Desde el primer día se reunió con el virrey y los consejeros para hacer cuenta del estado de los preparativos. Los millares de hombres, el número de galeras, el inventario de las armas, las municiones y las vituallas. Parecía faltar muy poco. Granvela se mostraba preocupado por lo avanzado de la estación. Se hacían cálculos de la fecha en que se podría partir con la flota combinada desde Messina en busca de las galeras del Sultán hacia el Este. «De ahora en adelante cada día es precioso. Ya septiembre es tarde y octubre seria muy riguroso.» A veces sentía física la pesantez de aquel inmenso cuerpo extendido por tierras y aguas de soldados y barcos que no terminaban de ponerse juntos.

Fue aparatosa la ceremonia en la Iglesia de Santa Clara. Don Juan salió del palacio vestido con sus arreos de guerra, la coraza labrada en oro vivo relampagueaba en el duro sol del verano.

A la puerta del templo lo aguardaba el Cardenal Granvela en todo el esplendor de sus ornamentos, apoyado en su alto cayado de metal dorado, la mitra le daba más imponencia y la barba blanca muy cuidada se abría sobre el pecho y la cruz de oro.

Parecía sentir que era él mismo y nadie más quien iba a encomendarle a aquel joven el mando efectivo para la gran cruzada. Entre el trueno de los órganos y las voces de los coros llegaron ante al altar mayor. Allí se desarrolló el ritual. Hubo sermón, mensaje del Papa, exaltación de la gran misión redentora que iba a poner fin al abominable dominio de los turcos en el viejo mar, pasaban evocaciones de Jasón y de Eneas, de la tierra de Jesús y de un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan.

Granvela tomó del altar el bastón de mando. Consistía en tres varas unidas por lazos de oro. Los tres mandos juntos del Papa, Venecia y España. Lo alzó como una joya sagrada. Tomó tiempo para dejárselo en las manos. Don Juan lo apretó con fuerza y sintió un vaho de calor que le subía hasta la cabeza. Era aquello el mando supremo que ahora estaba en sus solas manos. Paseó la mirada por los rostros expectantes o curiosos y levantó el bastón en alto, al tiempo que un gran clamor subió de todas las bocas. Luego vino la entrega del gran estandarte plegado. Seguido del gentío, Don Juan emprendió la marcha hacia el puerto. Así llegó al costado de la Galera Real. De inmediato comenzó la maniobra de izar el estandarte hasta que del largo de sus siete metros comenzó a flotar en la brisa sobre la galera. Era de un brocado azul y tenía en el centro un crucifijo, orlado de adornos de oro y plata, debajo las armas del Papa con las del rey de España y las de la Señoría de Venecia. Comenzaron a tronar los cañones de las galeras y de la costa.

Desde los días de Génova había escrito y recibido cartas de García de Toledo, marqués de Villafranca, que ya viejo y achacoso estaba en Poggia tomando baños sulfurosos. El viejo marino conocía la guerra en el Mediterráneo como nadie; desde los tiempos del Emperador había combatido con los turcos con buena y mala suerte y se sabia todos los lances posibles y las experiencias del combate de galeras. Aconsejaba prudencia, temía lo avanzado de la estación para iniciar una campaña y de muchas maneras parecía desaconsejar arriesgarlo todo en una acción decisiva contra los turcos.

Lo irritaba aquel razonar frío y lejano de la letra escrita. «Puede que tenga razón, pero ya en la situación en que me hallo no hay tiempo ni para rectificar ni para aguardar a mejor época.» En sus cartas cargadas de reminiscencias de viejas campañas aludía con frecuencia a Carlos V. Era como si el hombre de Yuste le dirigiera consejos. «Es bueno ser prudente, pero no hasta la indecisión, Juan de Soto.» Luego, para darle ánimo y para aplacar las dudas: «Yo sé lo que él hubiera hecho en mi caso. Una cosa es aconsejar con toda la prudencia imaginable y otra cosa muy distinta es tener la responsabilidad de comandar una armada hasta la victoria». Instintivamente tomaba el bastón de mando y se lo ponía ante los ojos, como un talismán. Era para eso que lo habían puesto allí, para comandar y decidir, para llevar hasta su término triunfal la temible campaña.

«Es ahora o nunca, con buen o mal tiempo, con todas las ventajas o sin ellas, que se va a decidir el destino.» Llegaban tardías noticias de las actividades marinas de los turcos. La formación y preparativos de la Liga Santa y su concentración de naves había dejado desamparado el ancho mar. Desde el Egeo hasta el Adriático las galeras de Selim atacaban puntos, tomaban presas y se sentían dueños de la situación. Chipre parecía condenado y se esperaba de un momento a otro su rendición. Se sabia que el Sultán, conocedor de los preparativos cristianos, organizaba sus fuerzas de mar, armaba galeras apresuradamente y preparaba tropas. El más famoso de sus halcones de mar era el renegado Uluch Ah, que gobernaba a Argel, tiñoso, torvo, cruel y supremamente hábil en la guerra naval, a quien los españoles llamaban El Uchali. antiguo cristiano, antiguo galeote, a fuerza de valor, inteligencia y audacia había surgido hasta convertirse en el más temido corsario del Mediterráneo y en señor de Argel. Había también los altos comandantes, los bajás del mar. que desde Constantinopla dirigían la formación y las operaciones.

Ah Pachá era el almirante de la t'lota. Se sabia que el grueso de aquellas fuerzas estaba concentrado cerca de Corfú, entre el Adriático y el Golfo de Corinto.

Eran varias las opciones que se ofrecían a los cristianos. En las últimas reuniones del Consejo en Nápoles, con Requesens, Santa Cruz. Doria, Cardona y las cartas de García de Toledo, se confrontaban opiniones y criterios. Se podía ir al encuentro de la flota turca para una acción decisiva, que era lo que Don Juan quería, o. por el contrario, realizar operaciones parciales que reforzaran la situación cristiana, en preparación de un futuro encuentro decisivo. Se podía tomar a Túnez, que era lo que preferían desde Madrid, liberar a Chipre. que era lo que deseaban los venecianos, tomar Argel o bloquear los Dardanelos.

Tampoco coincidían los informes y cálculos sobre la fuerza turca. Las estimaciones fluctuaban entre 150 y 300 galeras. Cada barco espía traía una información diferente.

Para el 20 de agosto todo estaba listo para la partida. La bahía rebosaba de galeras y las galeras rebosaban de hombres. El último en subir a bordo fue Don Juan con sus consejeros inmediatos. De pie sobre el puente sintió el empuje poderoso de los remeros. Entre el retumbar de las salvas lo envolvía el clamor de los soldados que lo veían como una imagen sobrenatural bajo el inmenso estandarte desplegado con su Crucificado que parecía nadar y ocultarse en el viento.

Ya en la cámara, solo, se puso a hablar consigo mismo: "Ahora soy yo y más nadie el responsable de todo. De ahora en adelante no debo cuentas sino a Dios. A Dios y al Emperador. Es él quien me ha puesto en esta situación y es a él a quien debo responder. No por boca del rey y de los cortesanos, no por un papel firmado, sino por mis propios hechos voy a demostrar quién soy. No puedo defraudar al Emperador.

Debo demostrar que soy de su propia sangre. Ésta será mi prueba suprema y final".

El mal tiempo se nos viene encima.~ Era lo que decían todos mientras navegaba la flota hacia Messina. El cielo cubierto de nubes grises se reflejaba en un mar descolorido. Un viento frío del Norte empujaba las velas y afligía a los homnbres. Don Juan evitaba comentarlo. A veces algún viejo marino se atrevía a decir: "De ahora en adelante no hay que esperar sino tempestades. El tiempo de la guerra es el de las flores".

Cuando se aproximaron al puerto de Messina vieron con sorpresa un grupo de embarcaciones pintadas de negro. No podía ser de peor anuncio para tantos hombres supersticiosos. A medida que se acercaron se precisó la visión. Eran galeras enlutadas.

"Color de muerte, color de infierno." Algunos se persignaban disimuladamente o hacían los gestos tradicionales para conjurar la mala suerte. "Se nos ha venido a reunir la tiota de Aqueronte. Pocos rieron el chiste de Juan de Soto. Los cascos, las velas, las jarcias eran negras, sobre las insignias y las banderas había crespones de luto. "¿Qué significa esto?", se preguntó Don Juan, sin hallar quien pudiera responderle.

Al desembarcar en medio del gran séquito de altos funcionarios y jefes de la flota, le informaron. Eran las naves pontificias de Marco Antonio Colonna, que al recibir la noticia de la muerte en Roma de una hija, enloquecido de dolor, había ordenado cubrir sus barcos de aquel luto ominoso. Allí estaba, más cerrado de negro que sus barcos, los ojos enrojecidos del llanto, la palabra convulsa. "Señor, dura prueba me ha mandado Dios, pero no flaquearé." "De eso estoy seguro."

La recepción fue clamorosa, más acaso que en los otros puertos. Habían levantado un inmenso arco de madera en el propio embarcadero, sobre la puerta central se alzaba ulla estatua improvisada de Don Juan, gigantesca, con un enorme bastón de mando y la cabeza deformada por la altura.

Allí le saludaron los venecianos. El viejo Santiago Veniero, marino, diplomático, jurista, hombre curtido en intrigas, conflictos y guerras. Junto a él Barbarigo y Qumrmnm.

El saludo fue frío y las palabras reticentes. Tenían un mes esperando en Messina, estaban escasos de hombres y de vituallas. "Ya desesperábamos, señor." "Lo lamento, pero ahora vamos a ganar todo el tiempo perdido."

¡Sintió que Veniero lo escrutaba como un chalán a un caballo de feria.

Después que terminaron los saludos, Don Juan se quedó en el palacio con sus alíegados. Comenzó a enfrentar aquella nueva realidad. Faltaban todavía barcos y fuerzas por llegar, no sólo las galeras venecianas, sino también las del Papa, y las otras estaban escasas de remeros y soldados. "La verdadera batalla la vamos a tener aquí", dijo en conversación con Requesens y Juan de Soto. Requesens, muy sereno y firme, había dicho que en aquellas condiciones no se podía enfrentar a las fuerzas otomanas. Las noticias que llegaban de exploradores y de naves mercantes eran que los turcos reunían su flota hacia la costa griega y el Adriático, tal vez en el Golfo de Corinto, que eran muchas naves muy bien armadas y provistas de soldados. Se tenía noticias de ataques y asaltos aislados a ciudades e islas, en Corfú, en Cefalonia. Entraban, quemaban, profanaban las iglesias, pisoteaban las cruces y las hostias y se sentaban insolentemente sobre los altares. "Los ojos cobardes aumentan y multiplican. Hay que ver esas cosas con serenidad."

Se iba a celebrar el Gran Consejo en la Galera Real, con los comandantes, los capitanes, los jefes de tropas; presidiría el Nuncio de Su Santidad, que iba a llegar con bendiciones, promesas y exhortaciones del Santo Padre. A su lado estaría Don Juan.