Los más jóvenes eran la reina y Don Juan.

Se acercó a los señores y a las damas, pero al mismo tiempo comenzó a advertir que había otro mundo oculto en el que resultaban sorprendentemente distintas las mismas personas que creía conocer.

Un juego de intrigas se escondía debajo de las apariencias normales. Había un tejido de amores ocultos. Los sitios imaginarios o reales de encuentros clandestinos resultaban ser los menos pensables. El huerto de un convento, el taller de un artesano, el pesado armatoste de un coche detenido en la sombra, la casa de una pariente. Los hijos no siempre eran de sus padres legítimos. Se sabia con toda clase de precisiones quién era el padre del último hijo de esta o aquella dama. Lo sabían todos menos el orgulloso personaje de su marido. Se hablaba también del rey y de sus aventuras galantes. Se nombraba la dama que ahora gozaba de su preferencia.

«Todo el mundo lo sabe, desde que se casó no ha tocado a la reina, no ha pasado una sola noche con ella.» Los comentarios se disparaban. Los Embajadores recogían ávidamente las informaciones. En las distantes capitales los príncipes se divertían con aquellas picantes noticias.

Había quienes acusaban y quienes defendían. «Es todavía una niña, no le han venido sus reglas, sus besognes", como dicen los franceses.» «No es eso, el rey la ha encontrado sosa y pesada.» A ratos cruzaba sólido, refugiado en su sotana, con aire concentrado, Gonzalo Pérez.

«El hombre más poderoso del reino.» Había sido secretario de Don Felipe desde cuando era príncipe y lo había sido también del Emperador. Nadie conocía tanto los secretos de la Corte y del poder.

Don Juan lo miraba con sincera curiosidad. Debía saber todo del Emperador. Había sido testigo y parte de los grandes acontecimientos. ¿Cuántas cosas podría preguntarle?

No era fácil acercársele y plantar conversación con él. Siempre iba de prisa y metido en algo. «Mientras viva será el secretario del rey y ya tiene preparado a su sobrino Antonio para sucederle.» «¿Sobrino? Por allí me las den todas. Un hijo, un hijo sacrílego.» Había quién sabia más. «No señor, no es eso. Es sabido que de quien es hijo el famoso sobrino es de Ruy Gómez.» «¿Del príncipe de Éboli?» «Del mismo. Véale Vuestra Merced la catadura. En nada se parece a Gonzalo Pérez, es el vivo retrato de Ruy Gómez.» Don Juan lo había tratado. Era abierto, expansivo, gracioso y alardeaba de sus refinamientos y su cultura. En la conversación soltaba términos en italiano, en francés y en latín. Nadie se vestía con más lujo y rebuscamiento. Lo cubría un halo de penetrantes perfumes. Soltaba aforismos con tono juguetón.

Desde que lo encontró la primera vez sintió fascinación por aquel ser tan extraño, tan atractivo, tan misterioso.

«Lo que importa y es difícil es parecer joven de aspecto y tener toda la experiencia de los viejos. Aquí donde Vuestra Alteza me ve tengo ya cuarenta años de conocer la Corte. Es como silos reyes cambiaran y yo permaneciera. Mi tío, Gonzalo Pérez, lleva cuarenta años de servir en los más altos y reservados destinos al Emperador y al rey Don Felipe. Desde los comuneros, desde el señor de Chievres, toda la historia de la Corte está en él. Yo la he vivido en él. No vida imaginaria sino real y profunda.

Él me la ha transmitido desde que era niño. Me ha dicho a veces: "Te necesito para que puedas vengarme".» Citaba algún verso latino. «Hay que creer en el destino. Los romanos fueron grandes políticos porque creían en él. Yo siento cómo me lleva de su mano, pero sin que yo me deje arrastrar porque siempre voy con los ojos abiertos. Sé dónde me hallo, cómo entrar y cómo salir. Mi divisa es el minotauro en medio del laberinto: "Silentio et Spe".» Lo miraba moverse con segura soltura entre las mujeres. Las jóvenes, las maduras, las viejas sentían su sutil atracción. Conocía el arte de hablarles. Sabia embelesarías con un juego de palabras incitantes: «La victoria del amor, en rendir el ánimo y voluntad consiste, que todo lo demás no es sino trofeos y despojos de la victoria. O, si más cuadrare, posesión de lo vencido. No ofendan de que las trate de tiranas de almas, que no se contentan con que les rindan vasallaje los cuerpos, a que tienen derecho, sino que le quieren también de las almas y aun la adoración como ídolos».

Sentía gusto y curiosidad al acercársele e inquietud de lo desconocido. ¿Quién era aquel ser y qué había oculto en el fondo de él? Tan voluble como su lengua debía ser su pensamiento. Tan inasible y tornadizo. Era como contemplar a un maestro de esgrima hacer paradas, fintas y acometidas. Jugaba con las palabras y las actitudes, y parecía cambiar a cada instante de expresión y de tono. No se sabia si hablaba en serio.

Tenía algo de hechicero, con sus perfumes, sus pociones, sus secretos. Bastaba que apareciera para que se creara otro ambiente. Gastaba y regalaba con abundancia y se le suponía muy poderoso. «Va a serlo mucho más cuando muera el tío.» El rey mismo parecía sentir una predilección por él. «Lo prefiere a sus bufones», decían los malquerientes.

Era la segunda vez que nacía del fuego. La otra había ocurrido, años antes, en Villagarcía.

Lo despertaron en la alta madrugada de otoño. Sus hombres de servicio lo sacaron de la alcoba a medio vestir. La casa estaba llena de humo, olía a chamusquina y estallaba el crepitar de la llamarada por todos lados. Ardían los cortinajes, los tapices, las maderas pulidas. Doña Magdalena, Don Luis, los caballeros de su casa, las criadas corrieron hacia la calle. Se fue espesando el grupo de los vecinos asustados. La casa desde afuera parecía una visión de infierno, por las ventanas salían llamaradas y torrentes de humo negro. «Nada se va a salvar», gemía Doña Magdalena.

Tal vez era necesario que todo pereciera para empezar de nuevo. Sus gentes mostraban los pocos objetos y ropas que habían logrado rescatar. El crucifijo chamuscado que había estado en su cabecera desde Villagarcía. «Don Luis, su crucifijo. El fuego lo ha respetado dos veces.» Lo besó y lo dio a besar.

Los vecinos abrieron paso respetuosamente a un grupo de señores que se acercaba.

Era Ruy Gómez en persona que llegaba acompañado de la princesa de Éboli y de algunos familiares.

Con muy afectuoso interés se informaron de lo sucedido y dijeron su pesar. Nadie estaba herido. «Será un gran honor para nosotros que vengan para nuestra casa.» Hubo protestas de cortesía. «Nada de eso, nuestra casa es grande y no van a incomodar a nadie.» Era la princesa la que lo decía, muy solícita, sosteniendo a Doña Magdalena por el brazo. Al resplandor de la fogarada la observaba Don Juan. Se encendía y se apagaba al reflejo de las llamas como si revistiera sucesivos antifaces de colores. El parche negro era como un gran ojo que miraba hacia adentro.

Estuvieron largo rato viendo arder la casa. Los vecinos traían cubos de agua que arrojaban sobre el incendio. Al calor del fuego se unía el olor acre del trapo quemado.

Ya en la casa de los príncipes fue larga y accidentada la improvisación de la primera noche. Acomodar habitaciones, preparar camas, prestar ropa de dormir, hacer comentarios y burlas sobre las incomodidades y las situaciones extrañas. Fue una aproximación brusca y completa de gentes extrañas.

La princesa tomó el comando de las operaciones de instalación. «Calla tú, Ruy, que no sabes de estas cosas.» Ofrecía bebidas y mantas y traía ropa suya para Doña Magdalena. El más sereno y conforme era Don Luis. El más divertido con la circunstancia, Ruy Gómez.

Ahora los podía ver de cerca. La princesa era inquieta, agitada, dicharachera. Reía con facilidad de lo que había ocurrido y de sus propias frases. «Una debería estar preparada para estas cosas. Desde que la Corte se vino a Madrid no ha habido sino incendios. Son las casas nuevas y el desacomodo de las gentes en ellas. Se olvida una vela encendida, se vuelca un candil y hay también mucha mala voluntad oculta. ¿Saben lo que pasó con una criada morisca en la casa de mis primos? La incendió de propósito.» Con el día siguiente comenzó en su plenitud la nueva circunstancia. Era una extensa vivienda, llena de cuartos, pasadizos y escaleras en la que varias casas estaban entrelazadas por puertas y crujías. Había comenzado un nuevo tiempo.

El primer contraste que se le hizo patente fue el de Don Luis con Ruy Gómez.

Todo lo que en Don Luis era prudencia y paso de muía segura, callar y ver, palabras pocas y precisas, era ligereza y finura en Ruy Gómez. Nunca había visto tan de cerca a un hombre como aquél. Era el cortesano. Más tarde cuando leyó a Castiglione lo pudo comprender mejor. Revelaba vida interior, era preciso e ingenioso en la palabra, hacía observaciones penetrantes y tenía una manera de sonreír que podía ser al mismo tiempo benévola y burlona. Oía y podía irse de la conversación sin que aparentara perder interés. Cuando la charla se desbordaba en afirmaciones superficiales le bastaba una palabra, un guiño de la mirada, un gesto de la boca, para llevar las cosas a otro punto.

Todos sabían su astuta influencia sobre el rey, pero él lo aparentaba poco. Daba una impresión de seguridad difícil y diestra.

El contraste entre Doña Magdalena y la princesa de Éboli era todavía más grande.

Todo lo que era comedimiento y mesura en su «tía», era ímpetu, afluencia palabrera, cambios de voz, inquietud constante. Hablaba con las palabras, atropelladamente, pero también con las manos, los gestos y hasta los silencios. Negaba y afirmaba con vehemencia. «Eso no es así.» Calificaba con motes graciosos y disparatados a los más graves personajes, imitaba modos de hablar y de andar, irrumpía en risa sin motivo aparente.

«Han visto ustedes mamarracho semejante.» Hablaba de un gran señor o de una dama de la reina.

Lucía atractiva, a pesar de sus muchos partos. Cuerpo menudo, talle delgado, bellas manos volanderas, hermosas facciones, boca voluntariosa y aquel ojo izquierdo que se movía solo y como suelto en el aire. Y el parche negro que le daba aquel toque de extrañeza y hasta de maleficio a su presencia.

¿Qué ocultaba con el parche? Era la pregunta que todos se hacían. «Es tuerta. Le vaciaron un ojo de niña.» «No. Es bizca, mete un ojo y prefiere tapárselo para que no se lo vean.» «Tiene una nube.» Una mancha lechosa de ópalo, de cristal turbio, de madreperla, de luna velada. Era la Excelentísima Señora princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda, la esposa de «Rey» Gómez, la dama de la reina, señora de tierras y castillos, de vasallos y siervos. A espaldas de ella eran todas las cosas imaginables: la amante del rey, la «tuerta», la ambiciosa, la descocada e intrigante.