«Su Excelencia el duque de Alba», le susurró Don Luis. Hizo la reverencia. Era la misma persona que había visto en el convento de Valladolid. Le pareció más imponente que el rey. Don Felipe se había apartado con Don Luis, y estaban en una lejana conversación.

«¿No te gustaría entrar a la Iglesia?, podrías ser un gran Prelado.» Era el duque que le hablaba. «No sé qué decir, señor.» Volvieron a quedar en silencio. La conversación del rey y de Quijada se prolongaba. Debían hablar de él porque con frecuencia se volvían a mirarlo. El rey le entregó un papel a Quijada y caminó hacia él. Ahora estaba de nuevo junto a él y le hablaba.

«Vamos a quitarte la venda. ¿Cómo te llamas?» «Jerónimo, señor.» «Es nombre de gran santo pero habrá que cambiarlo. ¿Sabes quién es tu padre?» Sintió vértigo. «Alégrate, tu padre es el Emperador, mi Señor, que también es el mío. Eres, pues, mi hermano y te reconozco por tal.» No pudo entender las palabras. No sabia qué decir o hacer. El rey lo abrazó de nuevo. Algo dijo el duque de Alba. Más tarde Don Luis tuvo que ayudarlo a reconstruir la escena. Lo que sí notó con asombro fue la reverencia que le hicieron el duque de Alba, el propio Don Luis y los personajes del séquito del rey. No se atrevió a decir nada.

Cuánto duró aquello nunca llegó a saberlo porque cada vez, de las infinitas en que revivió la escena, algo nuevo aparecía. Y lo más nuevo que aparecía era él mismo, el otro que había empezado a ser desde aquel momento.

Eran tantas las cosas que quería averiguar que el regreso se hizo corto. «¿Cómo me voy a llamar ahora?» No lo sabía Don Luis. «¿Sabia esto mi tía?» «Ya lo debe saber.» Y la pregunta que más le costó hacer y que calló varias veces hasta que se le escapó: «¿Quién es entonces mi madre?».

La forma titubeante en que le respondió le dejó más dudas. «Una dama alemana…, una gran dama…, mucho la amó el Emperador…» «¿Vive?» «Vive en Bruselas…» «¿La voy a ver?» «A su tiempo, a su tiempo la conoceréis.» Ya no lo tuteaba.

La entrada a Villagarcía fue distinta. Los criados, los clérigos, los escuderos, las dueñas se inclinaban para saludarlo. Cuando vio a Doña Magdalena inclinarse para saludarlo, corrió hacia ella y la apretó en sus brazos. «No, eso no, mi tía, eso no.» «Alteza.» Así lo habían comenzado a llamar desde el regreso. «Alteza», los clérigos, «Alteza», las dueñas de Doña Magdalena, Doña Magdalena misma lo había llamado así al intentar hacerle la reverencia que él había impedido. Así trataban a la princesa Dona Juana y a Don Carlos.

Cuando se quedó a solas en la cama sentía una agitación de ahogo. ¿Qué era ahora?

¿Quién era? ¿Quién había sido durante todo el tiempo pasado? ¿Lo habían engañado olo estaban engañando ahora? Todo lo que había creído ser no era cierto, todo lo que iba a ser desde ahora no lo podía imaginar. Durmió mal, con despertares de pesadilla.

¿Todo hasta entonces había sido un sueño o era un sueño lo que estaba comenzando ahora? Si lo de antes había sido mentira y lo de ahora era un sueño el despertar que tendría que llegar seria terrible. Le había dicho a Don Luis: «La cabeza me da vueltas».

Don Luis al día siguiente le dijo que el rey había ordenado, entre muchas cosas, que el tratamiento que se le debía dar no seria el de Alteza sino el de Excelencia. «¿Quiénes eran "Excelencias"?» «Muchos, los grandes señores, los altos funcionarios y ministros, los Embajadores de los reyes.» «Entonces soy y no soy un príncipe.» Menos que Don Carlos, menos que Doña Juana y, sin embargo, era el hijo del Emperador y el hermano del rey. Pero de otro modo.

»Para vos sigo siendo el mismo», le había dicho a Don Luis cuando éste le mostró la lista de los caballeros que iban a formar su casa en la Corte. El rey había anotado cuidadosamente todos los cargos y los nombres: «Ayo y Jefe de su Casa, Don Luis Quijada; Mayordomo Mayor, el conde de Priego; Caballerizo Mayor, Don Luis de Córdoba; Sumiller de Corps, Don Rodrigo Benavides, hermano del conde de Santisteban; Mayordomo Particular, Don Rodrigo de Mendoza, Señor de Lodos; Gentiles Hombres de Cámara, Don Juan de Guzmán, Don Pedro Zapata de Córdoba y Don José de Acuña; Secretario, Juan de Quiroga; Ayudas de Cámara, Jorge de Lima y Juan de Toro; Capitán de su Guardia, Don Luis Carrillo, Primogénito del conde de Priego, con todos los demás asistentes, criados y guardias.

Casi todos eran desconocidos para él. Desde allí en adelante se iba a mover entre toda esa gente extraña. Era un nuevo orden de cosas y relaciones. Gente extraña y ceremoniosa que lo iba a rodear todo el tiempo. Era como ponerse a vivir de nuevo en una ceremonia complicada y nunca aprendida.

¿Qué era un Sumiller Mayor y un Gentil Hombre de Cámara? No sabría a quién llamar, si al Secretario, o al Mayordomo, o al Sumiller. Se reirían de su ignorancia.

Junto a él todo el tiempo, sin dejarlo un momento, con reverencia y precedencias. A quién llamar primero para qué. Cómo poner el orden de la casa. «De eso me encargaré yo y el Mayordomo. Todo será fácil», le dijo Don Luis. «Vivirán ustedes conmigo?» «Sí, por lo menos por un tiempo, mientras Vuestra Excelencia lo crea conveniente.» Le había dicho «Excelencia», a él, a Jeromín. Protestó. «Tiene que ser así y Vuestra Excelencia tiene que acostumbrarse.» El Rey de Espadas de la baraja lo amenazaba: «Te voy a cortar la cabeza por atrevido». Ose veía ante el rey Felipe, que le decía con voz dura: «Todo ha sido una equivocación. ¿Quién has creído que eres?». Los bufones se acercaban a hacerle mofa. «Cómo te atreves a entrar aquí, eres un labriego, apestas a bosta.» Podría huir. Irse de nuevo a Leganés a esconderse en la casa de Ana de Medina.

Lo irían a buscar los guardias y lo traerían a rastras. Tendría que aprender a usar otras ropas, otra habla. Cada gesto podía ser motivo de burla.

Pero era el hijo del Emperador. La sangre del rey era también la suya. Con esa sangre debía venir un aliento. No era él sólo quien iba a aparecer de pronto ante los señores de la Corte, sino la sangre y el ánima que le había dado la Majestad Imperial.

Dentro de él, de alguna manera, debía estar insuflada aquella naturaleza y ella debía brotar espontáneamente según se fueran presentando las ocasiones. El no tendría sino que abandonarse a la fuerza de esos dones que eran suyos.

Había oído a los teólogos hablar de reengendrar y recriar. En algunas vidas, como en la del mismo Cristo, se podía producir un nuevo nacimiento. Un nuevo nacer con otra personalidad después de la muerte de la personalidad anterior.

Jeromín había muerto. Nadie más lo iba a llamar así más nunca.

Había nacido otro, casi lo sentía bullir dentro de su cuerpo. Al salir el sol de la nueva mañana todos lo iban a ver como lo que era y había sido siempre sin saberlo.

Tendría espada, arnés de parada, escudo, el Toisón al cuello, pluma blanca sobre la toca, deslumbrantes trajes de finas sedas y terciopelos y un caballo espléndido para encabezar desfiles entre el vocerío de las muchedumbres.

Pero no tenía nombre. «¿Cómo me voy a llamar?» «El rey lo decidirá oportunamente», le había dicho Don Luis. «¿No va a quedar nada de lo que he sido, de lo que he creído ser hasta ahora?» De Villagarcía a Valladolid fue como un viaje nuevo nunca hecho antes. Al día siguiente la visita al palacio. Todo era prisa, tropiezo, desacomodo, ansiedad. Habituarse a los caballeros de su casa. El trato, el cómo, la ocasión de cada quien. A su lado Don Luis lo dirigía como un trujamán de retablo. El vestir con aquellas ropas insólitas y tiesas, la gorguera, la capa, la toca, la pluma y la espada. No enredarse con ella, no dejarla suelta, saber poner la mano sobre la empuñadura. La gorguera apretaba, el jubón resultaba grande. Todos aquellos gentiles hombres de su casa se movían con soltura y agilidad en sus aparatosas vestimentas. Por más que Don Luis le había explicado y hasta ensayado, la llegada al palacio fue aterradora. El trayecto en carruaje, Don Luis al lado, los caballeros de servicio en escolta montada. La entrada entre los alabarderos que hacían el zaguanete. La organización del grupo para la entrada. Las grandes puertas y más tapices en las paredes de los que nunca vislumbró en Yuste. Presentaciones, reverencias, Don Luis al lado susurrándole nombres. Saludos rápidos y torpes, hasta desembocar en el salón donde estaba el rey. Fue a él casi al único que vio. Al lado el príncipe Don Carlos. desmedrado, cabezón, pálido, que lo veía fijamente. Aquella joven señora junto al príncipe era la que lo había saludado en el Auto de Fe, la princesa Doña Juana. La única sonrisa. Entre el grupo de los grandes el duque de Alba, que parecía estar solo sin contacto con los demás. El rey se adelantó y le tendió los brazos, lo estrechó y luego habló a los demás. «Señores, os presento a mi hermano», y luego pronunció aquel nombre, «Don Juan de Austria».

Mucho tiempo, casi todo el resto de su vida, le tomó tratar de comprender aquel momento. ¿Quién era Don Juan de Austria? No se sentía él mismo, era otro quien debía estar allí, se puso las manos en el pecho como para sentirse. Lo abrazó Don Carlos, Doña Juana lo besó y lo retuvo para mirarlo mejor: «Tenemos el mismo nombre». Terminados los saludos se alzó la voz del escribano que leía, como salmodia de misa, el acuerdo de la Orden del Toisón de Oro que lo proclamaba caballero. El rey le puso el collar. Los eslabones de oro, el corderito doblado, el tintineo del metal. Se fueron acercando para hacerle homenaje y volvió a oir aquellos nombres que tantas veces había oído mencionar a Don Luis. Duques, marqueses, condes, títulos que había oído en los romances de caballería. Iban desfilando ante él, apenas oía un nombre cuando aparecía otro rostro y otro nombre. Inclinaba la cabeza y procuraba sonreír.

Aquel cortesano sonriente, tan cuidado de su persona, era el príncipe de Éboli, Ruy Gómez, Mayordomo del rey. Esposo de aquella llamativa mujer con un ojo tapado con un parche negro. Aquel sacerdote de cabello blanco, que los señores saludaban con respeto, era Gonzalo Pérez, secretario de Su Majestad.

Entre tantas figuras y nombres se sentía confundido. Allí estaban mansos y quietos aquellos personajes de quienes tanto había oído. Mirándolos de cerca por primera vez, oyendo sus voces. El duque de Alba. Aquél era y no era Ruy Gómez, del que tanto había oído hablar en Villagarcía. Doña Ana, princesa de Éboli, una Mendoza altanera, bella y extraña, con aquel ojo tapado de matachín, que era imposible no estarlo viendo todo el tiempo. Otros nombres que le sonaron ajenos, el viejo marqués de Mondéjar, el De los Vélez, el Comendador Requesens, el marqués de Santa Cruz, con sus ojos astutos y su barba canosa en punta.