Así llegaron, semana tras semana, hasta las caballerizas. Los albaceas "pidieron cuenta a Diego Alonso, ayuda de las literas de Su Majestad, dé cuenta de las acémilas y otras cabalgaduras que están a su cargo".

"Primeramente cuatro acémilas que tenía Su Majestad en Yuste: la una, castaña, que se llamaba del Cardenal, y otra acémila más, castaña oscura, que se llama también del Cardenal, y las otras dos, negras, la una del rey y la otra de Don Hernando de la Cerda, que las habían dado a Su Majestad. Ítem más, para aderezos de ellas cuatro sillones con sus guarniciones. Un cuartago rucio que tiene su silla y freno bueno. Una muía mohína parda, con su silla y freno. Un machito pardo con su silla y freno. Dos mantas de los machos. Dos albardas de los machos para traer bastimentos.» El primero de noviembre terminó el largo recuento y se pusieron las firmas y los sellos ante el escribano. Todo iba a quedar en su sitio mientras el rey Felipe dispusiera lo que había de hacerse con todo aquello. Las habitaciones quedaron cerradas.

Había que emprender el regreso a Villagarcía. A fines de noviembre salió el pequeño grupo de Cuacos por la vía de Jarandilla. Jeroinin iba sobre la muía vieja que había sido del Emperador y que le habían dado junto con el cuartago y el machito pequeño.

Envuelta en un paño iba enjaulada la guacamaya, junto a la litera de Doña Magdalena.

Antes de perderlo de vista tras la última loma, volvió el rostro hacia el monasterio.

Por entre la arboleda se translucía la masa lacre, como si fuera a ponerse sobre ella, lacrada para siempre, la decisión de una voluntad inalcanzable.

Sólo después lo vino a saber. Lentamente y por partes. Había vuelto a comenzar otra vida. Las mismas cosas que le habían sido conocidas y hasta familiares comenzaron a ser distintas. Era como si alguien, él mismo, hubiera muerto en Yuste, y alguien, que era sin embargo él mismo, hubiera comenzado a existir. No era él sólo sino también todo lo que lo rodeaba, gentes y cosas, que habían empezado a ser otras para él.

A veces una simple frase usual lo disparaba a la angustia de nuevo. «Desde que yo soy yo.» «Tan seguro como de mi mismo.» Antes había sido otro yo. El de Leganés y el de Villagarcía. Pero desde el nunca olvidado día en que se presentó Prevost a buscarlo todo había sido cambiante e inseguro. Ana de Medina y Doña Magdalena. ¿Qué había de la una en la otra? A la única a la que había llamado madre era a la Medina.

Doña Magdalena era otra cosa, o muchas cosas distintas y sucesivas. No era su madre, de eso estuvo seguro desde el primer encuentro, tampoco su «tía». Como tampoco la imagen consuetudinaria del Maestro Massys era la de su padre. Tenía que haber un padre, uno verdadero, en alguna parte, con un nombre, tal vez ya muerto. Don Luis era el único que lo sabia pero se negaba a decirle nada. Sin embargo sentía, desde Yuste, que se aproximaba el día. El día esperado y temido de encontrarlo. En alguna parte estaría escondido, oculto y negado. Tendría que decirle quién era y por qué hasta entonces no lo había podido conocer. Durante el camino no terminaba de salir de Yuste.

Volvía a la casa, ahora cerrada y muda, y se metía en ella para topar finalmente con aquel cuerpo encorvado en su sillón, que era el único que podía saberlo todo y resolverlo todo.

A todo contestaba por monosílabos. «¿Nos vamos a quedar algunos días en Valladolid?» «Por milos menos posibles. Quisiera estar ya en Villagarcía.» Todavía en Yuste se daba cuenta de que era el objeto de muchas cosas que ignoraba.

Don Luis y Doña Magdalena parecían compartir el gran secreto que ocultaban de él.

De un momento a otro podía haber una revelación. Don Luis parecía tenso y acosado.

Escribía a solas, rompía papeles, se aislaba cada vez más. Jeromín sintió cada vez más que era de él de quien se trataba. Había alcanzado fragmentos de conversaciones entre Don Luis y su «tía». Conversaciones que se cortaban y desviaban al hacerse presente.

«No se puede soportar más. Le he escrito al rey a Flandes… «La princesa Gobernadora quiere saber… «Era algo muy importante sobre él, que no se quería que supiera.

Hasta Galarza parecía mirarlo con otros ojos. En las gentes que toparon en el camino, en las paradas y en los pueblos, sentía aquella nueva curiosidad que pesaba sobre él. En Valladolid, casi al final del regreso, fue peor. Las gentes de calidad, que venían a ver a Don Luis y a Doña Magdalena, lo observaban con molesta curiosidad, se daba cuenta de que hablaban de él y hasta lo señalaban de lejos con el dedo. «Qué está pasando conmigo?», le preguntó a la señora. -Nada, hijo, que la gente se interesa por ti.

Eres un chico muy hermoso y bien plantado»~ No, no era aquello. Alguna vez le pasó por la atormentada imaginación que debía ser el hijo de algún muy alto personaje, acaso del Emperador mismo. Le parecía casi sacrílego el pensamiento y lo apartaba.

Sentía el deseo de refugiarse en Villagarcía, en la soledad del campo, para volver a lo que había sido. Sentía el temor físico de que lo iban a echar de allí, que un mal día vendrían a buscarlo a la fuerza para lanzarlo solo y desamparado a un mundo desconocido.

Cuando volvió a Villagarcía tampoco cesó la desazón. Ya no lo veían ni le hablaban de la misma manera. Como si fuera otro. «¿Qué pasa conmigo, tía?» Empezó a sentirse inseguro, como si hubiera una conspiración contra él. Todos parecían haber cambiado, ya no eran los mismos.

En el tratamiento, en ese mudo clima de distancia que se crea pronto entre dos personas de distinto rango. Los maestros ya no le llamaban la atención de la misma manera que antes. «Permita Vuestra Merced que le señale.» Le cedían el paso. Galarza mismo parecía mirarlo como si anduviera revestido de una invisible armadura.

Don Luis dejó de tutearlo para hablarle en tercera persona. Como si hubiera otra persona allí. En ocasiones, aquel hombre tan poco hablador, se ponía a explicarle las peculiaridades de la etiqueta tan complicada que el Emperador había implantado en la Corte. Los nuevos oficios. Lo que significaba cada sitio en torno a la Majestad real, cada actitud, cada tono de voz con el que el soberano se dirigía a cada quien. Lo que significaban las órdenes caballerescas. ¿Cuántos eran los caballeros del Toisón? Sólo reyes y príncipes podían llevar al cuello aquella espesa collareda de oro que remataba en el carnerito plegado, que había visto brillar en las manos de los albaceas.

Tenía la sensación de que paso a paso, hora tras hora, el misterio se iba a aclarar.

Acaso seria allí mismo en Villagarcía o, tal vez, en el propio palacio de Valladolid en alguna solemne ceremonia.

También, en la misma medida en que se daba cuenta de que había comenzado a ser otra persona, se aferraba a la rutina de la que había sido su vida ordinaria, y que todo seguía y seguiría igual.

Mirando pasar aquellos largos días campesinos de sol a sol, de horas de estudio, de velada soñolienta, de amaneceres con terciana, de cuentos de aparecidos y milagros y de largas oraciones y rosarios.

«Ya huele a hereje achicharrado», decía la moza de fogón entre el humo de la carne asada. No se hablaba de otra cosa en Villagarcía. Se iba a celebrar en Valladolid el gran Auto de Fe. Desde los confesores, más atareados que nunca, hasta la gente de servicio hacían constantes referencias al gran espectáculo que se iba a celebrar. Jeromm oía con interés y adivinaba el cuadro de lo nunca visto. Irían los príncipes, los arzobispos, los inquisidores, los grandes personajes de la Corte. El cuadro variaba del que describían los clérigos hasta las escenas de Infierno de los criados. Uno por uno, en fila continua, irían apareciendo los malditos. Habían abandonado a Dios por el Diablo. Jeromín había visto representaciones del Diablo en las iglesias y en los libros de devoción. Cuernos, patas de cabra, larga cola de serpiente, fuego en los ojos y en la boca y hedor de azufre. «Vade retro», había que persignarse. Lo que más odiaba y temía era la cruz. Había quienes recordaban de vista o de oídas viejos Autos de Fe pero aquél seria el más grande que se hubiera visto nunca. Jeromín preguntaba sin sosiego: «¿Los van a quemar vivos? ¿A todos?». Primero se encendía la hoguera y luego subirían las llamas hasta los cuerpos atados a un palo. Se oirían sus gritos y maldiciones.

Lo peor fue saber que él tendría que estar presente. La voz se corrió pronto. La princesa Gobernadora le había escrito a Doña Magdalena para invitarla y para que llevara con ella «al muchacho».

Pero era poco lo que pudo saber de Doña Magdalena. Se pasaba en oración y penitencias lo más del día, con sus dueñas y su confesor. Jeromín lo supo con espanto.

Entre los herejes que iban a ser juzgados estaba un hermano de la señora. ¿Quién podía estar a salvo?

Susurrando, le dijo Galarza: «Se ha hecho hereje Don Juan de Ulloa». ¿Cómo se hacia hereje alguien? Le había dicho su confesor: «Hay que estar alerta a toda hora porque el enemigo penetra sin ser visto». Con los infieles era diferente. Lo decía Galarza. Se les conocía de primer golpe. Aparecían con sus estandartes, su media luna y su algarabía. Pero con los herejes no había manera de conocerlos a tiempo. Como gente del demonio eran taimadas y sigilosas. Lutero fue un fraile. No siempre se podía advertir quién estaba poseso. Había los que hacían contorsiones, echaban espuma por la boca, pero también un clérigo, una monja, sin que nadie lo sospechara, podían ser herejes. No había jerarquía ni dignidad que estuviera segura y a salvo. Su maestro le decía: «Se puede llegar a ser hereje sin darse cuenta. Creyendo acercarse más a Dios se puede caer en la más espantosa de las herejías, como muchos teólogos, por querer comprender mejor a Dios». -Lentamente caen, paso a paso, sin sentirlo, de una suposición en otra, de un sofisma en otro llegan a la herejía abierta.» Oía a Doña Magdalena: -El pobre Juan. ¿Cómo había sido posible?». «¡Qué va a pasarle ahora!» Oyó hablar del doctor Cazalla, de sus hermanos, clérigos y monjas, y de su madre ya muerta. Algunos sin resistencia y otros en el tormento habían confesado sus abominaciones. Iban a ser quemados vivos. -La herejía se ha ido metiendo en estos reinos, los han penetrado hasta el fondo. Hay que hacer un escarmiento.» Con Galarza había aprendido las defensas y los ardides de la lucha armada, pero para aquella lucha no había cómo prevenirse.

«¿Es cierto, tía?» Era cierto. Con serenidad, Doña Magdalena trató de explicarle.

«Juan, el pobre Juan» era dado a meterse en las más delicadas cuestiones de la religión.