Изменить стиль страницы

III

Si he contado las cosas que sucedieron aquella noche en que Marta terminó lamentablemente mareada es porque más tarde llegaron a confundirse en ella con los demás sucesos que recordara en los días en que sus parientes peninsulares vivieron en la finca del campo.

Durante años no había pasado nada agitado ni notable en la vida de Marta. Durante dieciséis años, muertes, bodas y días tranquilos, se habían deslizado componiendo su vida en un ritmo plácido. Ni la guerra lo había alterado. Pero aquella llegada de sus parientes fue la primera cosa que realmente conmovió su espíritu. Toda la casa pareció alborotarse y ella tuvo la sensación de que salía de su vida pasada para meterse en un mundo de sensaciones y sentimientos nuevos.

Ellos la desconcertaban un poco. Había esperado que fueran totalmente distintos a las personas que hasta entonces había conocido, pero lo eran hasta un punto que a ella la desorientaba.

El primer día de aquella llegada pasó rápido, como cargado de electricidad. Daniel tocó el piano para todos. Tocaba hábilmente y el cuarto de música, que a pesar de la puerta-ventana abierta al jardín era oscuro, para Marta se transformó en un extraño lugar de ensueño donde las figuras en penumbra adquirían calidades fantásticas.

A Pino le gustaba la música. Su cara estaba dulcificada y se apoyaba en José, aburrido y distraído. Don Juan, el médico, demostraba su entusiasmo con el movimiento de su cabeza.

El cuarto de música era una de las pocas habitaciones que no fueron reformadas cuando la boda de los padres de Marta. Una sala atestada de mesitas y vitrinas, cargadas de fotografías antiguas en las paredes o en álbumes.

Había allí dos guitarras y un "timple", y aquel piano que José mandaba afinar a menudo, aunque desde la enfermedad de Teresa no lo tocaba nadie y al que ahora el gordinflón de Daniel sacaba su armonía. Había también una cama turca llena de cojines con colores vivos que se despegaba del conjunto. La cama donde aquella noche iba a dormir Marta y que era llamada pomposamente el diván.

En una esquina de aquel diván estaba sentada la chiquilla. Junto a la ventana veía recortarse el amplio busto de Hones como si se dispusiera a cantar. Algunos momentos Marta tuvo miedo de que lo hiciera en efecto, y de que una voz potentísima los destrozara a todos.

Pero no le gustaba tener aquella sensación de cosa cómica que le hacía rondar una involuntaria sonrisa en la boca. No le gustaba que sus parientes le pareciesen risibles. A quien más miraba era a Matilde, que estaba triste, apagada y severa.

Cuando el concierto terminó, Daniel se volvió hacia todos. Se limpió la frente con el pañuelo y durante un segundo nadie dijo nada. Entonces ocurrió algo chusco. En el silencio se oyó un ruido especial.

"Cloc, cloc, cloc, cloc…"

No era exactamente el ruido que hacen las gallinas. Marta no había visto nunca una cigüeña, de modo que no supo cómo clasificarla. Pero alguien imitaba a una cigüeña. La muchacha se sobresaltó. Miró a todos. Todos se miraron… En seguida empezaron a hablar y a felicitar a Daniel. Sólo Matilde parecía enfadada.

Durante la cena, cuando ya don Juan se había marchado, se reprodujo de nuevo aquel extraño ruido.

"Cloc, cloc, cloc, cloc…"

– Pero ¿qué es eso?

Marta lo preguntó sin poder contenerse. Matilde le lanzó una mirada fría, como si ella la hubiera interrumpido en su explicación a Pino de que Daniel estaba a régimen, y que sólo tomaba cosas hervidas y al mismo tiempo mucha mantequilla fresca y de postre su flan. Honesta misma se lo haría al día siguiente.

– No, niña -decía Pino un poco fastidiada-. Vicenta sabe.

– Entonces yo le explicaré cómo tiene que ser -dijo Hones-. Es un flan especial.

José intervino.

– Aquí habrá que acostumbrarse a lo que haya en la casa. No me imaginaba que en la guerra Daniel se hubiera vuelto tan refinado.

– Oh, el pobrecito Daniel está delicado -dijo Hones-. Los artistas son tan delicados…

José Miró a Hones con aquella sonrisa fea que parecía tener en exclusiva.

– Querida tía…

Hones hizo un gesto con las manos como para taparse la cara. Algo así como cuando a una jovencilla pavisosa le coge el rubor.

– ¡Ay, por Dios, no me llames tía…! Si casi tenemos la misma edad.

– Querida tía. Tú te acordarás muy bien que cuando yo era un chiquillo tuve que ir a comer a casa de ustedes muchas veces. Entonces yo estaba realmente enfermo, pero para mí no hubo jamás un trato especial. Daniel mismo decía que tendría que acostumbrarme… Creo que tenía razón. De modo que ya lo sabes, él también se acostumbrará.

Pino le escuchaba nerviosa y dijo que su marido era el hombre más agarrado del mundo.

– ¡Qué importará un flan…!

José la escuchó con la cara enrojecida sin perder su sonrisa.-Como tú quieras. "Cloc, cloc, cloc, cloc…"

Ahora Marta supo que aquel ruido lo hacía Daniel con la lengua y la garganta a un tiempo. Pino también se volvió a mirarle, sorprendida. Hones explicó con naturalidad.

– Es un tic que el pobre tiene desde la guerra… Un tic nervioso.

La criada, una joven gorda, había hecho tantos esfuerzos para contener la risa que en aquel momento empezó a llorar silenciosamente, y de pronto corrió a la puerta de muelles que separaba el comedor del servicio. Tropezó en ella con la bandeja y tiró al suelo la salsera. Pino se enfadó gritando dos ó tres expresiones ordinarias y explosivas. Después de decirlas se fijó en Matilde, que la miraba con su nerviosidad de siempre, y se echó a llorar.

No había duda de que todo aquello resultaba muy animado. Marta miró a Daniel y vio que su tío parecía abstraído en la contemplación de las piernas que la criada Carmela enseñaba en aquel momento mientras recogía muy azarada los trozos rotos y con una bayeta la salsa derramada en el suelo.

Hones y Matilde, como si nada sucediese, comían silenciosas, mientras José hacía tomar agua a Pino.

Al cabo de un momento, después de una grave meditación, se oyó la voz de flauta de Daniel.

– Yo mismo explicaré mañana a la cocinera la forma de hacer mi flan…

José enrojeció.

Marta tenía ganas de saltar en la silla, excitada. Miraba a Matilde continuamente; pero la poetisa no parecía fijarse en ella. Al terminar la comida, Matilde propuso:

– Vamos a rezar por los muertos que han caído hoy en el campo de batalla.

José y Pino se miraron.

– En tu cuarto. Aquí no somos beatos.

Así terminó José con una voz muy irritada aquella primera cena en familia.

Marta se despertó por la mañana oyendo los cantos de Chano el jardinero. Tuvo al abrir los ojos una sensación agridulce al pensar en sus parientes. Le hacía ilusión que estuvieran allí y al mismo tiempo le parecía que algo, alguna promesa, se había frustrado con la llegada de ellos.

Salió al jardín y Chano la saludó y se acercó a ella tendiéndole una carta. El muchacho sabía leer, pero su hermano, que estaba en el frente, tenía una letra tan mala que no había manera de sacarle jugo a aquélla. Marta le ayudaba. Estuvo descifrando, pues, algo de aquel contenido. Después de muchos vivas a Franco y a España y a la muerte, porque el hermano de Chano era legionario, después de muchos deseos de que todos los familiares estuvieran buenos, en la carta se decía que la vida del frente era la mejor vida para un hombre, y que el hermano de Chano venía con permiso y que pensaba convencer al propio Chano de que debía alistarse "antes de que sea por fuerza", porque así podrían estar juntos y siempre sería mejor.

– ¿Te vas a alistar?

Chano enseñó sus dientes blancos.

– Yo por mí sí querría. Pero tengo que engañar a mi madre… ¿Usted sabe? A mí me gustaría ver algo por ahí fuera antes de que se termine la guerra.

– Yo también me marcharía si fuera un hombre -Marta estaba pensativa-, y si no hubiera que matar a nadie.

– ¡Eso de matar…! Lo malo es que lo maten a uno, ¿no cree, mi niña? Dice mi hermano que al que es listo no le cogen los tiros.

Ni Marta ni el propio Chano sabían aquella mañana que al fin el jardinerillo marcharía al frente; que alcanzaría la guerra en sus últimos momentos, y que a los tres días de estar en las trincheras una granada le volaría la cabeza.

Cuando Marta se iba, Chano la llamó. -No se lo diga a nadie, ¿oye, Martita? -No, ¡qué va!

Marta, mientras hablaba con el jardinero, había visto a Matilde asomada a la ventana de su cuarto. Le pareció a la niña la encarnación de la energía, con su trenza bien peinada. No pudo imaginar que Matilde estuviera llena de desaliento en aquel momento. El risueño paisaje que la rodeaba se le hacía a la poetisa silencioso y oscuro como una cárcel. Se sentía irritada y casi desesperada. Hones y Daniel se encontraban a sus anchas en aquella casa que, según decía Daniel, daba olor a dinero. Hones la encontraba muy interesante. La noche antes, cuando ella y Daniel se estaban desnudando, Hones después de cruzar el corredor llamó al cuarto de ellos y les hizo ir a su propia alcoba, que era la que antes había pertenecido a Marta. -Venid, venid.

Hones estaba agitada, envuelta en su bata, con la cara llena de crema y el cabello de rizadores. -Venid; mirad.

Les llevó hasta la ventana y al asomarse, ellos vieron solamente un rincón muy tranquilo del jardín, casi un patio abierto, muy romántico con sus enredaderas grandes y bajo ellas un banco.

– ¡No!… ¿No veis? Es allí enfrente. Casi en ángulo con aquella ventana, y a la misma altura, había otras dos enrejadas. Hones susurró, trágica y al mismo tiempo encantada: -La loca… ¡Tan cerca de mí! Daniel la miró pensativo. Matilde tuvo miedo de oír otra vez el clocleo de la cigüeña, de modo que cortó, seca:

– ¿Para eso nos has traído aquí? ¡Vamonos a dormir, Daniel!

– No; esperad, veréis… Es interesantísimo lo que acabo de descubrir hace un rato.

Hones fue hacia el escritorio que había en aquel cuarto. Ella lo había transformado en tocador colocando sobre él muchas cajas de cremas y polvos y un espejo. Allí encima estaba una fotografía grande en un marco de plata. Hones la llevó bajo la luz.

– ¿Quién diréis que es?

Miraron. Aparecía la cabeza y el cuello esbelto de una mujer muy joven con el cabello recortado según la modo de algunos años antes. Tenía unos ojos hermosísimos, claros. Era muy bella.

– ¿Es la loca? -preguntó Matilde.

Hones se decepcionó.

– ¡Oh!…, tú todo lo sabes.