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– No lo sé, lo supongo.

– Yo creí que era una artista de cine que tenía la niña aquí… ¡Cómo me iba a imaginar que esta belleza…! Porque es una belleza, ¿no?… Le pregunté a Marta quién era y me dijo que su madre. ¿No es extraño? Yo creí que Teresa era muy vieja.

– Pero este retrato es antiguo, ya no será así…

– No…; pero ¡qué curiosidad por verla! ¿No te parece, Matilde?

– Yo no tengo ninguna. Vamonos a dormir.

A Matilde no le divertían aquellas historias de la casa. Hones también había descubierto encantada que José, apenas se retiró a su cuarto aquella noche, volvió a salir dando un portazo, después de discutir con Pino.

Matilde suspiró en la ventana, un momento, aquella mañana hermosa de noviembre. Todo aquello, todas aquellas historias familiares, le producían cansancio y desesperanza. No sabía moverse entre ellas después del mundo de aventuras en que había vivido desde la guerra.

Daniel, en el comedor, había mandado llamar a la cocinera. Tenía delante de él y de su taza de desayuno un montón de paquetitos llenos de polvos desconocidos de los que luego se hicieron tan populares. Pero que Vicenta hasta entonces no había visto nunca.

– Son sucedáneos, buena mujer.-Sí, señor.

Aquella mujer alta y seca, con su pañuelo anudado bajo la barbilla, miraba al suelo y lanzaba por debajo de sus párpados alguna ojeada a Daniel, que estaba sentado a la mesa con una taza de tila delante.

– Son sucedáneos… Tendré que irlos sustituyendo poco a poco por huevo para que mi estómago no se resienta. Hoy, para hacer el flan mezclará a estos polvos media yema, mañana una entera, luego dos, tres, cuatro, hasta que un día el flan contenga media docena… Al mismo tiempo se irá disminuyendo la cantidad del sucedáneo. ¿Comprende usted? -Sí, señor.

José bajaba la escalera en aquel momento y se había detenido a escuchar con una curiosa expresión.

– Oye: ¿pero es un flan o una tarta lo que te van a hacer?

Daniel se sobresaltó cuando su sobrino se acercaba a la mesa. Vicenta desapareció silenciosamente.

– Ya sabes que nosotros, que yo, de otras cosas como poco y…

– Está bien.

José abrió el periódico. Los ventanales estaban abiertos. Olía a café, a tila, al gofio que aparecía dispuesto en recipientes de cristal, y también a mañana primaveral, a flores. José soltó una exclamación por algo que había leído en el diario.

– ¿Qué te pasa, José, hijo mío? No tuvo respuesta. José no parecía juzgarle digno de diálogo. Daniel, desamparado en la soledad de la mesa, donde el sol hacía brillar tazas vacías de porcelana, cucharillas, y un jarro con flores, dudó unos segundos porque sentía su tic subiéndole a la garganta. Infló las mejillas, movió la cabeza. Al fin no pudo remediarlo.

"Cloc, cloc, cloc, cloc…"

José cerró su periódico.

– No hagas esas idioteces, haz el favor.

– No puedo remediarlo, estoy enfermo… Bajaban las escaleras Matilde y Honesta, muy sonrosada, metida en una batita veraniega. Luego entró Marta desde el jardín y se sentaron todos a la mesa. José dobló el periódico.

– A propósito: ahora que están todos ustedes reunidos me gustaría hablar de la cuestión económica. Prefiero que no esté Pino delante, porque mi mujer es demasiado sensible.

Marta se asustó porque José era muy desagradable siempre hablando de cuestiones económicas, como él decía. Él decía que no se podía malgastar un céntimo del dinero de Teresa que le estaba encomendado. Aquel día expuso a sus parientes la situación: ellos tendrían que contribuir con algo al gasto de la casa. Marta vio cómo Daniel se sobresaltaba. Honesta abrió mucho los ojos. Sin embargo, la cara de Matilde tomó una ligera animación.

– Si tú nos ayudas podremos trabajar los tres. Incluso creo que sería conveniente que viviésemos independientes en Las Palmas, hasta que termine la guerra. José se puso encarnado.

– No he dicho tanto, ni hace falta que sea en seguida.

Daniel y Honesta se unieron a él contra Matilde. -¡Por Dios, qué agresiva eres…! ¡Por Dios! Marta había querido intervenir de algún modo. Pero no sabía cómo. Aquel día quedó así la cuestión. José se marchó en seguida a Las Palmas, y ella hubiera querido quedarse con Matilde a solas y hablarle de sus poemas. No se atrevió porque Matilde estuvo con ella muy fría y muy poco propicia a la conversación. En cambio se vio arrebatada hacia el jardín por Honesta.

– Vamos a ser muy amiguitas, ¿eh…? En medio de todo somos las únicas chicas solteras de la casa. ¿No te parece…? Eres muy mona, ¿sabes?, pero deberías pintarte un poco y ponerte zapatos con tacones. -Eso dice Pino.-Y dime, dime…: ¿qué tal estás de novios?

– No tengo.

– ¡Ah…!, sí, tienes poco atractivo, pero es porque no quieres tenerlo; hay que cuidarse más…

Marta se vio andando entre los macizos de rosas, apretada por el abrazo de Honesta, respirando el olor de sus afeites mañaneros. Aquella conversación no se parecía en nada a la que ella había soñado en tener a solas con cualquiera de sus parientes. Honesta le hacía preguntas, como Pino misma le hubiera hecho sobre la vida que se llevaba allí. Si había diversiones o no en la ciudad…

Marta contestó rápidamente, y luego, casi desesperada, como si por medio de Honesta sus noticias pudieran llegar a Matilde, le explicó a su tía que ella escribía poemas y que había soñado la llegada de ellos tres para enseñárselos.

Ahora quedó Honesta desconcertada, pero se repuso en seguida.

– ¡Oh!, qué interesante. Yo también hago versos… Y Matilde es un genio… Pero no le enseñes nada a Matilde. Te dirá que son cursis tus versitos. A mí también me lo dice…

Se veía bien claro que Honesta hablaba por hablar. Marta pensó en sus amigos; un grupo de estudiantes intransigentes como la misma juventud, a los que ella les había hablado de estos parientes admirables, y que esperaban casi emocionados sus noticias sobre ellos. ¿Qué pensarían si vieran a Hones? Se reirían un poco.

Abatida, inclinó la cabeza mirando los senderos del jardín por el que paseaban. Le mortificaba el pensamiento de que hubiera preferido subir al desván y leer, que seguir charlando con Honesta.

Cuando su tía la arrastró hasta un banco con toldo y balancín para seguir hablando de sí misma, de enamorados, oposiciones familiares a sus amores, y mil bobadas contadas con muy poca gracia, Marta tuvo ganas de bostezar o de taparle la boca. Sin embargo, unos minutos después, sin ninguna transición, Honesta empezó a hablar de aquel amigo que había desembarcado con ellos, el pintor Pablo, y Marta se interesó. Según Honesta, era un hombre muy desgraciado porque se había casado por interés con una horrible mujer que fumaba puros y que le dominaba. Afortunadamente la guerra le había separado de ella. Pablo era muy interesante. Había vivido en París. Para ir allí se había escapado de su casa siendo aún muy joven y había hecho un viaje accidentado huyendo de la Guardia Civil y pasando la frontera a pie.

– Porque es muy fuerte, ¿sabes? Su cojera apenas es un residuo de una enfermedad de la infancia. No te vayas a creer que le falta la pierna ni nada de eso. Está muy bien formado…

Al decir esto, Honesta se ruborizó. Pero Marta no se daba cuenta de nada. Al mismo tiempo que escuchaba a su tía oía el piano que allí cerca, en la salita de música, tocaba Daniel.

– Se casó por agradecimiento a su mujer, que era una vieja chiflada que le compraba todos los cuadros. Pero ese matrimonio se puede deshacer; es sólo civil…

Marta no sabía, claro está, que la mujer de Pablo era mucho más joven que Honesta, pero sí notó que su tía en aquella mañana incurría en contradicciones al hablar de la boda de Pablo.

– ¿Pero se casó por agradecimiento o por interés? ¿Te lo ha dicho él?

– Nena…, ¿cómo me va a decir esas cosas?

– ¿No puede ser por amor?

– No…; su mujer es horrible. No le dejaba pintar…, y eso sí que me lo ha dicho Pablo. Dice que ahora es cuando empieza a poder pintar de nuevo. Y además, ¡date cuenta! ¡Fuma puros!, y… -bajó la voz- está de parte de los rojos; eso es seguro. No debe decirse porque perjudicaría al pobre Pablo, pero ella es una mujer de esas que dan mítines y cosas así.

– ¿Tú la conociste?

– Sí; un día en Madrid… Es horrible… Pobre, pobrecito Pablo…

– ¿No dices que es un genio?

– Sí.

– Pues no le llames pobrecito.

La voz de Marta era tan irritada que Honesta quedó con la boca abierta. Marta se sintió confusa también. No sabía cómo se había atrevido a hablar así a Honesta, ni por qué se sentía tan enfadada. No sabía tampoco que sentada allí junto a esta mujer, por la que empezaba a sentir profunda antipatía, su boca ancha tenía un extraño parecido con la de ella.

El banco en que estaban las dos se balanceaba suavemente. Enfrente, una pared llena de rosales trepadores producía una extraña sensación de ardor llena de sol. Sobre los rosales se abría la ventana del cuarto de Pino.

Pino despertó tarde, con una pesada melancolía. De un tiempo a aquella parte solía sucederle esto. Después de unos días de arrebato le venía aquella tristeza grandísima. Hacía mucho rato que José se había levantado sin molestarla apenas. Las ventanas del cuarto tenían las maderas cuidadosamente cerradas. Sólo filtraba una ligerísima raya de luz en el techo. La penumbra en que la habitación estaba envuelta se debía a la claridad que dejaba pasar la puerta del baño abierta por José. Pino hizo un movimiento, la estrecha cintura le dolía como si fuera a partirse con el peso de las caderas, y su corazón latió fuerte, desacompasado. Un pánico horrible la paralizó un momento y luego la misma fuerza de aquel miedo hizo que los latidos golpearan nuevamente con brutalidad el pecho. "¿Estaré enferma de verdad? ¿Me moriré?" Aterrada, recordó la cara de Vicenta, la cocinera, cuando pasaba a su lado mirándola de soslayo. Pino le tenía miedo. Contra ella la prevenía siempre su madre, cuando Pino iba a visitarla y a llorar un poco sus penas entre los fuertes brazos. Decían que la majorera conocía de un golpe a quienes llevaban en la cara la señal de la muerte. De Lolilla, la criadita esmirriada, cuyas mejillas, sin embargo, tenían buen color, había dicho Vicenta, hacía poco, que "hedía a muerta". Fijándose bien Pino había visto que la muchachilla se detenía ahogada, algunas veces, al subir la escalera y que sus labios tenían un extraño color morado… No quiso hacer caso de Vicenta, pero había preguntado a don Juan, el médico. Don Juan era un bendito, pero nadie mejor que ella sabía que no resultaba ningún lince. Pareció caer de las nubes, le tomó el pulso a Lolilla y le hizo sacar la lengua. Luego le dijo que estaba buena y sana. A Pino, en confianza, le explicó que por lo que ella contaba, bien pudiera estar la chica enferma del corazón. Lo mejor era desembarazarse de ella, no fuera a dar un susto. Pino no la echó, porque era difícil topar con otra menos atractiva. No era tan fácil además conservar las criadas en la finca, con tanto trabajo, y con una loca en casa que les daba miedo. Si viviera en Las Palmas…