Salieron los que iban a recibirlo a la puerta. Los que le ayudarían a desmontar en el primer patio, los que le escoltarían hasta la gran escalera. Toda la escalinata se cubrió de ordenadas figuras de servidores. Al pie Doña Magdalena, cubierta de encajes y brocados. El señor entró escoltado por los escuderos. Jeromín tenía en las manos el cojín de terciopelo rojo con las pesadas llaves simbólicas del castillo, para arrodillarse y ofrecérselas.

Don Luis las tomó en sus manos y se quedó mirándolo con mucha intensidad. Lo hizo alzar tendiéndole una mano y luego abrazó estrechamente a su mujer. «No llores que aquí estoy al fin.» De inmediato comenzó aquella cercanía imponente y protectora. No le fue difícil hallar el tono y la manera. Le venían espontáneamente ante aquel hombre que trasmitía seguridad y confianza.

El señor preguntaba y quería saberlo todo. Los estudios, los ejercicios ecuestres, la conducta, la impresión de los maestros.

"No muy atento a las lecciones», le dijeron los clérigos. "Un alma tierna y maravillosa», le dijo Doña Magdalena. «Bueno con el caballo y las armas», afirmó con orgullo Galarza. «Más para soldado que para hombre de iglesia», sentenció Don Luis.

En algún momento de aquella primera noche del reencuentro debió surgir la pregunta: «¿Quién es este niño?». Era mucho atreverse ante aquel hombre severo al que veía como padre y como esposo. Podía ser hijo de Don Luis. En otras casas nobles recibían y educaban a los bastardos del señor. No habían tenido hijos y ella lo hubiera recibido con gusto. «No puedo decir a nadie quién es su padre, porque he jurado guardar el secreto. No insistas y no te pongas a hacer cavilaciones.»

La manera como Quijada se interesaba por el muchacho y lo trataba traslucía una consideración excesiva y hasta una reverencia que no hubiera tenido por el hijo de un amigo más o menos elevado.

Poco a poco se unieron. Le hablaban y lo trataban como si hubiera estado con ellos toda la vida. Con un tono tan cariñoso como el del violero o el de Ana Medina, pero menos áspero, menos autoritario, como si hubiera que guardarle miramientos que nunca había conocido. No era el maestro Francisco su padre, eso era evidente, pero tampoco lo era aquel señor que lo trataba con demasiada distancia.

"¿Qué va a hacer Su Majestad ahora?» «Lo deja todo y se viene a España. Pronto llega.» Con Quijada pudo saber algo pero más sació su curiosidad con los clérigos y los escuderos. Don Luis hablaba de la ceremonia de Bruselas, había sido casi un funeral.

Una y otra vez volvía sobre el tema de la gran figura lejana y tan presente. ¿Cómo era? ¿En qué lengua hablaba? ¿Qué le gustaba comer? ¿Cómo se vestía?

El Emperador estaba al llegar. Se iría a un monasterio apartado que pocos conocían.»Quiere estar solo y en paz.» Don Luis había venido a adelantar algunos preparativos para ir luego a recibirlo en Laredo, donde llegaría su barco de Flandes.

De todas las cosas que le había oído a Galarza sobre las hazañas del Emperador

la que más le llamaba la atención era la del desafío al rey de Francia. Era como en la historia de Amadís de Gaula. Iban a encontrarse en un combate singular para decidir, por el Juicio de Dios, cuál era el mejor y cuál tenía razón en su disputa. Galarza repetía: «Llamó al rey de Francia cobarde, vil y traidor». «¿Y qué respondió el rey de Francia?» Cuando Galarza terminaba, Jeromín pensaba que había sido una gran lástima que no se hubiera celebrado el duelo para que el Emperador hubiera vencido al francés.

Un día se atrevió a preguntarle a Don Luis sobre el lejano suceso. «Galarza me lo ha contado, ¿fue verdad, señor?» Era verdad. Comenzó a pedir detalles para saciar su curiosidad inagotable. Don Luis le contó más de una vez aquel desafío tan apasionante como los de Amadís.

El Emperador le dirigió una carta al Embajador del rey francés. «El rey vuestro amo ha hecho vilmente y ruinmente en no guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid y que si él esto quisiera contradecir yo se lo mantendría de mi persona a la suya.» Había que escoger el sitio y las armas. Era privilegio del agraviado. El rey Francisco se decía el agraviado por los términos de la carta, pero el agraviado, afirmaba Don Luis, «era mi amo y señor, el Emperador». En su carta decía el rey de Francia: "Os decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas veces lo dijereis mentiréis».

«¿Qué contestó el Emperador?» Don Luis se lo sabia de memoria: "Pues tan poca estima hacéis de vuestra honra no me maravilla que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promesa y vuestras palabras… yo he dicho y diré sin mentir que vos habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me disteis conforme a la capitulación de Madrid». «No hubo duelo, el rey Francisco se valió de argucias para evadir el compromiso.» Llegó pronto el aviso de que el Emperador llegaba y hubo de salir Don Luis a recibirlo.

Cuando llegó al puerto ya estaba la nave donde venia el Emperador. El primer día habían bajado a tierra las dos reinas, hermanas del Emperador. Doña Leonor, envejecida y frágil, que había sido reina de Portugal y de Francia, y la altiva y hombruna Doña Maria, que fue reina de Hungría y Gobernadora de los Países Bajos.

Allí empezó aquella lenta procesión al través de media España. Una caravana de hombres a caballo, mulas de carga, alabarderos, guardias montados, labradores con picos que abrían paso en los sitios más difíciles y aquellas tres literas como tres escarabajos en una fila de hormigas, la del Emperador, con Don Luis a caballo al lado, y las de las dos reinas.

Pasaron pueblos, campos, montes. Llegaron a Burgos, a Valladolid. Las ciudades salían a recibir la caravana. Campanas a vuelo, cabalgata de señores, pendones, discursos, largas liturgias a las puertas de los templos y las residencias.

Cuando entraron en tierras de Extremadura se hizo más patética la soledad y la desesperada caminata del cortejo. Días en castillos. Hasta que empezaron las estribaciones de la sierra. Casi tenían que hacer el camino por donde avanzaban. Se hacia alto para esperar que los labriegos aplanaran la torcida ruta de cabras o buscaran el paso más llano por los torrentes.

Los labriegos se acercaban al cortejo con la gorra en la mano y el azadón al lado.

Se arrodillaban para ver pasar lentamente la negra caja cubierta de cortinas donde iba él. De los pueblos salían los curas con sus acólitos, la cruz alta, la capa pluvial, el incienso y la salmodia de latines.

Cuando al fin llegaron a Jafandilla, al castillo del conde de Oropesa, tuvieron que quedarse por meses porque la casa nueva no estaba terminada.

Allí fueron las despedidas de alabarderos, guardias montadas, servidores. Lo que lo siguió el día de llegar a Yuste fue un flaco montón de gente con aspecto de penitentes.

A la puerta del monasterio estaba el Prior con su cruz alta y su séquito para saludarlo y precederlo al interior de la iglesia con su larga bóveda lisa. Habían llegado.

Quijada les describía el reducido tren de la nueva residencia. No más de unos cuarenta servidores, casi tantos como los monjes del claustro. Secretarios, maestresalas, barberos, cocineros, el gordo cervecero holandés con sus pailas de cobre, los médicos y Juanelo el florentino, que fabricaba y cuidaba los relojes. Quedó muy poca guardia.

Los primeros días fue difícil acostumbrarse a las muchas fallas y a las nuevas condiciones reducidas. Habían llegado al recinto final.

Cuando Don Luis logró regresar por un tiempo de Yuste vino con él la figura del Emperador en el retiro. Había querido despojarse de todo el poder pero no lo lograba.

El poder estaba en su persona. Pretendía quedarse en soledad y oración pero a toda hora llegaban hasta el remoto monasterio los correos, las misivas, los grandes señores, sus hermanas las reinas y los mensajes constantes de sus hijos, la princesa Gobernadora, Doña Juana, y el nuevo rey Felipe, que no había regresado todavía de Flandes.

El mundo lo cercaba y lo acosaba. "Que hablen con Doña Juana, que hablen con el rey, mi hijo.» Don Luis describía con detalles la vida monótona del refugiado.

Las devociones y sacramentos, los Oficios de todas las horas, las lecturas piadosas, el conversar con Luis Quijada o con algún viejo amigo recibido excepcionalmente.

Se iba a mirar el parque y el estanque de las truchas, y observaba embelesado a Juanelo mostrarle sus más nuevos e ingeniosos relojes.

El Emperador quería que Don Luis se quedara a acompañarlo. "He tratado de excusarme pero tendré que hacerlo. Mi señor me necesita, y yo debo estar junto a él…» Se comenzaron los preparativos para el traslado. En Cuacos, la aldea junto al monasterio, había dispuesto arreglar una casa. "No va a haber mucha comodidad, Magdalena.» «¿También iré yo?» «Tú y el niño antes que nadie", le había dicho.

Alguna vez se había atrevido a preguntarle: "Tía, ¿quiénes son mis padres?». Se daba cuenta de que buscaba evadir la respuesta. "Tu padre es un gran señor, un muy gran señor. Yo misma no sé quién es, pero algún día lo sabremos todos.» Lejos debía estar la ocasión, entre los largos y lentos días del castillo. Preguntaba a Galarza y a los clérigos por los grandes señores de la corte del Emperador, le nombraban arzobispos, duques, condes y secretarios poderosos. Volvía y volvía a mirarse la cara en los espejos. Buscaba las facciones de aquel desconocido padre. Si existía, por qué no lo llamaba y se daba a conocer. Don Luis debía saberlo. ¿«Quién es, señor»? "No puedo decirte nada ahora, Jeromín, pero lo vas a saber y te contentarás mucho.» Las gentes del castillo hablaban de sus padres y sus pueblos. "Por el alma de mi padre», "decía mi padre, que esté en la Gloria". Sólo él no podía hablar así. No podía ir más allá de decir, con mucha incomodidad, "mi tía», o a lo sumo "mis tíos».

Una noche, en vísperas del viaje, se despertó en un alboroto de muchas voces. Un gran resplandor penetraba en su cuarto. Se oía un crepitar de fuego y penetraba un humo acre. Don Luis entró, a medio vestir, para tomarlo en brazos y sacarlo hacia el corredor. Los criados subían con cubos de agua para arrojarla al incendio. Ardían muebles y tapices. Cuando se apagó el fuego, cada quien tenía una versión de lo que había pasado pero todos lo miraban a él como si acabaran de encontrarlo por primera vez.