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Daniel pareció sorprendido.

– No sé a qué te refieres. Los malos tiempos terminaron ya. Nos escribe tu madre que el piso está intacto, y el piano en buenas condiciones. No pretenderás que vuelva a meterme en una oficina, con mi prestigio. Eso está bien aquí. Pero tú misma has dicho que aquí no quieres quedarte. Pues volveremos a vivir como siempre en nuestro ambiente.

No había mucha seguridad en aquellas afirmaciones. Matilde le miró y vio que la luna y la sombra le daban un aspecto patético. Le iba a contestar con cierta ironía: "¿Qué ambiente?" Pero no hizo la pregunta.

"Es viejo -pensó-; los viejos son como los niños. Es como si fuera un niñito mío lleno de empachos y de mal genio."

La vida iba a ser trabajosa con él al lado, pero ella había descubierto que sólo era feliz en la actividad y en el trabajo. Le cogió una mano; él la miraba.

– Tienes un traje impropio, hija mía. Debieras cuidarte un poco más; una dama…

Matilde sonrió con cierta tristeza. Su perfil violento era muy noble, lleno de seguridad. Volvió a recostarse en el balancín, mirándole siempre con aquella sonrisa, mientras Daniel la observaba con algo de sorpresa. Nunca más podría tener él poder para desconcertarla o anularla. Había recobrado una absoluta confianza en sí misma. La mirada de Matilde se hizo más viva. Se enderezó como para escuchar.

En la ventana del cuarto de Pino vio encenderse una luz muy tenue. Debía ser alguna de las lamparillas de la cabecera de la cama. Matilde tuvo como una extraña visión relacionando aquella luz con la de las velas que rodeaban la cara cérea, joven y consumida de la muerta.

Deseó que la noche pasase pronto. La noche y los seis días que faltaban para salir de la isla.