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Pino, callada, se arrebujaba en el quimono, entrando en una fase de depresión y se tapaba otra vez la cara con las manos. Estaba muy fría. Al fin se decidió a hablar con su voz quejumbrosa.

– …Es que una no sabe qué pensar. Si oigo pasos en la escalera y mi marido no está en la cama… Hace un mes mandé que las tres criadas duerman juntas en el mismo cuarto. Vicenta, la vieja, las guarda bien, pero a mí ese demonio de mujer no me puede ver. A lo mejor se hace la desentendida y una de ellas sale y viene a buscarlo… ¡Qué sé yo! No sabía si sería la sinvergüenza de Carmela o la otra, la Lolilla, que parece una mosca muerta…Marta tenía unos ojos muy extraños escuchando estas cosas. Era realmente imposible hacerse a la idea de que su hermano saliera de noche a encontrarse con las criadas. En verdad era inconcebible. Sabía que hay hombres que hacen estas cosas, pero tenía la idea de que son seres viciosos y horribles que no viven en las casas de uno. José era un tipo aburrido, era un hombre vulgar, pero resultaba demasiado difícil imaginarlo como un sátiro. Era una verdadera monstruosidad imaginar la menor relación, la menor broma entre él y la gorda Carmela, o Lolilla, que a pesar de los esfuerzos de Pino era tan impresentable, que si alguna vez alguna visita de cumplido hubiese llegado a la finca habría habido que esconderla… ¡José, que casi podía ser el padre de Marta, besando en la oscuridad a Carmela, respirando su sudor y su risa idiota, subiendo al desván para esperarla!

Marta fruncía el ceño, porque una vez admitida esta imagen, aunque no la creía cierta, parecía que dentro le quemase y le hiciese daño. Seguía escuchando a Pino.

– ¡Qué es eso de abandonar a una mujer recién casada, sola, acostada en su cama, esperando…! Cuando me decidí a subir, mi cabeza no regía bien ya. Abro la puerta y te veo a ti descalza, acechando por la ventana… Es para volverse loca.

Marta sentía como un ligero mareo, pero al ver el trastorno de Pino, por contraste, le daba fuerzas para conservar la serenidad en un momento tan extraño.

Pino se estaba poniendo pálida, de un pálido verdoso, y tenía las manos frías y húmedas. Marta las sintió así al cogerlas entre las suyas. Ahora explicó con una voz ahogada que se sentía como sin vida después de aquel ataque y se veía muy claro que era verdad.

Marta logró que consintiese apoyarse en ella y en dejarse conducir hacia su alcoba. Si ella misma, Marta, hubiese podido verse con su cara asustada saliendo de un camisón en forma de campana, se habría reído. Estaba despeinada y cuando bajaba la escalera sintió que empezaba a sudar. Era muy difícil conducir a Pino por aquella escalerilla casi arrastrándola. A cada momento parecía que se fuesen a caer las dos. "Es como una pesadilla", pensaba la muchacha.

Habían dejado abierta la puerta del desván y la luz encendida, pero pronto aquella puerta golpeó dos o tres veces empujada por el aire y al fin se cerró del todo. La escalera quedó negra y peligrosa. El temblor de Pino hacía temblar a aquellas frágiles barandillas.

Con gran trabajo llegaron al corredor después de unos minutos muy largos. José no estaba en su alcoba. Marta ayudó a Pino a meterse en la cama y la abrigó con los edredones. Pino temblaba, su frialdad resultaba inquietante. Ella misma indicó a Marta que le trajese una manta eléctrica guardada en el cuarto de baño. Le dijo vagamente que no era la primera vez que sufría un ataque así. Luego le pidió que se sentase al lado de ella. A Marta se le ocurrió que a las dos les sentaría bien un poco de vino después de tanto jaleo, y lo dijo. Siempre había oído decir que el vino era bueno para esos casos. Pino negó con la cabeza.

– Tendrías que bajar por él al comedor. No quiero que te muevas de aquí hasta que José venga.

Desde luego imposible desentenderse de ella. Sentada al borde de la cama, Marta se dedicó a hablar a su cuñada, que la oia con los ojos entrecerrados. Ni ella misma sabía lo que le decía para tranquilizarla. A veces, Pino hacía un movimiento de impaciencia. Estaba sintiendo que el tiempo era una cosa pesada, que transcurría demasiado lentamente. Pasó una hora larga y oscura en la vida de Marta. El cuarto aquel de Pino y de José, que respiraba frialdad, no se parecía lo más mínimo a las otras habitaciones de la casa. Pino había escogido sus muebles al casarse y trajo una alcoba de niquel y de cristales parecida a las que se exhibían en las películas de aquel año 1938. Con las gruesas paredes y los techosaltos, aquellos muebles bajísimos de metal brillante resultaban extraños y sin espíritu.

Pino volvía a hablar y la niña, pasada la primera impresión, se estaba aburriendo ya con las obsesiones de su cuñada. Dentro del aburrimiento seguía molestándole como una gotera que se oye en la noche, implacable, y que llega a obsesionar y a interrumpir el sueño. La voz de Pino se arrastraba.

– ¿Tú crees que hay derecho…? Se casa conmigo. Me encierra aquí con esa mujer loca. Me toma las cuentas como un miserable, no me saca a ningún sitio, y por las noches se va a la cama de mis criadas.

Esto era demasiado. Ya lo había repetido mucho.

– ¿Estás segura?

A Marta otra vez le entraba una especie de escalofrío de asco. Quizá fuera una estupidez. Nunca hubiera querido impresionarse tanto al oír hablar de su hermano de aquella manera. No se creía una niña chica. Tenía dieciséis años bien cumplidos y había leído todo lo habido y por haber. Sin embargo, tenía ganas de vomitar oyendo a Pino. La miró con cierto horror.

– Si yo estuviera segura de una cosa así me separaría de mi marido. No se puede saber eso de un hombre y seguir queriéndole.

Pino se echó a reír de una manera desagradable.

– Tú no sabes nada de la vida. ¡Idiota!

Marta se enfadó. Le pareció que debía decir de una vez lo que pensaba.

– Sé más que tú de la vida… Sé que existe la amistad, que existen los sentimientos buenos y nobles, y tú de eso no sabes nada. Y de las cosas bajas que hay, también sé mucho. Tú misma te has encargado de contármelas.

– ¡Y bien que escuchabas…! Bien me perseguías para que te contara… ¿Qué? ¿No es verdad, mosquita muerta?

Marta se avergonzó. Era verdad. Cuando ella llegó del convento, Pino la había conquistado durante unos días descubriéndole un mundo sucio, hirviente. Marta quería saber y había escuchado con avidez los secretos de las relaciones corporales entre los hombres y las mujeres. Y, claro está, a esto Pino le llamaba la vida como si no existiese más. Luego Pino se había desbordado. Sus conversaciones parecían teñir a todas las personas que Marta conocía y quería de esta suciedad. Sus propias amigas, con sus inocentes noviazgos y sus familias tranquilas habían sido metidas por Pino en estas conversaciones. Marta se encontró de pronto en una especie de fangal de confidencias diarias y de chismorreos con Pino y se horrorizaba de sí misma. Tuvo un desesperado afán de pureza. Había huido por completo de su cuñada. La había despreciado desde el refugio de sus libros y de sus sueños. Pino, por su parte, la persiguió con su aborrecimiento.

– Sí, es verdad. Pero no quiero escucharte más, ¿entiendes? Tú crees que mi hermano es un hombre horrible. Pues sepárate de él… Ya está. Yo nunca he conocido gentes como ustedes dos.

Pino le lanzó una mirada como un insulto. Se incorporó en la cama.

– No presumas tanto de familia y de educación. Todo el mundo sabe que los padres de tu abuelo eran unos ladrones sinvergüenzas. Tú misma madre ha sido siempre una cabra loca, para que te enteres, y andaba en amores con José… Y no te tapes los oídos… ¿Por qué se quedó tu hermano viviendo aquí solo con ella encerrado años y años? ¿Por qué me tiene a mí sacrificada en la finca?

– Si dices una palabra más, me voy. La cara de Marta, pálida, asustada, rabiosa, asustó a Pino también cuando se inclinó sobre ella. La muchacha, enfurecida, había terminado por coger de una muñeca a su cuñada y la sacudía. La otra gritó. Las dos quedaron luego quietas, como petrificadas, porque en el corredor se oían ya los pasos de José.

Marta sintió un repentino frío. Se acusó interiormente de estúpida. Nada de lo que Pino dijera tenía importancia. No era posible sentirse tan herida, tan ofendida, por una persona así que no valía nada, aunque hubiese dicho aquellas cosas horribles de su madre. Pino sí que estaba loca.

Volvió los ojos hacia la puerta. José apareció muy tranquilo. Traía la gabardina un olor a eucaliptos y una humedad del rocío de la noche que parecía desmentir todas las ideas que Marta había llegado a tener sobre él al escuchar a Pino. Se le veía cansado de andar y hasta contento.

José había visto encendida la luz de su cuarto y esto le causó gran sorpresa. Estaba preparado para una escena con Pino. Lo que no esperaba y le sorprendió de una manera desagradable fue la presencia de su hermana en la alcoba. Marta tenía un gesto impertinente, aunque siempre se sentía un poco asustada delante de José.

– Pino se puso mala…

José, sin escuchar la explicación, le dijo enfadado que se largase.

– No estaba aquí por gusto.

Marta vio que José enrojecía, como siempre que algo le molestaba. Era muy autoritario y soberbio.

Pino, incorporada en la cama, despeinada, empezaba a gritar dirigiéndose a su marido.

– ¡Qué precioso está eso…! Te parece bien, ¿eh…? José empujó a su hermana. -Anda, afuera.

Marta cerró la puerta de la alcoba detrás de ella y al oír que el matrimonio empezaba a discutir se encogió de hombros. Al principio de estar en la casa se asustaba de las discusiones de ellos, incluso solía ponerse de parte de Pino contra José. Pero últimamente Pino le parecía tan loca que ya no se preocupaba. Aún sentía el resentimiento que le habían dejado las últimas palabras de su cuñada sobre su madre. Le parecían un sacrilegio.

Precisamente frente a la puerta de ellos se abría otra, triste y misteriosa. Era la del cuarto de Teresa. Marta sintió una ligera angustia de pensar que no podía llamar allí, entrar, despertarla, contarle que aquellas horas de la noche habían sido muy extrañas, muy insoportables para ella. Esto era un imposible que por primera vez le dolía. Nunca había sentido unas ganas tan grandes de echarse a llorar en los brazos de alguien que fuese comprensivo y bueno.

No le hizo falta encender luces eléctricas en un corredor donde la luz del cielo entraba por las ventanas. Se deslizó sin hacer ruido hasta la escalera oscura que bajaba al comedor, y también allí había claridad. Cuando Marta era una niña pequeña acostumbraba a sentarse al final de estos escalones para mirar escondida allí, apoyando la cabeza entre los barrotes de madera, lo que pasaba abajo. Ahora se detuvo, un poco sonámbula, mirando aquella habitación.