De Villagarcía salió la pequeña tropa. Montados iban Don Luis, los escuderos y Jeromín. En el medio iba la litera de Doña Magdalena llevada por dos machos pacientes. A pie venían criados y soldados. Se avanzaba con lentitud. Mucho tardó el castillo en desaparecer de la vista, más tardaban en acercarse desde la lejanía las casas y las aldeas del camino. Podía acercarse a la litera para hablar con su tía. A ratos encontraban otros viajeros, se detenían, se saludaban, preguntaban por los mutuos amigos y parientes, se cambiaban noticias. O topaban un sacerdote con sus acólitos. Era entonces la ocasión de bendiciones, encomiendas de misas y alguna Salve rezada en común.

Cuando ya entraron a Extremadura, Don Luis recordaba el viaje que había hecho con el Emperador. Era como si constantemente cambiaran de compañía y de tiempo.

Lo que dijo el Emperador al ver cada uno de aquellos lugares. Lo que preguntaba y recordaba. "Estas ya son las tierras de» Nombraba a uno de los poderosos señores dueños de aquellos inmensos dominios. Se cansaba de la litera y bajaba para estirar las piernas y marchar un poco. Como ahora lo hacia Doña Magdalena. Ponían la litera en tierra y aparecía sonriente la señora. Se caminaba un trecho a pie y se hablaba del tiempo.

"¿Cuándo llegaremos a Yuste?", preguntaba Jeromín. Veía hacia lo más lejano como si esperara divisar el monasterio. «¿Falta mucho?» Era de días la cuenta, pero le parecía que andaban más lentamente a medida que avanzaban. Como si el aire se hiciera más duro de hender y la tierra más larga de caminar. Todo se iba poniendo más lento con aquella proximidad oculta.

Ante el Emperador, ¿cómo iba a ponerse?, ¿qué le iba a decir?

El camino daba vueltas y se desviaba como si no quisiera llegar. Cuando empezó el ascenso de los montes la marcha se hizo más fatigosa. Se iba el día en un corto trayecto. Ya andaban por las tierras del conde de Oropesa. Cruzaban torrentes, trepaban cuestas. Dos peones fornidos tomaban la litera para pasarla sobre las piedras y los remolinos de agua. Al fin llegaron a Jarandilla. Al día siguiente entraron en Cuacos y vieron entre la arboleda el monasterio y el palacio.

Habían llegado. Era allí, enfrente. La cuesta, la arboleda junto a la iglesia que se metía hacia adentro en un apretujamiento de troncos, ramas y hojas. Detrás estaba el palacio. Y dentro…

Don Luis se fue desde la primera mañana. Lo llevó con él. Lo vio saludar personajes que iban siendo más numerosos a medida que se acercaban. "Puedes ver el huerto, pero no vayas a entrar en la casa." Habló a unos guardias para que lo dejaran penetrar y él se dirigió hacia la iglesia. Por allí se entraba más directamente a las habitaciones reales.

Podía cerrar los ojos y ver de nuevo todo aquello en la más inmediata presencia y en los cambios de luz de sus horas. Lo vio tan intensamente. A poco de entrar en el huerto surgía la rampa de piedra que subía a la terraza. La terraza se abría por dos lados, con su baranda. Pudo contar las columnas en dos filas, las puertas y ventanas.

Al través de la reja se divisaba contra el muro el respaldo de un sillón. Estaba vacío.

No se oía sino el viento entre las hojas. La gente que divisaba parecía hablar en voz baja. Como se habla en la iglesia o cerca de los moribundos. En el huerto topó con los sirvientes y los jardineros, y el hombre que limpiaba el estanque. Fue la primera vez en que oyó aquel grito desgarrado que lo llenó de susto. Era el graznido de aquel gran pájaro de todos los colores metido en su jaula de hierro. Lo llamaban guacamaya.

Se fue acercando con temor. Era roja, azul y verde, más grande que un halcón, pero con aquel pico ganchudo y las dos manchas blancas donde estaban los ojos tan redondos y fijos. «Es un pajarraco de las Indias.» Había oído hablar de las Indias en Villagarcía. Más allá del Mar Océano. Las islas, los indios. Don Luis los había visto en Castilla donde a veces los traían como curiosidad. Medio desnudos con la cara pintada. Aquello era más grande que todos los reinos de España.

Todos los días hallaba manera con Don Luis y sin él de llegarse desde Cuacos hasta el jardín de palacio. Hizo amistad con jardineros y guardias. Había pajes de su edad que lo fueron aceptando con desconfianza. Todos tenían algún nombre resonante. «Soy hijo del marqués, del conde, del Sumiller de Corps, el sobrino del obispo.» «¿Y tú?» Jeromín a secas.

No había mujeres en aquel palacio. Lo comentó con su tía en Cuacos. No se veían sino frailes, la silueta de algún alabardero y los oscuros jubones y capas de los personajes que a veces asomaban por la terraza.

También había entrado en la iglesia. Era más pequeña que la que vio en Valladolid.

Un medio cañón de bóveda desnuda con el altar en alto. A la derecha estaba aquella puerta baja y estrecha que daba a la alcoba del Emperador. Siempre había algún Oficio.

"Mañana iremos a saludar al Emperador», le había dicho Don Luis. Durmió mal y vio aclarar el día con angustia. Sobre una silla Doña Magdalena había puesto las ropas que debía llevar. Pasó la mañana en preparativos y consejos de su tía. Irían hasta la iglesia y Don Luis les esperaría a la entrada para llevarlos a la presencia de Su Majestad. «La presencia de Su Majestad», esas palabras se iban a repetir continuamente en su mente.

Le dijeron lo que tenía que hacer. Hacer la reverencia, arrodillarse, entregar el obsequio, callar, responder lo justo. En su sillón estaría el Emperador.

Salieron de Cuacos, Yuste parecía más lejos en lo alto de la cuesta.

Allí terminaba el largo viaje. Desde Villagarcía, desde más atrás, desde Leganés, desde antes de Leganés, de lo que no tenía memoria. Día tras día, paso tras paso, para llegar finalmente allí, para entrar en la cámara misma donde estaba la Majestad Sacra, Real y Cesárea.

No debía parecerse a nadie. Todo lo tenía, todo lo podía, era hacia él que se dirigían todas las peticiones y los miedos. Debía resplandecer y brillar como un lámpara. De la cabeza le brotarían las Potestades como de la frente del Crucificado. ¿,Con qué voz hablaría? «Tengo miedo, tía.» Hubiera querido que el trayecto durara más. Marchaban en silencio. Doña Magdalena llevaba el azafate con el regalo en la litera. Un par de guantes de fina cabritilla adobados con perfume. Avanzaba sobre la sombra de la muía. Los cascos sonaban tenuemente sobre la tierra seca. Se puso a contar los pasos. Varias veces se acomodó la gorra y se ajustó el jubón. En la portada de la iglesia había movimiento de gentes.

Reverencias, saludos, muchos finos caballos tenidos de la brida por palafreneros.

Cada paso lo acercaba al final. Repetía todo lo que le habían dicho que tenía que hacer. Ya iba a verlo, a verlo tan cerca como a Don Luis, a oírlo, a retener en su memoria cada gesto, cada detalle del traje o de la palabra.

De la puerta de la iglesia se destacó Don Luis. Ayudó a la señora a salir de la litera, le dio el brazo y con Jeromín al otro lado penetraron en el templo. Había poca gente.

Caballeros y frailes se acercaron a saludar a la señora. Se avanzaba paso a paso. Estaban ya al pie de las gradas. Sobre el altar una gran cruz de plata y en la pared del fondo un cuadro en el que el Emperador y la Emperatriz miraban hacia el cielo donde estaban las Divinas Personas. Los tres se persignaron ante el Sagrario, torcieron a la derecha a la pequeña puerta de vidrios que sostenía entreabierta un ayuda de cámara.

Eran cuatro cortos escalones y se entraba en una habitación en penumbra. Se distinguía con dificultad. Las paredes estaban cubiertas de cortinas negras, una cama junto al muro del fondo. Una mesa, algunas personas y aquel sillón donde se fue aclarando una borrosa figura. Levantó la cabeza para saludar a la señora y tenderle la mano.

Doña Magdalena se inclinó y la besó. «Me permites, Luis, que le bese la mano a tu esposa.» Le había oído la voz, se la había oído pero sin poder saber lo que decía. Se concentraba en abarcar aquella figura hundida entre mantas y cojines. Desde las piernas cubiertas por una manta, vio las manos que acariciaban un pequeño gato y arriba aquella cabeza inclinada sobre el pecho, la gorra oscura y la barba gris sobre el largo mentón.

Ordenó poner una silla para la señora y luego mandó abrir las cortinas. Fue una nueva presencia. Ahora lo veía a él que avanzaba con el azafate del regalo hasta arrodillarse. Sin decir palabra tendió el obsequio. Lo tomó un criado. Algo dijo a la señora.

La mano temblorosa tendida estaba ante su cara. Posó los labios y la sintió fría. Ahora le había puesto la mano sobre la cabeza. Sin peso. Sintió que le hablaba. Por entre el labio caído una voz acuosa decía algo. Le hablaba a él y él no lograba entender.

La alcoba y las figuras, las voces y los gestos empezaron a cambiar continuamente.

Desde que volvió a la casa de Cuacos con Doña Magdalena no hizo otra cosa que preguntar y callar en un estupor sin fondo. El día se hizo corto, la noche lenta y sobresaltada. «¿Qué fue lo que dijo, tía?» Se lo repetía y sentía que faltaba algo o mucho.»¿Estuve bien?" Había estado muy bien, le aseguraba. Lo que él dijo, o iba a decir, o hubiera querido ahora haber dicho, se confundía en su mente. Hablaba a solas y a veces era él mismo quien hablaba, y otras era el Emperador. Era más difícil saber lo que había dicho, lo que hubiera dicho ante aquellas cuestiones que habían estado en su cabeza desde las conversaciones con Galarza y con los clérigos en Villagarcía. Qué lástima que no hubiera habido el duelo con el rey de Francia. Le hubiera gustado preguntarle, o le preguntó, o le preguntaba ahora, para poder satisfacer al preceptor, por qué no quemó al hereje Lutero. O pedirle que lo dejara junto a él para siempre.

Le pululaban las preguntas y los temas fallidos de la conversación que pudo ser.

En el sueño había momentos en que estaba solo con él. Lo veía lozano y entero como en los retratos que había entrevisto en alguna pared de Yuste. Con Luis Quijada lograba pocas respuestas. Más le enseñaba Galarza. Quería volver a la alcoba y volvía todo el tiempo en un sueño despierto que lo mantenía como ausente. Lo que vio desde afuera, lo que oyó decir en aquellos meses de quieta ansiedad, lo que los criados y servidores dijeron delante de él, lo que le repitieron, lo que recordó y adivinó en todos los días de su vida, se fue mezclando en las horas y los años hasta formar una eternidad sin principio ni fin. Fue reconociendo los grandes señores que entraban y salían con su cortejo. El Prior y los frailes, los duques y los condes, los embajadores, el doctor Mathesio con sus pociones, los maestresalas, los trinchadores, los camareros, los cocineros, y hasta los mozos de mulas. Los más eran criados flamencos y hablaban entre ellos en su ininteligible lengua. Supo que con el Emperador hablaban en francés. "Sire", le decían. Charles Prevost que lo saludó con cariño. Los ayudas de cámara iban y venían del cuarto de los arcones con las ropas, los vasos, los jarros y los platos de plata relumbrante.