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El comedor era la pieza más bonita de la casa. Era al mismo tiempo el verdadero salón, el sitio de reunión de la familia. Cuando Marta era pequeña, y su madre una mujer joven y alegre, en los tiempos en que su padre vivía, en aquella habitación se habían celebrado cenas y fiestas. Y parecía que desde entonces hubieran pasado siglos.

El comedor tenía una misteriosa belleza, mirado así a la luz de las estrellas que entraba por los grandes ventanales con las cortinas descorridas. A aquella luz casi podía adivinarse el alegre color de estas cortinas y de la tela que forraba los divanes debajo de las ventanas.

Marta empezó a bajar aquella escalera muy despacio. En el momento en que llegó al final de los escalones, aquella gran habitación alargada y la escalera que acababa de dejar y toda la casa dormida se conmovieron y empezaron a vibrar.

El viejo reloj de pie era como el corazón del comedor y cuando se preparaba para dar la hora todo a su alrededor parecía animarse de vida. En el gran locero antiguo la cerámica coloreada bailaba y producía una ligera música especial. Las dos… Una hora sorprendentemente temprana de la noche, teniendo en cuenta las muchas cosas que habían sucedido en ella.

Marta miró hacia los ventanales. Faltaba mucho aún para el nuevo día. El día en que debían llegar sus parientes, y ella ya no estaría sola. Se detuvo un momento, vacilante. El frío le subía desde los pies descalzos haciéndola tiritar. Esto acabó de decidirla.

Había un mueble oscuro y grande en cuya panza se guardaban varias botellas; lo abrió y tanteó en la oscuridad hasta que encontró una que ya había sido descorchada, la destapó y aspiró su aroma. Jamás había hecho una cosa así. Era posible que nunca volviese a hacerlo, pero sentía necesidad de arrimar el gollete de la botella a la boca y dejar entrar en su garganta el calor concentrado que contenía.

El vino era espléndido, de su propia finca. Un resto del antiguo vino de Canarias, que fue célebre en el mundo y que se vendía muy bien allí mismo, en la isla. Vino del Monte, más caro que ninguno de los vinos de la península, oscuro, aromado, uno de los mejores vinos del mundo.

Sintió el contacto del vidrio en sus labios. Bebió un largo trago cerrando los ojos, como quien besa. Inmediatamente sintió su efecto confortante. Volvió a beber una y otra vez.

Sonrió… Alguien parecía llamar desde los ventanales, fuera de ellos, en la noche, alegremente. Las enredaderas empujadas por el viento lanzaban de cuando en cuando contra los cristales unos tiernos dedos verdes, unas ramas demasiado crecidas que el jardinero cortaría pronto. Detrás de ellas, el rostro del cielo guiñaba sus infinitos ojos brillantes. Los hizo girar en una ronda de primavera. Los hizo quemarse más cálidamente que en ninguna noche que Marta recordara.