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– No. Estaba yo pensando que ahora es la dueña de todo esto.

– Bueno, ¿y qué?

José no sabía expresar con claridad sus pensamientos. Había querido decir: "Ahora, si ha oído a la majorera, puede tener miedo de que deseemos su muerte por la herencia". No se atrevió a decirlo. Repentinamente don Juan le molestó. Sobre todo cuando empezó a hablar otra vez.

– Tú has pensado ya mucho en Teresa y en su hija durante toda la vida, José. Eso, si me lo permites, no es natural, mi hijo. Tú lo que debes pensar es en Pino. La pobre niña ha sufrido y se ha desquiciado aquí dentro. Debes llevártela a Las Palmas y tratar de distraerla.

José vio al médico como un entrometido. Aquel viejo era como una prolongación de su suegra. Él le había metido a Pino en casa, y había apadrinado sus bodas. Se creía con demasiados derechos. Ni por un momento querían darle la impresión de que se iba a dejar manejar por él. José tenía los pantalones bien puestos en su casa, y le importaba mucho que don Juan lo supiera.

– Yo no me voy de la finca. Puede decírselo a Pino y a su madre. Tengo la intención de comprar esta casa… cuando pueda. Pino se queda aquí conmigo. No pienso cambiar esta casa por ninguna otra. Se lo puede decir.

Todo aquello resultaba mucho más apasionado de lo que él quería. Siempre le salían las cosas así.

Don Juan le tocó en el hombro, con unos golpecitos que a él se le antojaron despreciativos.

– Mira, yo voy a subir a ver a tu mujer. Después voy a buscar un rincón donde acostarme; creo que lo estoy necesitando hace rato. Mañana, tú y yo estaremos más tranquilos, mi hijo.

José le vio alejarse hacia la casa sintiendo opresión en el pecho. Siempre tenía la sensación de que le dolía aquel estrecho pecho suyo.

Se había portado como un idiota. Don Juan nunca dejaba de considerarle como un chiquillo algo desquiciado. Lo había dejado plantado, tranquilamente, harto de él.

Se echó a andar como un alma en pena, sin prisas, sin fijarse adonde iba, entre las vides de la finca. A veces lo hacía las noches en que tardaba en venirle el sueño. Buscó instintivamente los senderos más duros, trillados por el paso, entre la aspereza movible de la lava, tan molesta para andar, donde se hundían los zapatos. Lo mismo que a Marta, a José le gustaba andar. Lo hacía mecánicamente cuando tenía alguna preocupación. Estas cosas de él no las entendería nunca Pino. Pero tenía la idea muy arraigada de que tampoco era necesario. Pretender que la mujer propia entienda a su amo y señor le parecía tan ridículo como pretender que nos entienda enteramente un perro favorito.

"Fallido… Un lord fallido."

José sabía que su padre tenía razón. Desde chiquillo se había esforzado en dominar los nervios. Su apariencia fría no engañaba a nadie. Era difícil que los hombres lo considerasen importante en ninguna circunstancia de la vida. No sabía por qué era esto, pero así resultaba siempre. Por eso no encontraba amigos, fuera de las relaciones puramente de negocios. Y aun así tenía la sensación de que todos trataban de burlarse de él. El tono protector de don Juan al despedirse le escocía.

Los pasos le llevaron bajo la sombra de una higuera solitaria en el campo. Se sentí en una de las raíces salientes. Le parecía que la noche había pasado ya del punto de su máximo esplendor. No tenía idea de qué hora podría ser. No sabía cuándo comenzaría el alba.

Desde allí veía la casa. Veía un tenue resplandor rojizo entre los árboles indicando que aun ardían cirios en el comedor. José había querido el lujo máximo en la instalación de la capilla ardiente de Teresa.

Pero no había pensado en ella. No había pensado en ella en verdad hasta que un rato antes bajó las escaleras frente a su cuerpo, y se detuvo a mirarla.

Ahora se sintió cansado, abatido, hasta con ganas de llorar como si hubiera sido un niño. Como el día en que su padre le presentó a Teresa. Eso había recordado al bajar la escalera. El día que la había conocido.

Tragando saliva, al pensar en aquel día, José se recordó sin compasión como una especie de espantajo. Un muchacho largo, con unas piernas amarillentas que salían ridículas de unos inadecuados pantalones cortos.

Iba vestido de luto aún por la muerte de su madre. Llevaba un traje teñido y lleno de manchas. Este descuido de su ropa y su gran fealdad le hacían sentirse torpe y desgraciado. Luis no parecía preocuparse lo más mínimo por la indumentaria de su hijo, y José callaba siempre las bromas de los compañeros de estudios, un calvario que padecía sufridamente. Tenía la impresión de que Luis lo sabía, sin importarle, y de que le hubiera contestado a sus confidencias con un distraído: "A mí no me sucedería eso"; "Ya tienes edad de defenderte".

En aquella época vivían los dos solos en una casita terrera, casi sin muebles. Al pensar en ella, José volvía a oír el ruido del mar que se estrellaba a las espaldas de aquella casa. Su madre, pobre mujer, había muerto allí.

Estaban absolutamente solos. Ellos mismos se hacían las camas y la comida. Luis y él amontonaban platos sucios en el fregadero de la pequeña cocina durante toda la semana, y por las noches era imposible entrar en aquella cocina sin oír el vuelo de las cucarachas. Aquellos bichos de país cálido se comían las ropas y los libros, que Luis no había sacado aún de su cajón de embalaje. Cada ocho días venía una mujer a hacer un poco de limpieza y era admirable que Luis conservase siempre su aspecto pulcro y cuidado de señor con aquella vida.

Se acordaba José de aquella tarde en que su padre le había recomendado que "se pusiera guapo" porque lo iba a llevar a casa de su novia.

Mientras Luis se afeitaba, José, sentado al borde de la cama, en que las sábanas enseñaban desoladamente su suciedad, se estaba poniendo los calcetines.

Hacía años que había olvidado aquella habitación y esta noche le parecía sentir otra vez el olor descuidado que había en ella, las manchitas de sangre que salpicaban las ropas invadidas por las pulgas. Toda aquella repugnancia, todo aquel desorden.

La mujer que los cuidaba se ocupaba principalmente de la ropa personal de Luis; y casi de nada más. Aquellos calcetines que se estaba metiendo tenían muchos agujeros por los que salían los dedos pálidos. Eran unos calcetines negros que se le desteñían en el pie, y se le acartonaban cuando los usaba días y días, sin esperanzas de encontrar otros para mudarlos. Los sujetó con unas ligas bajo las rodillas, estirándolos sobre las feas piernas donde un vello rojizo quitaba toda idea de infantilidad. Los zapatos eran fuertes, en buen estado, y cubrieron piadosamente la suciedad y los agujeros del calcetín.

Oyó canturrear a su padre en el cuarto de baño. A Luis no le importaba lavarse en agua fría, y alguna vez había querido obligar a José a ello, pero al cabo se cansó de producir terror al chico, y lo dejaba vivir a su manera, con el cabello rubio muy alisado por el cepillo y las orejas con mugre.

Cuando Luis volvía tarde por las noches encontraba a José estudiando y a veces llorando sobre los libros. Iba a la Escuela de Comercio, pero las lecciones no le entraban. Ahora sabía José que no era tan tonto en aquella época, como le decían los ojos de su padre, ni como él mismo había llegado a suponer. En aquel tiempo tenía décimas, estaba al borde de una grave enfermedad y su cerebro no le respondía.

Mientras oía cantar a su padre se sintió a la vez fastidiado y deprimido. "El viejo loco", pensó. Esta locución canaria que había adoptado le aliviaba mucho al aplicársela a Luis; siempre, desde luego, en su pensamiento, porque nunca se había atrevido a levantar la voz ni a replicar delante de Luis. José sabía que su padre iba a hacer una boda por interés. Se lo había declarado con su cinismo de siempre.

– Si consiento en este disparate es por ti, quiero que los sepas. Yo he sido siempre una calamidad, pero a tu madre la he querido y ella tenía la obsesión de tu porvenir.

Una tristeza negra llenaba a José mientras imaginaba a una vieja solterona acechando, aquella tarde, la visita de los dos para prodigarle zalamerías mientras esperaba el momento de cogerlo entre sus manos y manejarlo a su gusto. No se hacía ilusiones respecto a madrastras convenientes. A pesar de su juventud, José no se hacía grandes ilusiones sobre nada. Había llorado lágrimas muy amargas con sus ojos desteñidos en lo que llevaba de vida. No se atrevió tampoco a decirle a su padre que era preferible la pobreza casi miserable en que vivían, que la abundancia en casa de una mujer desconocida, que seguramente estaría todo el día echándoselo en cara. Antes de venir a Canarias con su padre, José ya había probado, durante una temporada espantosa, lo que era comer de caridad. Le mandaban dos veces al día a casa de su abuela, y en aquella mesa había oído las más enconadas y envenenadas discusiones sobre el porvenir de sus padres y el suyo propio. La última faena de Luis había sido un desgraciado negocio que pagaron en metálico los tíos y la abuela. A la hora de las comidas volcaban su mal humor mortificando al muchacho.

José fue a peinarse delante del único espejo de la casa y quedó embobado mirando su gran nariz rojiza de pecas. Luis le gritó magnánimo:

– ¡Puedes usar mi fijador!

Antes de salir le echó una ojeada y alzó las cejas sin hacer comentarios. José se notó enrojecer, y sintió que aborrecía a Luis por la burla de sus ojos.

No le pareció extraño que su padre le condujese a una casa del barrio antiguo, ni que les hiciesen pasar a los dos a un salón con los postigos entornados para que el sol no estropease los muebles. Esperaba ya entrar en una casa rica. Se sentó al borde de una silla, mirando hacia el suelo, y sintiendo desagradables golpes en el corazón parecidos a los que le acometían cuando le llevaban a casa del dentista.

Olía a flores en la sala. Fue una sensación agradable. A flores y a suelo encerado. Todos los jarrones estaban cargados de flores frescas. Siempre, en los años siguientes, relacionó a Teresa con este olor limpio y rico de los suelos encerados y las flores.

En seguida se abrió la puerta, y José se puso en pie. Su sorpresa fue tan grande que le hizo tomar una expresión de idiota.

Teresa aparentaba algunos años más de los dieciocho que tenía entonces. Le gustaba vestirse muy de mujer exagerando la moda. Por entonces se recogía los cabellos en un moño de maravilla que a José le costó un silencioso disgusto cuando, pocos años más tarde, lo cortó sin piedad para peinarse a lo garlón. José no imaginaba que fuera poco mayor que él aquella mujer radiante, pero sí le pareció la misma juventud.