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– A lo mejor al mes de marcharte estás pidiendo que te vuelvan a traer a tu casa. Dicen que Madrid está todo sucio y destrozado después de la guerra… Dicen que las gentes tienen sarna y caras de hambre, y, además, la guerra europea está encima, y allí tan cerca… ¡Fíjate que si España entra en la guerra otra vez!… Entonces me imagino que volverás aquí, ¿eh?

– No.

Estaban en el jardín, Marta y sus amigas. Cada una le decía una cosa. Todas llevaban los trajes veraniegos de colores vivos, alegres. Ella uno negro, de mangas cortas. Estaban en aquella glorieta de piedra, sobre el barranco, sentadas las amigas alrededor de la mesa, donde Marta se había encaramado, balanceando las piernas. Se sentía llena de sinceridad. No podía fingirles.

– No volveré. Siempre supe que me iría.

Se rieron. Dijeron que se acordara de cuando su hermano le negaba el permiso para la marcha.

– Si no fuera por tus tíos…

– Me hubiera ido de todas maneras. Ahora lo sé.

Estaba convencida de lo que decía, pero las otras no la creían. Las consideró, sonriendo. Estuvo a punto de contarles aquellos preparativos de huida, que hasta a ella misma le parecían, ya, una leyenda… No les dijo nada al fin. Al repasar el corro de caras alzadas hacia ella, vio que de ninguna manera comprenderían, aunque la quisieran tanto, aunque llegaran a reírle, como una gracia, la aventura.

Todos aquellos rostros eran dulces, felices, y Marta sabía que para entender cualquier cosa ajena a nuestra manera de ser, es necesario sufrir mucho.

Poco más tarde llegó el momento de despedirse de ellas. Una le dijo que, a medianoche, cuando saliera el barco, pensaba ir al muelle con sus padres para darle el último abrazo. A otra se le saltaron las lágrimas al besarla.

Al fin, subieron el camino de eucaliptos hacia la carretera, volviéndose muchas veces para decirle adiós con la mano. Un grupo coloreado de melenas rizosas, de tallas jóvenes. Marta las conocía una a una, las diferenciaba una a una. De lejos se confundían, sin embargo, en una misma masa juvenil.

Se quedó sola. Se le hicieron muy largos aquellos últimos momentos hasta la hora de la cena. Un rato más tarde se le ocurrió aquella idea de quemar sus papeles. Así, casi sin darse cuenta, se encontró en la carretera con el carterón de cuero bajo el brazo.

Tenía el sol de frente, marcando con una raya luminosa las líneas altas de la Cumbre al ponerse detrás de ella. El pico Saucillo se enrojecía como un carbón ardiente, en lo alto.

El suelo que pisaba, junto a una tapia, estaba lleno de bugambillas caídas; crujían bajo los pies y le recordaron las alfombras de flores frescas que se extienden en las calles el día de Corpus, al paso de la procesión. Junto a aquella tapia se reclinó un momento y dilató la nariz al olor de la tierra. De cada tallo, de cada hoja, de cada trozo de tierra, subía un olor distinto. No sabía ella si todos los campos del mundo tendrían aquel perfume. Estaba conmovida.

Por última vez sintió la música de Alcorah. Aquella sinfonía de tonalidades que bajaban por los barrancos desde la cumbre central, y de olores que suben de la tierra. Ella creyó un día que Daniel sería capaz de interpretarlos en su piano.

A un lado del camino encontró un lugar apropiado para encender su fuego, junto a una gran piedra.

Le parecía que la vida que iba a empezar era tan nueva, que no quería meterse en ella cargada con recuerdos viejos. Rompió sin compasión la pequeña agenda en que, día a día, había resumido durante varios meses, en unas frases cortas, sus impresiones. La niña que había escrito aquellas cosas no era ella ya. Le prendió fuego con mano segura y vio como ardía, con una especie de encantada fascinación. Luego, llegó el turno a unas cuantas hojas de cuaderno, cargadas con una letra alta y trágica, que había servido para expansionar su amor hacia Pablo, su primera desesperación… Sintió un poco de temblor al quemarlas. Aquello era, verdaderamente, convertir en cenizas su adolescencia. Ardieron más de prisa las hojas arrugadas que la agenda. Levantaron una breve y cálida llama que le iluminó la cara, y se consumieron rápidamente.

Dentro de la cartera sólo quedaban las leyendas de Alcorah. Las consideraba su obra, su ilusión. Le gustaban mucho, y no había pensado en desprenderse de ellas. Algo quería recordar de la isla cuando se fuese y estas leyendas suyas le servirían.

La escocían un poco los ojos con el humo. El olor a papel quemado se le pegaba al vestido. Oyó las campanillas de unas cabras, y se puso de pie. El crepúsculo estaba cayendo con rapidez. A la última luz se recortaron las siluetas de aquellos animales esbeltos, barbudos, parados un momento al silbo del cabrero, en la cuesta del camino de la Atalaya.

Marta se sonrió. Ella había visto así a los viejos demonios guanches. Los había hecho bailar hieráticos, entre las vides, en una de sus leyendas.

Sin saber por qué, cogió una ramita, y se inclinó al borde del camino donde había polvo. Escribió muchas frases ilegibles.

"Los demonios están en todas partes del mundo. Se meten en el corazón de todos los hombres. Son las siete pasiones capitales."

Las sombras caían tan rápidas, que aunque el polvo hubiese sido menos blando, y la rama con que escribía más afilada, tampoco hubiera podido leer sus palabras. Se irguió, y, con cierta vergüenza, borró aquello con sus sandalias. Ni siquiera era verdad que los demonios fuesen las siete pasiones capitales. Los demonios no se pueden contar.

Al apoyarse en la gran piedra junto a la que había hecho su hoguera, vio que el cielo al ennegrecerse había volcado un aluvión de estrellas grandes, bajas; a cada segundo más pesadas y brillantes, como si descendieran en una silenciosa y oprimente lluvia hacia ella.

El Roque Saucillo parecía traspasarlas.

Entonces supo Marta que no tenía necesidad de llevarse las leyendas de Alcorah para recordar la cálida hermosura de la isla. Supo el porqué de su rotunda afirmación de que no volvería allí.

Todos aquellos caminos, hartos de soportar el peso de sus sandalias, estaban dentro de su alma. La silueta de la Cumbre, y el silencio de los barrancos, el mar y las playas, humedecerían siempre el latido de su sangre. Donde quiera que fuese, la isla iría con ella.

Despacio, acabó de vaciar su cartera. Arrugó los papeles que quedaban allí; de nuevo frotó una cerilla para prenderlos. Las leyendas que no quiso leer nadie, se quemaron, crepitando, humeando, como la víctima del sacrificio a un dios pagano. Al fin, quedaron sólo unas cenizas retorcidas. Marta las aventó.

El fulgor del cielo pesaba angustiosamente sobre el camino, cuando la muchacha volvió hacia la finca. Tuvo la sensación, como tantas otras veces, de que se le había hecho muy tarde. Empezó a correr.

Al llegar al jardín, oyó su nombre. La llamaban José y Pino, más nerviosos que ella misma, para su última cena en la casa.