En la naturaleza del Señor y en la significación de la Pasión. ¿Qué era lo verdaderamente importante? ¿Las buenas obras o la fe profunda y total en Cristo? «Se perdió Juan, se perdió.» "Irás tú acompañando a Magdalena, así lo quiere la princesa, le había dicho Don Luis.

Salieron en la alta madrugada, Doña Magdalena en su litera y él a caballo junto a Galarza y la gente de servicio. El camino se iluminaba de candiles y hachones de la gente que concurría a Valladolid para el Auto de Fe.

«Va más gente que para la Feria de Medina del Campo«, le comentaba Galarza.

Todos marchaban como en procesión. Todos de luto como para un entierro. Qué extraña feria aquélla. La terrible feria de la herejía y de la muerte.

Se oía el doblar de las campanas que tocaban a muerto. Las gentes vestidas de oscuro, negras colgaduras en los balcones, y a cada trecho se alzaba desde una tarima la voz de un predicador. Hablaban del demonio, de la justicia de Dios, del horror de la herejía. Pedían el fuego del Infierno.

El grupo de Doña Magdalena llegó al palacio del conde de Miranda. El conde y su esposa los recibieron en la ancha portada. Hubo las reverencias y presentaciones.

«Este es Jeromín.» A poco de llegar, le dijeron a Doña Magdalena que vendría a visitarla una de las mayores damas de la princesa Gobernadora. Era una visita insólita que debía tener algún motivo excepcional.

«Galarza, ahora más tarde lleve usted a Jeromín a recorrer la ciudad.» Querían alejarlo, era evidente.

Entre la gente aparecían, abriéndose paso y deteniéndose en las plazas. flotando sobre las cabezas desde sus cabalgaduras, los familiares del Santo Oficio que pregonaban el bando del Auto de Fe. Al paso se detenían a oír algún predicador, era la misma prédica que se encendía y apagaba de esquina en esquina. Las iglesias estaban repletas de fieles. Galarza lo encaminó hacia la Plaza Mayor. Todos hablaban. «Esta tarde es la Procesión.» «Esta noche es la Vigilia.» «Llegó Su Alteza, la princesa Gobernadora» «No sólo Doña Juana, también el príncipe Don Carlos.» «Llegó el Arzobispo de Sevilla.» «Llegó el Consejo de Castilla.» «Yo acabo de ver al Gran Inquisidor entrar al Palacio.

En el centro de la Plaza Mayor emergía el tablado para la Inquisición y los penitentes.

En lo alto el altar, luego los estrados para los inquisidores, las gradas de los penitentes, una alta tribuna para el predicador y los relatores, y otra más baja a la que subirían de uno en uno los herejes para oir sus sentencias. Una doble valía de maderos cortaba la multitud desde la Cárcel de la Inquisición hasta el tablado. Galarza le explicaba. Por allí saldría la procesión de los penitentes, con sus sambenitos y corozas, acompañados, cada uno, por dos familiares del Santo Oficio. Los llevarían a las gradas. Los irían llamando uno por uno. «El primero será el doctor Cazalla.» ¿Qué aspecto tendría?

«¿Los van a quemar vivos aquí?» Galarza le explicaba que no a todos, algunos se habrían arrepentido y abjurado, ésos irían a pagar su pecado en las prisiones de la Inquisición. Otros serían quemados pero no allí.

El Escudero lo llevó a la Puerta de Campo, donde estaba instalado el quemadero.

Quince tablados de madera, cada uno con su montón de leña seca y un palo para amarrar al supliciado. En el centro se alzaba un grueso madero con una argolla de hierro.

Era el garrote.

Mucha gente pululaba entre los patíbulos y el garrote. Había vendedores de comidas con humo de fritanga.

Jeromín oía con susto. Sobre cada uno de aquellos montones de leña iba a arder un cuerpo. «Debe ser horrible, Galarza.» «A muy pocos los queman vivos.~ A los otros, una vez reconciliados, los estrangularían en el garrote y luego el cadáver seria quemado en la hoguera, como los corderos que asaban enteros en las fiestas de Villagarcía. Ahora no serian corderos. ¿Cómo ardería un hombre sobre la hoguera? Se iría quemando disparejamente. La llama sube y coge fuerza. Se consumirían las ropas para dejarlos vestidos de puro fuego.

Galarza trataba de calmarlo y le explicaba que allí no irían ni la realeza, ni los señores, ni mucho menos los dignatarios de la Iglesia y el Santo Oficio. Ellos juzgaban y condenaban. «Luego los entregan al brazo secular.» ¿Cuál era ese brazo?

Arrieros, mendigos, viejas busconas, muchachos desarrapados, vendedores de imágenes y de granjerías. Los pregones y los comentarios se mezclaban. Algún ciego con su mozo. Mozas de bata y fregado oían absortas las explicaciones de algún jaque mal encarado. «Que no los van a quemar vivos. Yo se lo digo que he visto mucho de esto.

Que primero los matan en el garrote y luego los queman.» «Pero a algunos los quemarán vivos.» Se persignaban las mujeres.

Viejas borradas en sus trapos verduzcos asomaban el ojo por entre el embozo Un muchacho las tropezaba. «Que te lleve el diablo.» «Que te lleve a ti, vieja bruja.» «Buena barbacoa habrá aquí mañana.«Un bachiller pálido y solitario decía entre dientes: «Con el rey y la cruzada y la Santa Inquisición, chitón». «Hay leña verde para que arda más lentamente.» «Yo no espero sino a que traigan al Arzobispo de Toledo para verlo arder con mitra y todo.» «¿El Arzobispo de Toledo?» Galarza trató de explicarle. Si iban a quemar al Arzobispo de Toledo, en quién podía confiarse. Galarza se enredaba: «Su Eminencia ha sido detenido, es cierto, pero todavía no se sabe qué puede pasar con él».

Recordaba haber visto llegar a Yuste el Arzobispo de Toledo. Bajo un gran palio, montado en una fina muía blanca, el ancho capelo sobre la cabellera canosa, envuelto en una inmensa capa roja que caía sobre las ancas de la bestia, echando bendiciones a la gente que se arrodillaba a su paso. Estaba ahora allí mismo en la ciudad, metido en un calabozo de la cárcel de la Inquisición. «¿Cómo puede ser un hereje el señor Arzobispo?» «Calla, Jeromín, que eso no es para nosotros sino para los muy grandes doctores. «Les costó trabajo penetrar en la Plaza. Comenzaba la procesión solemne del Santo Oficio para llevar la Cruz Verde al altar. De dos en dos, con cirios en las manos, avanzaban frailes de todas las órdenes. Atrás aparecieron los inquisidores, el fiscal, el Alguacil Mayor. Al final venia una gran cruz verde, bajo palio, envuelta en crespón de luto. Ya oscurecía cuando la colocaron sobre el altar, con cuatro hachones encendidos en torno y una guardia de frailes y soldados.

Al regreso a la casa Jeromín oyó los comentarios sobre la visita de Doña Leonor Mascareflas. Era la principal dama de la princesa Gobernadora. Durante la mayor parte de la visita se apartó a hablar a solas con Doña Magdalena. Seguramente le hablaría de su hermano, Don Juan de Ulloa, que iba a ser sentenciado al día siguiente.

Jeroinín la halló en el Oratorio. «¿Qué ha pasado, tía?» «Muchas cosas, de eso tengo que hablarte.» Se sentaron juntos. «En medio de tanto dolor y tanta vergüenza, esta excelente señora me ha traído el consuelo de que mi hermano Juan no va a ser condenado a muerte.» «Eso no borra el horror de su herejía, una gran mancha de pecado ha caído sobre él y sobre todos nosotros.» Por un momento cambió la expresión. «También me trajo gratas noticias que debo comunicarte.» «Era de ti que quería hablarme, Jeromin. Doña Juana, la princesa Gobernadora, quiere conocerte. Se interesa por ti.» Lo que había vislumbrado desde el regreso a Villagarcía, lo que creyó ver en los rostros de los cortesanos en Yuste. Lo que se había ido insinuando y asomando en tantas formas en esos años se iba a revelar finalmente. Podría conocer a su padre.

«¿Qué debo hacer?» «Mañana estaremos sentados en el balcón al que irán la princesa, Don Carlos y su séquito. Cuando ella se detenga delante de nosotros debes inclinarte y besarles la mano.» Fue mala aquella noche. Veía los haces de leña del quemadero ardiendo y las figuras de los penitenciados cubiertas de fuego, contorsionándose, gritando, soltándose de las amarras, saltando de una hoguera a la otra. Veía al Emperador en su sillón de Yuste, que le tendía las manos, que le iba a decir algo pero no lo podía oír, era muy débil su voz.

Se levantaron para salir en la oscuridad. Iban en grupo Doña Magdalena, su hermana Doña Mariana, los condes de Miranda, Jeromín, algunos otros personajes, y los criados adelante tratando de abrirles paso entre el gentío. Lograron llegar al balcón.

Él quedó apretujado entre Doña Magdalena y Doña Mariana. Las dos desgranaban continuamente el rosario en los dedos.

Todavía no aclaraba cuando apareció en la Plaza el séquito de la princesa Gobernadora y del príncipe Don Carlos. El griterío se hizo atronador.

Jeromín, entre las dos mujeres, vio adelantarse con paso firme una rubia señora vestida de negro. En el cuello, en el pecho, en las manos le brillaban diamantes y perlas. Todos se inclinaron en reverencia. La sintió detenerse ante él. «¿Dónde está el embozado?», preguntó sonriente. Doña Magdalena lo tomó por el brazo y lo levantó, entonces la princesa lo abrazó y besó. Las gentes de abajo comenzaron a arremolinarse.

Lo señalaban con las manos.

No sabía qué decir ni dónde poner los ojos. Detrás de la princesa estaba aquel muchacho pálido, cabezón, que casi no pareció mirarlo. Era Don Carlos, el príncipe.

Apenas lo vio de soslayo. «Sigamos, señora», dijo a la princesa. Pero ella se detuvo un rato que a Jeromín le pareció muy largo. Lo miraba con fijeza. Le acarició la cara con su fina mano perfumada. Le había dicho: «¿No quieres venir conmigo?». Se apretó temeroso a Doña Magdalena. «Quiero quedarme con mi tía.» La oyó reír y perdió algunas otras palabras que dijo a las señoras. Se había ido, podía levantar los ojos. Ahora sólo veía la multitud en la Plaza y aquella colina de hábitos y cruces de los penitentes y los inquisidores.

Fueron subiendo al estrado los arzobispos, con sus altas mitras, los obispos, los inquisidores. El Gran Inquisidor Valdés que parecía la figura de la muerte. En el medio el gran estandarte de damasco rojo y la insignia negra y blanca de la Orden de Santo Domingo.

Se hizo un brusco silencio en el que se oyeron más hondas las campanas doblando a muerto. Comenzaba el desfile de los reos. Adelante venia el doctor Cazalla, sobre la cabeza el cucurucho de papel de la coroza. Diablos y llamas dibujados en ella. Sobre la sotana portaba la corta casulla amarilla, abierta por los lados, del sambenito.

A su lado iban dos familiares de la Inquisición que le hablaban continuamente. En su mano un cirio verde encendido. Detrás venían los otros penitentes. Al paso de cada uno subía o bajaba el griterío. Cuando asomó Juan de Ulloa comenzaron a llorar ahogadamente Doña Magdalena y su hermana. No eran las únicas. A cada persona conocida, noble, familiar, antiguo confesor o monja amiga, se oían llanto y exclamaciones de dolor.