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De pronto vio a Hones que se levantaba y venía hacia ella; resultaba la misma imagen de la modestia y la compunción metida en su traje negro.

Marta sintió un dolor agudo, irracional, que le hizo asomar lágrimas a los ojos. Hones la abrazó. Entonces ella notó una rabia ciega, irrefrenable que la envolvía en aquella habitación llena de gente enlutada. Hubiera matado a Honesta. La abrazó también con fuerza, con los dientes crispados. Y como en una especie de pataleta le pisoteó los pies con sus sandalias. La hizo gritar.

Fue una suerte que todo el mundo lo encontrase natural y propio del momento. Pino misma empezó a contagiarse inmediatamente de aquel histerismo, y las visitas levantaron murmullos, revuelos de faldas negras, auxilios. Se sentían verdaderamente felices.

Marta pensó: "No quiero volverme loca". Se fue al filo de la ventana entornada, huyendo de sí misma, de aquella locura que le había entrado y que la avergonzaba un poco. Aunque quisieron apartarla de allí, para que no viera el coche fúnebre que ya esperaba en el jardín, permaneció rígida, mirando.

Buscó desesperadamente a Pablo con los ojos, pero no lo vio. Estaba avergonzada también de seguir necesitando su presencia. Recordó cuánto había despreciado a Pino por buscar a José y necesitarlo, aunque creía que tenía líos con las sirvientas. A Pablo, por la misma razón, por perdonar a su mujer, le había considerado un héroe… Tan superior como se creía, tan llena de ecuanimidad y bondad, y había sido monstruosamente injusta. Y ¿no era injusto también haber descargado su rabia con Hones? ¿Hubiera pisoteado así a Pablo?

Se daba cuenta de que lo que había visto la noche anterior la marcaba como un hierro al rojo, y la trastornaba. Era como si hubiera estado huyendo de la vida para acercarse a un resplandor, a una belleza, aun ideal, y al acercarse allí se hubiera visto envuelta en las llamas del infierno.

Allí, junto a la ventana, oía el murmullo de todas las mujeres como un correr de agua lejana; un sordo zumbido del que prescindía, quieta como una estatua… Nunca volvería a ser la criatura ciega y feliz de antes, después de haber sido mordida por los demonios.

Sintió que su amiga Anita estaba allí, a su lado, hablándole, tratando de apartarla de la ventana. Anita estaba asombrada de su actitud.

– Vamos a tu alcoba, Marta. Todas "las niñas" han venido. Están allí y te esperan.

Marta fue con ella.

Entre "las niñas", sus amigas, escogidas entre muchas, el valor y la naturalidad eran normas a seguir. ¡Cuántas veces habían criticado juntas la hipocresía de otras gentes, de otras generaciones! No comprendían la absoluta desesperación de Marta por la muerte de la pobre enferma, de la que estaba tan desligada. Pero que era una desesperación real, sincera, no había más que verlo. Marta les dijo:

– Nunca volveré a ser feliz.

Todas se miraron. En verdad, algo parecía haberlas separado de ella para siempre. Sus conversaciones sobre fruslerías, sus comentarios sobre la vida, las gentes, los enamoramientos, le provocaban una risita muy rara. Estaba insufrible. Les dijo en el mismo tono que Pino había empleado con ella en una ocasión:

– Ustedes no saben nada de la vida.

Luego se echó a llorar. Pensaba en la imagen de ella misma que había imaginado que vería Pablo siempre, al acordarse de la isla: una chiquilla pura, ardiente, corriendo por los caminos para encontrarle, ofreciéndole el alma abierta. Esta imagen estaba tachada. Pablo buscaba otra clase de consuelos. A ella la vería como una boba impertinente. Nada más.

Pero claro, las amigas que la rodeaban no sabían nada de estos pensamientos. Se portaron con ella de manera admirable. La acompañaron todo el día. Soportaron su humor desquiciado. Cuando Marta oyó decir que ya había salido el entierro, sus amigas no la detuvieron… Ella salió de la alcoba; cruzó el pasillo como una loca, y se metió en la solitaria habitación de huéspedes, desde cuyas ventanas alcanzaba también la fachada principal de la casa.

Aquello fue inútil. No vio lo que deseaba. El jardín se iba quedando desierto. Sólo alcanzó a ver en el principio de la avenida de eucaliptos una masa de hombres anónimos, desconocidos, que seguían al coche fúnebre. Sabía que allá arriba, en la carretera, aguardaba una gran fila de automóviles.

En aquella tranquilidad, en aquella luz temblorosa del jardín, no había nadie. La chiquilla sufría. Le parecía que no podría resistir seguir sufriendo tanto. Era demasiado joven para saber la existencia piadosa, implacable y segura, del olvido.

Sobre los caminos de picón, apareció una figura. Era la majorera. Llevaba puesta su toquilla de lana negra sobre los hombros erguidos. Aquel aire obtuso que se desprendía de toda la criada, hasta de su manera de caminar, a Marta le causó cierta envidia.

La vio cruzar lenta y con seguridad aquel jardín. Comprendió que se iba para siempre sin volver la cabeza ni un instante para mirar la casa en que había vivido tantos años.

Entonces, Marta la siguió con la vista, fascinada, y por un instante tuvo un ligero atisbo de otras cosas, de otras penas, quizá tan importantes o más que las suyas, que se habían cruzado a su alrededor sin que ella fuese capaz de entenderlas ni sentirlas.

La majorera, con su paso seguro, monótono, pasó delante de una fila de limoneros floridos, y alcanzó aquella masa de hombres que iban detrás del féretro. Se confundió con ellos.