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XIX

Marta dormía echada sobre su cama sin deshacer. Le había parecido imposible desnudarse esta noche, a pesar de su cansancio. Antes de dormir, todos sus pensamientos habían vuelto hacia Pablo. Desvestirse y meterse en la cama se le había antojado como una renuncia a verle por última vez y a despedirse de él para siempre.

En el sueño de Marta se cruzaron ruidos, imágenes. Se vio un día de verano en el jardín, descalzándose para quitar el picón de las sandalias… Esto, sin duda, había sucedido alguna vez. Oía el ruido del rastrillo en el picón. Chano, que había muerto en la guerra, cantaba en su sueño. Sobre los altos picos de la isla, estaba sentado Alcorah, el dios pagano, y la melodía de su flauta bajaba por los barrancos hasta los límites redondos que cerca el oleaje del mar. Con los ojos aún cerrados, Marta despertó. Sintió el calor implacable. Sintió una gran pena aplastándola. El olor del jazmín sustituía en sus sentidos a la música de Alcorah.

Siempre estos jazmines darán su olor, y las cumbres sus sombras, y el mar sus oleajes. Los barcos saldrán del puerto y se llevarán lejos a los seres amados…

Marta supo esta noche, se atrevió a saberlo, que no era otra cosa que amor el sentimiento que la llenaba cuando el nombre de Pablo le hacía arder al pronunciarlo. Y había sido muy absurda, muy cobarde, y muy niña en no saberlo antes. Ahora estaba casi orgullosa de ello. No había un sentimiento que pudiese llevar un nombre más fuerte que la apasionada admiración de ella hacia aquel hombre. No importaba que no hubiera espera de él más que algún encuentro ocasional. No importaba que Pablo fuese un hombre casado; no importaba que a él, ella le hubiese parecido solamente una niña algo boba. Hay amores así.

Por querer a Pablo, Marta había comprendido muchas cosas en la vida. Por lo menos había comprendido cuánto dolor cabe dentro del alma de otra persona; y eso ya era mucho. "Nadie -pensó con orgullo- ha sabido adivinar su pena, sus fuerzas y su sabiduría, más que yo."

Por ser demasiado reservado, demasiado superior, fuerte y lejano, él no había aceptado ni siquiera la mano que ella le había tendido tímidamente desde su amistad. Quizás -este pensamiento la había hecho llorar antes de dormirse, enterneciéndola- él recordase a Marta, cuando estuviera lejos y pensara en la isla. Quizás algún día la echase de menos. No le parecía posible ahora que un sentimiento tan grande como el suyo pudiese pasar sin dejar un surco profundo en el espíritu de Pablo.

Esperaba verle aún aquella noche, aunque fuese un momento. No sabía cómo, pero le era necesario hablar con él y contarle que había vencido todas sus dificultades para la marcha, y que había renunciado a ella. Necesitaba, como siempre, que él estuviera enterado de todas sus cosas, que las aprobase. Ya que él se iba, que supiera al menos por qué se quedaba ella, voluntariamente. Su sacrificio se le antojaba menos horrible. Incluso encontraba que tenía una gran hermosura, que era necesario y hasta bello.

Volvió a sentir el amor de Pablo llenándola como el agua a un estanque, rebosándola, oprimiéndola. Aquella fuerza enorme estaba destinada a perderse.

Nunca, pensaba, podría querer a ninguna otra persona de esta manera. No es posible que un sentimiento tan grande, sin base alguna de realidad, se dé dos veces en la vida.

Al abrir los ojos, Marta se dio cuenta de que el cielo estaba azul rojizo. Al declinar la luna, brillaban con más fuerza las últimas estrellas.

Algo la había despertado. Alguien lloraba en el jardín. Escuchó. No era llanto. Alguien hablaba a media voz. Se oía muy bien… Era Hones. Sofocaba la voz, pero en el gran silencio llegaban todos los murmullos.

– …¡sacudes las enredaderas!…

En efecto, las floridas enredaderas debían soportar el peso de un cuerpo arrimándose a ellas. Se notaba en lo alto como un rebullir de los pájaros que hacían allí los nidos. Los pájaros se asustaban de algo, despertando en mitad de su sueño. Silencio.

El corazón de Marta latió mucho. Pablo hablaba debajo de la ventana.

– Algo me debías por esta noche insufrible… Déjame que…

Hones hablaba despacio, con languidez.

– Pablo, desde que te encontré, siempre… Esto va contra mis principios, en esta casa… Casi delante de mi familia… ¡Qué sinvergüenza eres!

Un murmullo de Pablo. Marta, sin moverse, como si fuese de piedra, tenía los oídos en tensión. Detrás de la confusa respuesta, una sola palabra audible.

– …¡tonterías!

– No, no.

– ¡Me vas a decir que tu familia no está al cabo de la calle!

– Por Dios, calla…

Se callaron. Pero estaban allí, debajo de la ventana, en el cálido y solitario rincón de las enredaderas y los jazmines, Pablo y Hones. Marta, aunque había aguzado sus sentidos para recoger todas las sílabas que venían de abajo, estuvo unos minutos sin comprender. Al cabo de un momento supo que Hones había dicho, sin lugar a dudas: " ¡Qué sinvergüenza eres!" Él había contestado: "Tonterías".

Sin duda se habían besado. Sintió que le entraba un extraño mareo sólo de pensar que Pablo, aquel hombre triste y bondadoso, pudiera besar a la mujer imbécil, vieja y pintarrajeada que era su tía Hones.

Estaba empapada de sudor, sin moverse, sobre la cama. Ella también había besado a Sixto, pero esto, estaba segura, era menos bajo, menos puerco, más limpio. ¡Cuánto había insistido Pablo en que no hay hombres superiores, en que de los seres humanos sólo alcanzan la perfección los santos! Sin embargo, a ella la había sermoneado duramente.

– "¡Tú no debes, tú eres joven, tú eres fuerte!"

Aquel día ella tuvo ganas de arrodillarse delante de él, como delante de Dios, para pedirle perdón por su impureza.

Delante de las estrellas, cada vez más brillantes, bailaban círculos negros. Él apenas se dignó perdonarla cuando Marta le contó sus amores con Sixto. ¿Por qué, si ni siquiera le importaba? Y además, ¿con qué derecho, si besaba a Hones?

Pensó que todos aquellos rumores, aquellas palabras, formaban parte de una pesadilla sin sentido. ¿Estaba segura de que era Pablo quien había hablado abajo?… ¡Pero si a lo mejor no estaba allí nadie!

Escuchó de tal manera que sus oídos parecían estallarle.

No había duda de que estaban allí. Se les oía de nuevo, después del silencio. Marta se incorporó en la cama. Temblaba y no sabía ni deslizarse hasta el suelo, como si hubiera perdido el dominio de su cuerpo. Una curiosidad ardiente la devastaba toda. De puntillas se pudo acercar a la ventana, al fin. Se apoyó en ella, y miró.

Al pronto no vio nada. La noche se había oscurecido antes de entrar el alba. El calor levantaba su polvareda entre la tierra y las estrellas; y las sombras, bajo las enredaderas, eran aún más densas. Le siguió las miradas un jadeo y un murmullo, del que salía una risita de Hones.

Vio una sombra más oscura que las otras, en el lugar donde estaba el banco de cemento. Parecía la sombra de un solo ser. Luego distinguió claramente: Hones estaba sentada en las rodillas de Pablo.

Lo que ellos hacían le hizo perder de un golpe todas sus ideas sobre el pudor y la decencia. No sufría nada al ver aquello. Se sintió presa de una curiosidad sin pensamiento alguno. Una curiosidad más hirviente y más sucia que nada de lo que había podido hacer en su vida. Aquello arrastraba a sus besos con Sixto, hasta el mundo donde viven las cosas bellas y puras; los glorificaba, los hacía inocentes… Aquello la mareaba como puede marear la vista de la sangre saliendo de una herida.

Vio que, de pronto, se detenían en sus caricias. Se quedaban quietos, en absoluto silencio. Ella también estaba quieta, en absoluto silencio, con medio cuerpo asomado a la ventana, y con los ojos abiertos. Tan quieta, tan sin respirar, que pudo oír el soplo del cuchicheo de Hones.

– Dios mío… Había olvidado que…

Hones la había visto.

Ahora sí, sintió una vergüenza abrasadora. Todo lo que estaba parado en ella empezó a latir violento. Su sangre, su pensamiento. Se dejó caer de rodillas en el suelo de su cuarto… Desapareció así, para los de abajo. Quedó con la cabeza apoyada en la pared, y latían tanto sus arterias, que le parecía estarse dando golpes, y que los golpes retumbaban, como un día en que José le había pegado.

Más tarde, empezó a sufrir… no de celos, ni de envidia, porque su cuerpo era demasiado joven y su amor por Pablo demasiado espiritual, demasiado lleno de idealismo para eso. Empezó a sufrir de asco. Empezó a sentirse tan enferma, que tuvo ganas de vomitar. Tenía un zumbido en los oídos que la aislaba de los ruidos de afuera. Ni siquiera sintió los pasos de ellos dos haciendo crujir el picón, al alejarse. Al amanecer cedió el tiempo de Levante. Corrieron los vientos de la isla y respiraron al fin los pechos oprimidos. La atmósfera estaba limpia, con unas nubes blancas, pequeñas y puras nadando en el azul, a la hora del entierro de Teresa.

A aquella hora, Marta no sabía aún que su hermano accedía a que ella se marchase fuera de la isla.

Todas las ventanas de la casa se entornaron. El jardín empezó a llenarse de hombres, que esperaban, fumando y charlando, la salida del féretro. Entre ellos había muchos trabajadores, y todos los empleados de las oficinas. Las mujeres subieron a la alcoba de Pino y la abarrotaron. Por primera vez recibía Pino un homenaje social de importancia, y desde la sombra de un silloncito observaba, hablaba y miraba con desconfianza y orgullo a un tiempo. A veces se volvía hacia sus muebles, después de mirar a las visitas, y una satisfacción extraña le iluminaba la cara. Otros momentos se sentía mal, al borde de un ataque de histeria. Entonces la envolvía un murmullo aprobador y compasivo.

Marta, empujada por la madre de Pino, apareció también en aquella alcoba con una cara desfigurada, horrible. Parpadeaba como si no viese bien. La habitación, tan grande siempre, ahora estaba llena de seres vestidos de oscuro. Aquellas mujeres gruesas, flacas, jóvenes y viejas, en las que por el olor se distinguían desde señoras refinadas hasta mujeres trabajadoras, suspirantes todas, le produjeron un atontamiento y un mareo indecibles.

Marta, tal como le indicaron, se inclinó para besar a Pino, y la cara de su cuñada le pareció enorme, grisácea y fría. Al levantar la cabeza, sintió que le daba vueltas… Pero esto era tan preferible a las horas de angustia que había pasado, que se notaba contenta de aquella invasión de la casa, de aquellos besos, de aquellas conversaciones que le impedían pensar. Comprendió la utilidad de los duelos; y la manía de atontar a la familia de los dolientes le parecía llena de sentido… Era como una especie de inyección de morfina todo aquello. La adormecía.