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Pino se volvió, brusca, hacia ella.

Las dos se estuvieron mirando. Vicenta, quieta, con sus gruesos labios color de tierra algo más pálidos que de costumbre. Pino, con los ojos espantados, con una mano en el pecho, allí donde le golpeaba negramente el corazón.

De pronto, Pino pasó por delante de la majorera, con un gesto de desafío en los labios. Abrió la puerta de su cuarto, atravesó el pasillo, y bruscamente, brutalmente, se metió en la habitación de Teresa.

Había que poner la inyección a la enferma. Estaba entendido.

Vicenta, la majorera, entró detrás de ella. Tenía una voz áspera. Aspiraba las eses y las haches, como si una invisible j las hubiese raspado.

– ¡Cuidado, no la lastime…!

Había una sofocada orden, una velada amenaza, en la manera de decir.