Millares de viejos, mujeres y niños, sacados de sus casas, se habían hacinado en la plaza. Las autoridades eclesiásticas, con sus cruces y pendones; las tropas tendidas, un redoblar fúnebre de tambor. Resonaba la algarabía. «Nos llevan a matar. Nos van a degollar a todos como carneros. Queremos morir en nuestras casas.» Don Juan salió a presidir la triste escena. Ahora era él a quien se dirigían las súplicas. Trató de alzar la voz en el clamor. «No los van a matar. Es la voluntad del rey.

Van a otras tierras, donde vivirán mejor y más tranquilos.» «Ésta es nuestra casa, ésta es nuestra ciudad, somos de aquí, no recordamos haber vivido nunca en otra parte.

Aquí están los huesos de nuestros muertos.» Entre las filas de soldados fue bajando hacia la Vega el rebaño humano. Don Diego Hurtado, en su modo peculiar, dijo más tarde algunas oscuras palabras. «Ésta ha sido su patria por más de setecientos años. Los intrusos somos nosotros. Fueron ellos los que hicieron todo lo que aquí hay. Los palacios, las acequias, los muros, la tierra cultivada. ¿Quién lo va a hacer ahora?» En algún recoveco de las Alpujarras estaría Aben Humeya, con sus guerreros y sus alfaquíes rezanderos. Era el soberano de una dinastía más vieja que la de Don Pelayo. Podía desafiarlo a un combate singular y decidir en un solo duelo personal aquella lucha. Don Luis Quijada sonrió paternal: «No sería aconsejable, señor. Este no es un rey, a lo sumo un cabecilla. Cuando Su Majestad Imperial desafió a Francisco 1, era el rey de Francia a quien desafiaba para poner fin a una guerra entre dos grandes reinos cristianos. Éste no es el caso ni puede serlo».

Las noticias repetían la misma exasperante incertidumbre. Se había derrotado a los moriscos en un punto cuando, simultáneamente, había sido necesario retirarse en otro. Quijada se exasperaba. «Qué clase de jefes son estos que no logran poner orden en su gente. Qué clase de tropas. No son soldados, señor, son ladrones y pandilleros, saqueadores, buscan el botín y huyen. Los batallones se hacen y se deshacen como tropeles de cabras espantadas.» Pasaban los meses y la guerra seguía estando lejos, en aquellos nombres del mapa que le señalaban sobre la mesa. En agosto Los Vélez derrotó a Aben Humeya en Béjar.

Había logrado huir y se estaría rehaciendo para recomenzar. En septiembre el rey llamó al marqués de Mondéjar a Madrid. Quedaba el campo libre para el marqués de Los Vélez. En octubre llegó la noticia de que habían matado a Aben Humeya sus propios hombres. Era la traición por la sospecha de la traición. Gente de su tío Aben Aboo lo había estrangulado y decapitado y luego arrojaron el cuerpo a un basurero. Quijada opinaba que con el nuevo rey la guerra debía hacerse más dura y sangrienta.

«Yo no voy a soportar ni un momento más esta situación», le había dicho a Quijada.

Las cartas que recibía del rey no variaban de tono, siempre era el mismo mensaje prolijo, con muchas recomendaciones de prudencia. Las cartas de Ruy Gómez eran más directas y le daban pie para mejor esperanza. Las de Antonio Pérez, siempre acompañadas con algún pomo de perfume o algún pañuelo de batista, le hablaban sobre todo de la Corte. Ya era un hecho el nuevo matrimonio del rey con su sobrina, Doña Ana de Austria. «Ahora no están para guerra, sino para bodas y tornabodas.» A veces se deslizaba un recuerdo: «Doña Ana, mi señora, no os olvida».

Para noviembre llegó la esperada decisión. El rey lo autorizaba a salir a campaña pero bajo un pesado fardo de recomendaciones y limitaciones. Debía aconsejarse con Don Luis Quijada, con el Comendador Mayor Requesens («¿es mi teniente o es mi jefe?»), con todo aquel numeroso y variado conjunto de rivalidades. Don Luis trataba de sosegarlo. El rey no quería que se expusiera, no sólo por cuidado de su persona, sino también de su prestigio. («No confía en mí, no me cree capaz de comandar efectivamente. «) Había que planificar la campaña, escoger los sitios y las rutas, preparar los encuentros, contar con todas las garantías de triunfo. («Parece que voy a un desfile de honor y no a la guerra.») Decidió hacer una primera salida contra el cercano poblado de Guéjar. Se dividieron las fuerzas en dos cuerpos para converger finalmente en el ataque al poblado. Una bajo el mando del duque de Sesa y otra bajo su jefatura personal. Salieron en la helada noche de diciembre rumbo al Este, marchando en silencio, bajo la dirección de los guías más expertos. Marcharon por horas, torciendo a un lado y otro, en busca de las luces del poblado. Llegó la hora convenida pero no se vislumbraba el lugar. Los guías daban contradictorias explicaciones. Don Juan, exasperado, pedía acelerar el paso. La noche se fue en la marcha. Ya amaneciendo llegaron al poblado para hallar que las fuerzas de Sesa habían tomado el pueblo. «Buen papel me han hecho hacer›~, dijo con furia.

Ahora la guerra era suya. Mondéjar estaba en Madrid, a Los Vélez lo encontró en Huéscar. Venia de vuelta, mohíno y soberbio. Se le veía el disgusto. A las ofertas de Don Juan de contar con él para todo, replicó orgulloso: «Yo soy el que más ha deseado conocer de mi rey un tal hermano y quien más ganara en ser soldado de tan alto príncipe; mas, si respondo a lo que siempre profesé, irme quiero a mi casa, pues no conviene a mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra».

Fuera de Luis Quijada ya no quedaba nadie que le pudiera poner reparos o contrariar sus intenciones. El mismo Quijada había cambiado de tono.

Ya no dependía de nadie sino del rey y el rey estaba lejos, entregado a su boda.

Le quedaba la sombra de Yuste. La casa entre los árboles, la estancia oscura, la voz temblorosa. Era sólo a aquel a quien debía rendir cuentas.

Las tropas avanzaban por las Alpujarras. Los acompañaban el duque de Sesa, la Favara y Requesens.

Fueron las tropas convergiendo hasta que, a comienzos de enero, tenían cercada a Galera. La alta población estaba sobre un largo arrecife rocoso, encallada como un barco. La rodeaban murallas y barrancos.

Organizó trincheras, colocaron los cañones, a ratos trabajaba de sus manos junto a los soldados. Comenzó el ataque con un cañoneo constante contra la muralla hasta que se abrió una brecha. Por ella se precipitaron los asaltantes. La resistencia de los moriscos fue más de lo esperada. Combatían hombres y mujeres entre el polvo y la humareda del boquete. Vio comenzar el repliegue y trató de contenerlo. No fue posible.

Con paciencia se puso a los preparativos de un segundo asalto. Reforzaron el fuego de artillería y cavaron una profunda mina bajo la muralla. Aquel segundo intento fue desastroso. Por el hueco abierto se precipitaron capitanes y soldados, pero adentro los moriscos combatían con furia. Espada en mano, contra los consejos de Quijada, él mismo se metió entre sus hombres. Sintió aquella embriaguez exaltante, entre los gritos, el alboroto confuso, las piedras, los disparos, no veía sino aquella cambiante cercanía móvil de rostros y manos que lo asediaban y sobre la que lanzaba sus tajos.

Por un momento perdió la noción de su propio ser, borrado en aquel loco impulso de acometividad ciega. Avanzar, golpear con una furia incontenible. Una bala de arcabuz golpeó su armadura y lo hizo caer. Quijada surgió a su lado para recogerlo. «No es éste el lugar de un jefe.» Tocaban retirada las cornetas. Entre el desorden de los que pugnaban por salir, regresó a su comando.

Dentro y fuera habían quedado centenares de muertos y heridos. Formas torcidas, apayasadas, risibles, de los cuerpos muertos sobre el suelo quebrado de la colina, clamor de los heridos y aquel olor acre de pólvora, de tierra, de excremento. Se extendía el terrible desorden del repliegue. «La guerra huele a mierda», lo había pensado ya ante el primer hedor que le llegó de los galeotes en la galera capitana. Lo confirmaba ahora en aquella cuesta de muertos y quejumbres de heridos. A su lado estaba Don Luis. sufrido, calmo, dando disposiciones. «Son más duros de lo que creíamos.» «Yo sólo sé que me la van a pagar», rugía Don Juan. «No voy a dejar piedra sobre piedra, pasaré a cuchillo toda esa gente y sembraré de sal la tierra para que nunca más pueda asentarse aquí nadie.» Hubo que abrir grandes fosas para arrojar dentro los muertos. A los capitanes se les hizo tumba aparte, con una tosca cruz de madera y un nombre sobre una tabla.

Recuas de acémilas salieron para Huéscar llevando los heridos.

La tercera tentativa se preparó con fría determinación. Todo lo vigilaba él para estar seguro de que nada iba a fallar. Con Quijada a su lado dispuso la artillería, los grupos de asalto, hizo abrir una profunda mina en la que puso una enorme carga de pólvora. El día del asalto todos en fila aguardaron tensos la explosión. Estremeció el espacio de cerro en cerro, de oquedad en oquedad. Volaban las piedras de la muralla y en una avalancha de tierra caían los muros de la fortaleza abriendo una ancha brecha por la que, a pie, a caballo, con arcabuces, con lanzas, con espadas, irrumpieron los cristianos. Como a contra corriente subió la ola humana por las calles empinadas. El incendio se extendía de casa en casa. Con el atardecer, montones de muertos, recuas de mujeres y niños, llenaban el espacio. Todo era saqueo y degollina. Soldados cargados de botín salían pesadamente como grandes escarabajos.

«Ya es tiempo de parar esto.» «¿Quién lo va a parar?» «Que salven las mujeres y los niños», ordenó al fin Don Juan. De las ruinas humosas, en las últimas luces de la tarde, entre filas de soldados, salía la manada de los vencidos. Casi no quedaban hombres.

Por la noche, en el campamento, Don Juan preguntaba y oía. Era como otra batalla diferente la que surgía de las palabras. Lo que él había visto y lo que no había visto.

La guerra era como una gran borrachera. Nadie sabía lo que había hecho. De lo que cada quien creía haber visto se pasaba a lo que nadie recordaba. Hasta que cayó pesadamente en el camastro sin tiempo para desvestirse.

Desde el día siguiente tomó las disposiciones para seguir a Serón, una aldea cercana, donde esperaba poca resistencia. «Al paso que van las cosas, esta guerra está terminada.» Dos columnas atacaron el pueblo. Una comandada por Quijada y la otra por el Comendador Requesens. Había nieve en las rutas y el aire frío mordía las carnes. No se esperaba mucha resistencia, pero para su sorpresa hallaron que la plaza había sido reforzada la noche anterior. «Hernanado El Habaqui, teniente de Aben Aboo, los ha reforzado.» Quijada, a la cabeza de su gente, fue el primero en llegar. Todo parecía fácil. Los pocos soldados moros se replegaban y las tropas cristianas iniciaron el saqueo y el desorden. De pronto surgieron tropas musulmanas ocultas en las casas. Cundió el pánico. Los soldados huían cargando con su botín. Don Juan, con un grupo de capitanes, se lanzó a poner orden y restablecer el combate. Quijada cayó al suelo y sangraba copiosamente de una herida de bala en el hombro.