Después de los rezos y los cánticos de la noche de la Navidad la noticia llegó hasta el convento. Se habían alzado los moros. Habían entrado en los pueblos cristianos, quemado iglesias, profanado imágenes, degollado mujeres y niños. Habían proclamado un rey musulmán en Andalucía.

«Lo que se creyó que se había acabado para siempre hace un siglo, ha vuelto.» La sierra de las Alpujarras, tendida como un leopardo entre Granada y el mar, había sido el teatro. En alguno de sus perdidos pueblos, habían repetido el ritual milenario de consagrar a su rey. «¿Quién era?» «Un descendiente de los califas de Córdoba, viene del profeta por la línea de los Omeyas.» Mohamed Aben Humeya había sido proclamado rey de Granada y de Córdoba.

Se habían reunido con sus mejores trajes, alfombras rojas y azules cubrían el suelo.

A un lado los casados, al otro los viudos; al otro los mozos y al otro las mujeres.

Trajeron el Corán y los libros proféticos y empezó la salmodia en algarabía. Con los mismos ritos con que se proclamó a Abderramán III. Vestido de púrpura, solemne, con la tiara real en la cabeza. Los alfaquíes le habían recitado las suratas y le habían hecho las abluciones. Le pusieron al pecho y a la espalda las insignias del poder supremo. Luego se inclinó a los cuatro puntos cardinales, se quedó largamente mirando hacia Oriente. Después pisó la tierra desnuda y uno tras otro los nuevos dignatarios vinieron a besar su huella. «En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso», había dicho su proclama y nombrado sus ministros.

Faraz Aben Faraz, su justicia mayor, fue el que atacó a Granada aquella noche del 25 de diciembre. No pudo tomarla, pero a su paso por los pueblos de la sierra incendié, mató y profanó iglesias.

«¿Qué ha hecho el rey?», preguntaba Don Juan. Don Felipe estaba en Madrid, en su mesa de trabajo, leyendo papeles, oyendo y meditando.

«No voy a quedarme aquí», le oyó decir Quiroga.

…¿Qué hago yo aquí'?» Cada día eran peores las noticias. El rey mandaba tropas y auxilios. "Si yo fuera el rey, estaría allí.»Se está perdiendo tiempo, Quiroga. El Emperador ya hubiera estado en Granada a la cabeza de sus hombres. ¿Qué hace el rey? ¿Qué hago yo aquí? No era momento para contemplaciones y esperas, sino para ir con la espada en la mano a matar infieles. Recordaba lo que tantas veces habló con sus consejeros en la Galera Real. El Sultán Solimán llegó a las puertas de Viena, sus galeras atacaban los puertos de Italia y España. Barbarroja estuvo a punto de raptar a Vitioria Colonna para el serrallo de su señor. Ahora era Selim, el borracho, rodeado de sus jenízaros, sus renegados, sus mercaderes y hombres de armas, con sus bases en Argel y Túnez, agazapado para dar el salto sobre España. Ahora estaban alzados los moriscos de las Alpujarras, había un califa de Granada.

El rey resolvió comisionar al marqués de Mondéjar y al de Los Vélez para enfrentar la situación. No había entendimiento entre los jefes. La gente joven de la nobleza se ofrecía para sers ir en la guerra.»No puedo quedarme aquí. Estoy más obligado que nadie.~. Sin poderse contener más, escribió una carta al rey.

.'Su Sacra Real Majestad.» Hubiera tenido que decirle que él, su hermano, era la persona más señalada para dirigir la guerra. Decirle que era él y no otro quien podía poner término a las rivalidades de los jefes. Tenía que dar razones. «Yo soy hechura de V. M., como el barro en manos de su ollero», era él y no otro quien debía comandar, -el marqués de Mondéjar estaba encontrado con el Presidente y le obedecen pocos y de mala ganarme toca tan de cerca volver por la reputación, respeto y grandeza de V. ~ No haberlo hecho hubiera sido "ofender gravemente a mí amor, a mí inclinación y lo mucho que debo a V. M. si no hacia por mi este oficio». Borró, alteró, rehizo.

No era eso lo que hubiera querido decir. «Yo vuestro hermano, hijo de aquel hombre de guerra, no puedo quedarme mano sobre mano mientras en Granada cunde la rebelión de los infieles ~ los hombres que tenéis allí carecen de un jefe y se pelean los unos con los otros.» En el amanecer del 30 de diciembre salió para Madrid. Vería al rey, lo convencería y saldría de inmediato a ponerse al frente de las fuerzas.

Sería entonces cuando empezarían a conocerlo. No iba a quedar duda alguna sobre quién era él.

Apenas llegado a Madrid buscó a Antonio Pérez. «Entrégale esta carta al rey. Le ofrezco mis servicios para Granada. Esta es mi ocasión, la que he estado esperando por tanto tiempo. Las cosas de Granada están mal, yo soy quien puede poner orden allí entre tantas rivalidades y aplastar la rebelión. Dale mi carta, pero necesito hablarle.» Pasó un día, pasaron dos, pasó una semana. «¿Qué ha dicho el rey?» Nada había dicho. Había recibido la carta con los papeles del día y no la había devuelto con sus órdenes escritas. «No es mala señal», sugería Pérez, «significa que el asunto es importante y que está considerando lo que haya de hacer».

Se le fue amortiguando el ímpetu con el pasar de los días. Había visto al rey en la Corte. Lo saludó afectuosamente, pero no hizo ninguna referencia a la carta.

La princesa de Éboli le había dicho cosas atrevidas. «El rey tarda mucho en resolver, es su manera. Pregúntale a Ruy Gómez, pregúntale a Antonio, que lo conocen bien. Es rumiante como los bueyes.» Reía de su osadía. «Lo que preocupa al rey ahora no es Granada ni los moriscos, es otra cosa, es buscar una reina. Necesita un heredero y no lo tiene. Necesita un vientre.» Se hablaba de la princesa Ana de Austria, hija del Emperador Maximiliano II. «Es su sobrina y prima, ¿no te parece incestuoso?» Antonio Pérez trasladaba el problema a la pugna entre los bandos de la Corte. «Quiera o no Vuestra Alteza.» Decía «Alteza» en un tono lleno de repercusiones subversivas.

«Se os mira como parte del bando de Ruy Gómez. La gente de Alba nos detesta.» Con Quijada hablaba de la guerra. «La situación es mala. No hay unidad de mando, los jefes se odian entre sí, se pierden las ocasiones, se malbaratan hombres y recursos.

Aquéllas no son tropas del rey, sino partidas de bandoleros. Saquean los pueblos, roban, degüellan, queman las poblaciones y desertan con el botín. El Emperador no toleraba eso.» Se ponía entonces a rememorar viejas campañas.

Antonio lo invitaba a fiestas en su residencia de La Casilla. Eran reuniones espléndidas con música y representaciones. Bellas mujeres, jóvenes nobles y un ambiente de lujo y despreocupación. Maria de Mendoza asistía.

Le decía a Quiroga. «Ya debería estar en la sierra de las Alpujarras a la cabeza de las tropas del rey. Aquí estoy detenido, retrasado, cobarde.» Pérez, en los peores momentos de su desesperación, le daba consejos extraños: «Tened paciencia, el rey os está probando. Lo que quiere es ver hasta dónde llega la obediencia y la devoción por él. No cometáis la locura de mostrar descontento. Yo lo conozco y siento que el momento se acerca en que os va a llamar».

La princesa de Éboli pensaba de otra manera. «Qué triunfo ni qué niño muerto, conozco muchos que se han muerto de viejos esperando que el rey los llame. La Corte está llena de esa clase de "triunfadores". Algo gordo tendría que pasar para que Su Majestad salga de sus dudas y de su dejadez.» Se comentaba la discordia de los jefes. «Mondéjar está viejo y es muy contemporizador. Mira a los moriscos como gente suya. Desde su padre, el conde de Tendilla, hasta su hijo, han vivido con los moros. No los miran como los miramos nosotros.»

«Si el marqués de Los Vélez tuviese el mando supremo ya esto se habría acabado, pero cada quien anda por su lado; el Presidente Daza y hasta el mismo Arzobispo tienen quién los oiga y menos quién los obedezca.»

«No se puede contar con nadie», decía Ruy Gómez, «no se sabe quiénes son los traidores y quiénes los leales. No han renegado de su fe sino de la boca para afuera».

En el interior de las casas del Albaicin se vivía como en tiempos de Boabdil, sacaban sus libros sagrados de los escondites y tenían sus alfaquíes. En lo alto de la ciudad estaba la Alhambra como un desafío. Se denunciaban al entrar, se les encendían los ojos, miraban los arcos, las delgadas columnas, el tejido de los frisos, el canto del agua en las fuentes.

Más que de Granada se hablaba en la Corte de la boda. Iba a ser la cuarta boda del rey. «Las mujeres han pasado por su lado como sombras: el tiempo de darle un hijo como Don Carlos o unas infantas.» Tres grandes pompas fúnebres de reinas se habían sucedido. Era la misma ceremonia las mismas colgaduras, los mismos oficios fúnebres, los mismos sermones de pavor. «Si nuestra futura soberana no le da un heredero, qué va a pasar con estos reinos.» En las noticias de Granada se mencionaba pueblos borrados en lo más áspero de los montes, de los cuales nunca se había oído el nombre: Lecrin, Orgiva, Laujar, Porqueira, Jubiles, Uguijar, Paterna.

No decidía nada el rey. Con la mirada, a veces, parecía decirle dudas, promesas o desdenes. Si el rey le llamara y le ordenara salir a ponerse al frente de las tropas en Granada, ¿qué haría? No había estado nunca en una guerra. Conocía hasta la saciedad los ardides y disposiciones del Emperador en los combates. Luis Quijada los conocía todos y se los había explicado. No conocía los hombres, ni conocía el país.

Tendría que oír mucho, que ser muy cauto, iban a estar observándolo con ojos despiadados. Iban a darse cuenta pronto de sus fallas y de sus torpezas. Tendría que estar a la merced de las opiniones de aquellos jefes que lo verían con desdén.

«De un momento a otro os va a llamar Su Majestad», era Ruy Gómez quien lo afirmaba. Antonio Pérez lo confirmaba: «Para que se acaben las querellas tendrá que enviar a su hermano».

Ya era abril cuando el rey lo llamó: «Iréis a Granada. Es lo que he decidido después de mucho pensarlo». Hablaba como si se tratara de una cuestión de rutina. «Todo se hará para que tengáis los apoyos y los recursos necesarios.» Respondió las frases más banales de gratitud. Le besó la mano y salió apresurado.

Eran muchos los condicionamientos y limitaciones con que iba. Luis Quijada estaría a su lado en todo momento, debía consultar con él y oír los pareceres de los marqueses, del Presidente, de los consejeros. Vendría desde Italia con las galeras Don Luis de Requesens; debía permanecer en Granada y no tomar parte en la acción. Su primer sentimiento fue de indignación. «Se me cree un incapaz.» Le imponían un papel pasivo de retaguardia. «Esto es una humillación.» Trabajo le costó a Quijada convencerlo de que no protestara. «Comprendo lo que sentís, pero es vuestra oportunidad.