido. Hacia mofa de la destreza de los otros. Las más aburridas eran las horas de clases. Entraba el maestro muy solemne, acompañado de Honorato Juan. Reverencias, saludos, una antífona en latín, un rezo.

Un día les trajeron un ejemplar de las obras de ciencia de Alfonso el Sabio. Preciosos pliegos espesos cubiertos de fina caligrafía y de imágenes de colores en las que aparecían personajes con raras vestimentas que miraban al cielo a través de largos anteojos.

«¿Todo esto lo escribió el rey?», preguntaba Don Carlos. El maestro sonreía y trataba de explicar: «No, señor, no él mismo. Pero ordenaba que se hicieran esos estudios; llamaba a los sabios que debían hacerlos y les daba su aprobación final». Don Carlos aprovechaba la oportunidad para desviar la conversación de los libros inertes sobre la mesa. «También fue Emperador.» «Otro día os hablaré de eso», decía evasivamente el maestro y trataba de volver a los libros.

También les mostraron un grueso volumen, encuadernado en pergamino, con adornos de oro. Honorato Juan mismo les explicaba, mientras pasaba sus manos por las hojas multicolores impresas a dos columnas. «Este es el gran monumento del Cardenal Cisneros y de la Universidad, es la palabra de Dios en sus textos originales más antiguos. Por muchos años trabajaron grandes sabedores para purificar y transcribir estos textos.» Había el texto latino de San Jerónimo, en letras claras, desnudas, pero también había aquellos otros textos en caracteres incomprensibles y enredados, en griego, hebreo, arameo. «En ninguna de esas lenguas lo podremos leer», decía el príncipe aburridamente. «La Iglesia conoce el peligro de que esos textos fundamentales se pongan en lengua vulgar. Vendrían las torpes interpretaciones de la ignorancia.» Un día vieron llegar un criado con un par de zapatos nadando en agua hirviente en una fuente de plata. Iba hacia la habitación de Don Carlos y lo siguieron. Vieron colocar la fuente sobre una mesa frente al pobre artesano arrodillado y lloroso. «Esas botas que me hiciste no me sirven.» El hombre daba explicaciones de miedo. «Te las vas a comer. Comienza.» El zapatero comenzó a cortar pedazos del cuero hervido para mascarlo con repugnancia. Farnesio y Don Juan intervinieron. «Dejadme hacer que yo sé lo que hago. Ya verán que no volverá a hacer zapatos que no sirvan.» Al fin lo dejó ir. «Cuando yo sea rey…» Se interrumpió y se quedó con la mirada absorta, «… sí es que vivo para ser rey».

¿Quién puede ser rey? La pregunta estaba en el aire y parecía reaparecer en cada sitio, mudamente. La Éboli, en esa manera que nunca se sabía si era jocosa o seria, le había dicho varias veces en muchas formas abiertas o disimuladas: «Don Carlos no va a reinar nunca, ni siquiera va a vivir mucho. Morirá antes que su padre». «Si Don Carlos muere antes que el rey, que es lo más cierto, no hay heredero. ¿O si lo hay…?«, le dijo alguna vez Antonio Pérez mirándolo extrañamente.

Los maestros que les explicaban la historia la describían como un misterioso y terrible juego entre la voluntad de los reyes y la de Dios. Los reyes hacían combinaciones matrimoniales para asegurar el aumento de sus reinos y dejarlos a sus herederos; pero Dios, en el terrible ajedrez de la vida y de la muerte, las desbarata. «Vea Vuestra Alteza.

Todo lo prepararon los Reyes Católicos para que en la cabeza del príncipe Don Juan se pudieran reunir los reinos de España. Murió Don Juan inesperadamente y el plan se deshizo. La herencia fue a parar, al través de Doña Juana, en la cabeza de Don Carlos de Gante. Un príncipe flamenco que nunca había visto a Castilla. Tampoco pudo Don Carlos dejar toda su herencia a Don Felipe, nuestro rey. Tuvo que partiría con su hermano Don Fernando.» Mientras se extendía el maestro en su imagen funeraria, Farnesio y Don Juan no podían evitar poner la vista en Don Carlos. Tenía la cabeza en las manos como agobiado o soñoliento. ¿Llegaría a ser rey?