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Muchos años atrás, aquella habitación, que era una especie de torrecilla en la casa, con cuatro ventanas, le había gustado a Luis Camino, y pensó instalar en ella su biblioteca. El proyecto quedó abandonado, como tantos otros, en la abulia que presidió la última época de aquel hombre. Sus libros quedaron en el cajón de embalaje, entre muebles y maletas viejos.

Marta fue hacia aquel cajón y levantó hábilmente dos tablas. Allí estaba el cuaderno con su diario y el otro de las leyendas. El corazón le golpeaba. Allí tenía siempre un lápiz preparado. Lo mordió y luego empezó a escribir con cierto arrebato:

"Gran Canaria…

"La luz de la mañana, verde, tiene una frescura salobre, marina, como si la isla saliese de las aguas cada amanecer.

"Marta, después de una noche inquieta, llena de proyectos, se duerme al fin. El pequeño mar de sus sábanas crece hasta cubrirla y es el océano infinito y brillante del día en que Alcorah, el viejo dios canario, sacó de su fondo azul las siete islas afortunadas. Una oleada cálida y húmeda viene de las tierras recién creadas. El corazón palpita brutalmente, ciego, entre la bruma pegajosa del mar. Hay imágenes y sombras de islas que danzan.

"La voz de Alcorah llena de oro los barrancos, crea nombres y deshace nieblas. Las palmeras, los picachos, los volcanes, surgen en una luminosa, imponente soledad… Marta se llama Marta en un campo de viñas calientes de Tamarán, la isla redonda.

"Leyendas de gigantes y de montañas suben a su alrededor como el vaho de la calina a mediodía.

"Así, Bandama, la montaña negra, la que Marta tiene delante de sus ojos, aparece con su historia antigua. Bandama es el gigante que instaló en los días del caos de la isla la gran caldera, donde hizo hervir el fuego infernal los primeros componentes de la vida de los diablos. Hervor y locura que no resistieron a la sonrisa de Alcorah. La gran caldera hirviente se convirtió, con este conjuro, en un inmenso nido de pájaros.

"«Así pasará con tu corazón», dice Alcorah a Marta en esta noche de sueños.

"Sombras de nubes cruzan sobre el viejo volcán apagado y la voz del dios de las islas se va por los barrancos dejando ecos imprecisos y angustia. Marta se ha visto al pie de la Caldera, cerca de su casa, que aún no existe, sola, entre el dolor de las viñas y de las higueras.

"¿Puede llegar a ser una caldera hirviente, un gran nido de pájaros, el corazón de una niña perdida en una isla de los océanos?".

Al terminar este trozo, lo leyó dos o tres veces, acalorada. Luego se fue enfriando. Por mucho cariño que tuviera a sus cosas, estaba lo suficientemente cultivada para saber cuántos defectos tenían sus poemas, qué balbucientes eran aún. Pero los parientes comprenderían, al leerlos, que ella era apenas una chiquilla muy joven y aislada.

Guardó sus cuadernos, y por primera vez sintió frío en el cuerpo, que debajo del camisón estaba desnudo. Una de las ventanas tenía un cristal roto, y la corriente de aire hacía golpear la lona que cubría una antigua cuna desarmada, con un plop plop insistente y frío. La bombilla, pendiente de un hilo, se balanceaba levantando extrañas sombras de los rincones.

Sin saber por qué, Marta se acercó a una de las ventanas. Limpió el polvo de los cristales con sus manos y acercó la nariz a ellos. Sabía que desde allí, entre dos colinas, se veía un trozo de mar lejano. Si hubiese apagado la luz lo habría visto brillar bajo las estrellas. Pero no apagaba la luz porque, de pronto, la noche, el silencio y lo insólito de estar en aquella habitación a tales horas le estaban empezando a dar miedo.

Los cristales le devolvieron su propia imagen, su cara de niña, con los pómulos redondeados y sus ojos un poco oblicuos como dos inclinadas rayas de agua verde. En aquella cara había algo tímido y espantado que le dio aún más miedo. Le pareció que detrás de ella los muebles crujían con una misteriosa vida. Tuvo la sensación de sus pies descalzos, indefensos contra posibles cucarachas; tuvo también la sensación de un jadeo y de una mirada humana clavada en su nuca, y quedó como hipnotizada mirando aquel cristal, sintiendo que sus manos se enfriaban y que su corazón no se atrevía a latir.

La puerta del desván, quizá empujada por el viento, se abrió a sus espaldas; ella cerró los ojos, encogida, esperando inútilmente el golpe de aire que de nuevo la haría cerrarse. De pronto todo le pareció tan absurdo que hizo un esfuerzo y se volvió bruscamente.

Creyó que se le paralizaba el corazón, porque, en efecto, una larga figura humana, con una vela encendida, estaba en la puerta. Por el terror que le produjo, tardó unos instantes en reconocer a su cuñada Pino, y luego el alivio fue tan grande que se encontró con las rodillas flojas y hasta con ganas de reír.

Pino era la realidad. Algo muy sólido que barría el miedo a la noche y a los insectos del desván. Algo muy familiar y un poco cómico, con aquel cabello espeso de rizado negroide, con el quimono abierto que el aire empujaba hacia detrás de ella, y el camisón pegándosele al cuerpo. Una vela, recién sacada sin duda del tocador de su cuarto, temblaba en su mano insegura. Los ojos de Pino, como siempre que estaban inquietos, acentuaban su estrabismo. Era muy extraño que no dijese nada. Tan extraño, que fue Marta la que empezó a hablar:

– ¿Qué pasa, Pino?

Pino respiraba fuerte, como si se preparara a hablar y no le salieran las palabras. Como Marta había avanzado hacia ella, la empujó apartándola y fue a asomarse a la misma ventana donde la muchacha había estado con la cara pegada a los cristales. El temblor de su mano era tan grande que la vela le estorbaba. La apagó, estampando la llama contra la pared, y la tiró al suelo. Marta se asombró mucho porque sabía cuánto estimaba Pino cualquier objeto de los que pertenecieran a su alcoba, aun los más insignificantes.

Pino, claro está, no veía nada notable en la negrura de fuera, aunque abrió los cristales y asomó por el hueco de la ventana la cabeza, despeinándose con el aire de la noche.

Marta la miraba boquiabierta. Toda la impresión de familiaridad que le había traído su presencia desapareció. Era como si la viese por primera vez en la vida. Se frotó los ojos.

Pino cerró de un golpe los cristales. Uno de ellos estaba ya rajado, y se sintió un crujido como si fuese a saltar. Ella se volvió a Marta, siempre en silencio, mirándola con aquellos ojos extraviados. De pronto se dio una palmada en la frente y empezó a pasear por el pequeño espacio libre de muebles que quedaba en la habitación. Marta fue hacia ella y otra vez la rechazó, con tal rudeza que la hizo tropezar con el cajón de los libros y quedar sentada allí, en actitud algo cómica.

Pino paseaba. Se daba golpes con los muebles. Empezaba a mascullar frases cada vez más audibles, y entre frase y frase soltaba palabrotas. Marta ya conocía este lenguaje de su cuñada, porque lo empleaba siempre al enfadarse con el servicio. La primera vez que la oyó estaba ella recién llegada de las dulzuras del convento, y hasta le había hecho gracia. Más tarde, todos los gestos de Pino, con todas sus expresiones, le habían llegado a parecer muy vulgares. Pero ahora estaba asustada, casi tenía la boca abierta de asombro, porque jamás había visto a nadie en este estado demencial. Nunca su madre, aunque decían que estaba loca, había tenido un ataque parecido.

Pino empezó a reírse y hablar a borbotones.

– …todo muy bien pensado. Pino, la idiota, duerme. Los hermanitos se ponen de acuerdo. ¿Cómo lo va a sospechar ella…? Pero yo tengo el sueño ligero… Yo oigo muy bien los pasos en la escalera del desván… José no está en la cama. No es la primera vez que me hace esto; dicen que padece insomnio… ¡Insomnio! ¡Toda la familia con insomnio…! ¡Cochinos…! ¿Dónde está?

La última pregunta se la dirigió directamente a Marta. Acabó agarrándola por los hombros.

Marta ahora entendió. Al parecer, su hermano José había tenido la misma idea que ella, levantándose de noche. Si Pino no hubiese estado tan agitada, ella se hubiese reído. Pensó casi sin querer en cuánto había cambiado Pino desde que la conoció, recién casada, la primavera anterior. Últimamente todo la excitaba. A Marta le salió una voz muy tranquila.

– Yo no sé dónde está José, Pino. ¿Por qué te imaginas que yo lo sé? Hice una tontería subiendo al desván… Vámonos.

Pino se calmó apenas, con el tono de aquella voz.

– ¿No sabes…? ¿Y en la ventana? ¿Qué estabas viendo por ahí? ¡Tú sabes algo, vaya si lo sabes…! La vieja te lo cuenta a ti.

– Pero, ¡por Dios!, ¿qué vieja…? No te entiendo.

Pino la miró de arriba abajo.

– Ah, sí… El angelito… ¿Te crees que me chupo el dedo…? Tú lo sabes todo y ahora mismo, ¿entiendes?, ahora mismo me lo vas a decir.

– ¡No grites!

– Sí grito. ¿Cómo que no? ¡Como si no estuviera en mi casa!

Marta se encogió de hombros.

– Bueno, ya está bien… Yo me voy a mi cama.

Pino quedó desconcertada, mientras Marta, en efecto, le dio la espalda dirigiéndose a la escalera. Empezó a gritarle que volviera con tales voces que la chica se detuvo espantada. La verdad era que Marta no estaba muy segura de sí misma. Tenía un sentimiento de culpabilidad por haber sido cogida allí, en la noche, sin poder justificarse. Aquella palabra que a ella le gustaba emplear, "la inspiración", ¡qué ridícula resultaría diciéndosela a Pino en un momento como aquel!

Pino jadeaba. De pronto pareció derrumbarse y se apoyó en la pared, tapándose la cara con las manos como si fuera a llorar. Respiraba fuerte y temblaba.

Marta se enfrió. Se encontró repentinamente pequeña y preocupada escuchando por si alguien venía, aunque sabía que era muy improbable.

– Pino -dijo-, tú estás enferma, estás mala.

Pino, de pronto, corrió a la ventana como había hecho antes. Intentó abrirla de nuevo y no acertó. Decía que se estaba ahogando. Como si la ropa la oprimiera se tiraba del camisón hasta romperlo. Por fin empezó a llorar, con el cuerpo flojo, y Marta pensó que se caería. Se acercó y la cogió por los hombros haciéndola sentar sobre el cajón donde ella había estado antes. Mientras le hablaba pensó que estaba destinada siempre a ocuparse de personas que no le importaban lo más mínimo. En el internado era ella la encargada de calmar siempre a una muchacha histérica. Recordó sus métodos.

– Pino, dime lo que te pasa. Nos hemos portado como dos locas, pero yo no sé por qué… ¿Cómo puedo saber yo dónde está mi hermano?