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"Si viviera en Las Palmas, no estaría yo así, que me estoy consumiendo viva", pensó. La familia tenía una casa en Las Palmas, una casa antigua de dos pisos en el barrio de la Vegueta, cerrada desde la muerte de don Rafael, el abuelo de Marta. Era un crimen tener aquella hermosa casa, completamente amueblada, y no habitarla, y en cambio estar metidos en este campo maldito sin la menor distracción.

No sabía bien qué es lo que esperaba ella al casarse con un hombre como José, estirado, y con fama de rico. Pero algo, un bienestar que no tenía, sí que había esperado. Aunque a veces al pasar por las calles de la ciudad en el gran automóvil nuevo sentía como un ramalazo de orgullo por su matrimonio, la mayoría de los días se lamentaba de aquella boda que había sido como una trampa para su juventud.

– Ten paciencia -le decía su madre-; los hombres cambian. Ya te sacará, ya te llevará a los sitios…Luego, aquella mujer optimista, se impacientaba.

– Pero si ahora, con la guerra, no hay adonde ir… No sé qué demonios quieres. Más de cuatro se mueren de envidia.

Cuando Pino lloraba, su madre se quedaba pensativa y le daba, al fin, el consejo deseado.

– Lo que tú debías conseguir era que te trajera a Las Palmas. A la loca, que le pongan una enfermera y que se quede allí en el campo con la Vicenta y con la hija…

Cuando Pino oía esto llegaba a calmarse. Hasta se reía, como si aquella cosa negra, oprimente que llevaba dentro del pecho, se le aliviase. Su madre era una mujer práctica, y nunca estaba aburrida. Era ama de llaves de don Juan, el médico de la familia Camino. Era también otra cosa en aquella casa, según las malas lenguas, y últimamente a Pino le habían entrado grandes reconcomios de orgullo, y se enfadaba con aquella mujer porque no apuraba al viejo médico a que se casase con ella.

– ¡Déjame tranquila, caray! ¿Quieres que me case para volverme neurasténica como tú…? Eso es para las jóvenes. Yo ya no tengo ilusiones.

Pero tenía ilusiones. Le gustaba llevar la casa de don Juan, enterarse de los recados de los enfermos, ir con una amiga al cine, comer bien. Cuando Pino se quejaba demasiado le daba una palmada en las nalgas, que restallaban.

– ¿Dices que eres desgraciada, con ese culo que estás echando? Pero si se ve que te das buena vida… Yo a tus años trabajaba como una negra para mantenerte, mi hija… ¡Qué más querrás!

Pino volvía confortada de esas visitas. Se arrellanaba junto a José con una gran tranquilidad en el automóvil color rojo. Pero nada más salir el coche de la tibieza de Las Palmas y enfilar por la carretera del centro hacia Tarifa y Monte Coello, Pino volvía a su sombría angustia. Tenía la impresión de que la oscura avenida de eucaliptos que descendía entre los campos de viñas de la carretera hasta el jardín era una garganta que la tragaba. Un cuarto de hora tardaba el coche desde la ciudad hasta su casa, y parecía que la llevaba a otro mundo.

¿Qué hora sería? Las once de la mañana. En cualquier momento llegaría la majorera a despertarla, para la inyección reconstituyente que se le ponía a Teresa. A la majorera le tenía sin cuidado que Pino hubiera o no hubiera desayunado, o que estuviese buena o mala. Había que poner la inyección. Si Pino se rebelase, la vieja Vicenta hablaría en seguida con José de la necesidad de traer otra enfermera, ya que Pinito estaba cansada. Bastante había gruñido Vicenta diciendo que eso de dejar sola a Teresa por las noches, aunque la alcoba de José y Pino estuviera cerca, no estaba bien. Vicenta quería dormir en la alcoba de Teresa, pero en eso ella no cedería nunca… Mientras José saliera por las noches, las criadas jóvenes deberían estar bien guardadas abajo. Por nada del mundo hubiera traído tampoco otra enfermera. Sobraban mujeres en aquella casa. Ya estaba José demasiado consentido entre tantas faldas. Todos estos pensamientos la atormentaban. Cada vez que había insinuado la única solución de su vida que se le representaba ya casi obsesivamente y que era irse a vivir a Las Palmas, dejando allí a Teresa, José se había puesto hecho una fiera. Pino lloraba.

– No veo por qué tanto enfado… Don Rafael bien vivía en Las Palmas con su nieta, y era padre de Teresa, no como tú, que no eres nada de ella, y me sacrificas a mí por esa loca.

– Cuando te casaste, ¿sabías o no que ibas a vivir aquí?

– Sabía que me casaba contigo.

– Pues casarse conmigo es vivir aquí, ¿entiendes? Aquí. Con Teresa. Cuando mi padre se casó con Teresa, ella era una chiquilla, pero como yo estaba delicado del pecho fue ella la que arregló esta finca para vivir siempre aquí. Por mí, ¿entiendes? Yo no había sido feliz nunca en mi vida hasta que vine a esta casa. Aquí me hice un hombre, aquí conocí lo que es un techo propio, una alegría, una tierra de uno. Teresa supo ser una buena madre, ¿entiendes…? Y ni por ti, ni por nadie, la dejo… Mientras ella viva, aquí vivo yo… Bien sabido. Bien sabido. Una mujer joven y sana tiene su vida amarrada a la vida de una loca. Se llevó las manos a las sienes. Le latían pesadamente. ¿Por qué estaba destinada a sufrir tanto? ¿Sería posible que nadie, ni su propio marido, la quisiera? Oyó a lo lejos, separado por los muros de la casa, el sonido de un piano. Entonces recordó a los peninsulares, y sin saber por qué, su alma se cargó de rencor. Ya habían tomado posesión de la casa aquellas gentes… Había esperado algo de ellos, hasta ayer. Una ayuda, una mano tendida… No sabía qué. Pero, ¡cómo eran! Eran horribles. Hones le había parecido una vieja prostituta, pero con muchas pretensiones, muchos remilgos. La otra, Matilde, peor. Tan fría, tan "superior" y encantada con aquel viejo melindroso que tenía por marido. Gentes finas. Con las narices arrugadas por si acaso algo les daba mal olor. ¿Cómo pudo pensar que iban a traer algún cambio a su vida triste? Venían a olisquear. A estorbar. A José su presencia no le imponía ningún respeto. Prueba de ello el paseo de la noche anterior contra el insomnio… Y eso después de haber discutido con ella sobre el dinero de la casa. Decía que no le iba a dar ni un céntimo más, a pesar de la llegada de los parientes. Que estaba seguro de que a Pino le sobraba… Ahora no podría ni sisar para sus pequeños gastos, y bien sabía Dios que la miseria de José hacía necesaria esta sisa. Debía estar loca esperando un alivio de gente nueva. Ahora le parecía que les odiaba… Todo lo que pensaba esta mañana estaba como emponzoñado. El piano le martilleaba en la cabeza… "Voy a llamar a la muchacha y a mandar que quienquiera que sea el maldito que toque, que se calle en seguida…"

Se levantó con las palmas de las manos húmedas. "Esto es debilidad." Un soplo de terror que antes la había cogido, volvió a atormentarla. Fue a abrir las maderas de la ventana. Pensaba sentarse en el tocador, y recoger un poco aquellos cabellos demasiado foscos. Su tocador le gustaba, y mirarse allí la calmaba un poco. Al pasar vio que a uno de los candelabros de plata que lo adornaban le faltaba una vela, y recordó lo sucedido dos noches antes. Le pareció tener delante de los ojos la cara de mosquita muerta de su cuñadita. Por un momento, la niña había demostrado lo que era: una soberbia, una rabiosa, con la cara sin sangre debajo de aquellas pecas que le sombreaban la nariz, con los ojos verdosos, pálidos de ira…

Pino, arrastrando las zapatillas, fue hasta la ventana. La abrió. Detrás de los cristales el esplendor del día hirió sus ojos un poco hinchados. Sin embargo, se detuvo a mirar. En el asiento de toldo se balanceaba alguien. Reconoció las piernas carnosas, bien hechas, de Honesta, y las de Marta tostadas por el sol, con la falda descuidadamente subida hasta la rodilla, y las sandalias blancas, que castigaba sin piedad contra el picón. Verlas así, de pronto, era como si chocaran contra ella aquellas dos mujeres.

Otra vez tuvo la sensación desagradable de que el corazón le resonaba dentro del pecho como un tambor. Estaba segura de que hablaban de ella. Marta vertería su veneno en los oídos de los tíos, y todos serían enemigos de Pino dentro de la casa. Había sido bien tonta de no pensarlo antes. Le parecía oír la voz de la niña, con su odiosa precisión.

"¿Pino?… No le hagan caso. Es una ordinaria, hija de una criada. Llama padrino a don Juan, el médico, que no sólo no lo es, sino que para colmo, es padrino mío… Lleva las joyas de mi madre siempre que se le antoja. Pero ella no tiene nada. Es una criada que se hizo un poquito más fina porque la madre tuvo suerte de entrar en casa de don Juan como ama de llaves. Pueden ustedes reírse de ella, que es una boba, y ni lo nota. Ayer, cuando se le derramó el té, y Matilde dijo que no tenía importancia, y se reía de ella, no lo notó. Ella y yo, no nos podemos ver. Desde que vine del convento y nos miramos, la desprecié. La desprecié, sí. Empezó a hablarme de novios y pretendientes que había tenido, y yo ni la escuchaba. Me hablaba de sus ilusiones, y yo ni la oía. Ella entonces tenía muchas ilusiones. Estaba recién casada. Creía que las madres de todas mis amigas la iban a recibir con los brazos abiertos, hasta no le hubiera importado hacer jerseys de punto para los soldados del frente con tal de estar con aquellas señoras. Luego se ha dedicado a hablar mal de ellas, pero yo sé por qué, todo le salió mal… Todo el verano viéndome salir de excursión con mis amigas, riéndome, volviendo cansada, feliz, y ella sola en casa. Un día le pregunté, a ver qué decía, para reírme, ¿saben?

"-¿Tú no tienes amigas, Pino? "¿Saben ustedes lo que hizo? No le hagan caso. Aquí nadie la defiende, si no es don Juan, el médico, que viene los domingos a comer y a pasar la tarde. El marido se le va por las noches…"

Sí, parecía que la estaba oyendo, y sólo Dios sabía cómo en este momento la odiaba. A ella, y a todo lo que había alrededor. A todo lo que ennegrecía su vida. A la maldita Teresa…

Estaba Pino tan abstraída que no oyó un golpe en la puerta de su alcoba. Entró Vicenta y se quedó mirándola.

Los peninsulares, el día anterior, habían encontrado pintoresca a Vicenta. Era sólo una mujer de aspecto campesino, con unas facciones obtusas, y unos ojos feroces y vivos, que desmentían la pesadez de los rasgos. Aquellos ojos se achicaban ahora mirando a Pino. Quedó unos segundos junto a la puerta, con un gesto de secarse las manos en un inexistente delantal. La cara de Pino tenía un color grisáceo junto a la claridad de la ventana. Se enterraba las uñas de una mano en la palma de la otra. Esto es lo que estaba viendo la majorera. Vicenta tenía el alma seca. El sufrimiento ajeno era como una especie de lluvia refrescante para ella. Su cara oscura pareció ensancharse con una maligna alegría, pero sólo duró unos segundos. Súbitamente se asustó como si hubiera visto un fantasma en la cara de Pino. Se conmovió todo aquel cuerpo, como si lo pasara una corriente eléctrica. Hizo un movimiento.