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José añadió, mientras el caballero grande y tripudo estrechaba las manos de todos:

– Don Juan es el médico de casa. Era el mejor amigo desde la infancia del abuelo de Marta… Hoy día es como nuestro pariente más cercano.

– Pasen, mis hijos -dijo familiarmente don Juan, como si, en efecto, fuera el dueño de la casa-. Pasen y tomen posesión…

Todos fueron entrando; Marta quedó detrás, sin decidirse a seguirles. Se fijó por primera vez en la casa donde había nacido. La miró críticamente como pudiera hacerlo una desconocida. En el jardín crecían ya los crisantemos y seguían floreciendo las dalias. Por las paredes del edificio trepaban los heliotropos, madreselvas, bugambillas. Todos estaban en flor. Sus olores se mezclaban ardorosamente.

Marta se sintió satisfecha de aquella belleza, de aquel lujoso desbordamiento.

"En otros países, ya en esta época del año hace frío. Se caen las hojas de todos los árboles, nieva quizá…"

Trató de imaginarse que ella venía de un país muy frío, lleno de tinieblas, y llegaba a esta casa… Se sentó en el escalón de la entrada y puso la palma de su mano en el cálido picón que jamás había recibido la caricia de la nieve.

El sol le daba en los ojos y tuvo que guiñarlos. Enfrente de ella las montañas ponían su oleaje de colores; la alta y lejana cumbre central lucía en azul pálido, parecía navegar hacia la niña, como horas antes había navegado el gran buque en la mañana.

Marta pensó en las tres personas que acababan de desembarcar. Por el ventanal abierto oía sus voces.

A lo lejos se oía un rastrillo arañando el picón de los paseos. La voz potente del jardinerillo Chano se dejó oír en una canción de notas largas, profundas. Se detuvo un momento, y en el silencio se oyó el grito de una criada llamándolo a la cocina para el almuerzo.

Todo esto era suficientemente plácido y encantador, como ella quería que lo fuese para los refugiados de guerra que habían llegado. Pero Marta no estaba tranquila. Dentro de los muros de la casa esta placidez y tranquilidad desaparecían. Allí dentro no había felicidad, ni comprensión, ni dulzura.

Marta frunció el ceño.

Por el ventanal llegaba la voz de su cuñada contestando a una insinuación de Hones:

– ¡No, qué va!… La niña no es ninguna compañía para mí. Está siempre con sus estudios. Y además… ¡si viera cómo es! ¿Quieren creer que esta mañana la encontraron durmiendo en el comedor con una botella de vino en la mano?

El corazón de Marta latió desagradablemente, porque lo que decía Pino era verdad. No había medio de defenderse de ello. La noche anterior Pino y ella, que habían vivido indiferentes la una a la otra durante algunos meses, se habían encontrado frente a frente. Marta estaba resentida aún, y más que por nada, porque había sido muy cobarde y muy tonta. La voz de Pino la hería. Pero algún día estas gentes recién llegadas sabrían que ella, Marta, había sufrido entre los recelos y la vulgaridad que escondían aquellos muros, y este pensamiento la consolaba infantilmente.

"He sufrido."

Murmuró esto y sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos. Entonces supo que alguien la estaba mirando.

Volvió la cabeza y vio, separada de ella por varios macizos de flores, la figura de una mujer, vestida con un traje de faldas largas, como las campesinas viejas. Llevaba un pañuelo negro a la cabeza y sobre él se había colocado un gran sombrero de paja, como siempre que salía algún momento al jardín o al huerto. Era Vicenta, la cocinera de la casa. Comúnmente la llamaban allí la majorera, porque majoreros y majoreras se les llama a los habitantes de Fuerteventura, y ella era oriunda de esta isla.

Marta no sabía que Vicenta había estado acechando en el comedor a los recién llegados, que en la reunión familiar la había echado de menos a ella y que salió al jardín con la intención de averiguar dónde estaba.

No le dijo nada. Marta a ella tampoco. Pero se levantó poseída de una gran vergüenza de que la criada la hubiera cogido en un momento de debilidad. Sintió que enrojecía lentamente al impulso de sus pensamientos. Abrió con cuidado la puerta de la casa, con cierta torpeza salvaje y conmovedora, y desapareció allí dentro.

La mujer, que estaba en la esquina de la casa, se marchó también. El jardín quedó solitario, lleno de luz de mediodía.