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– Algo más que un bebé será, si tu hermano murió ya hace diez años.

– Sí, murió en un accidente de automóvil. Su segunda mujer está delicada, según nos escriben, y el nene…, quiero decir mi sobrino José, a quien siempre llamamos así, es ya un señor casado y todo… Creo incluso que tiene más edad que tú, Pablo.

Hones levantó la cabeza, que llevaba envuelta en una gasa verde, bajo la que brillaba el cabello oxigenado. Le molestaba oír hablar de edades.

– ¡Qué hermoso día, Pablito…! Ya llegamos.

– ¡Ahí está! -dijo Daniel, excitado-. Es inconfundible.

Honesta miró. Vio en el puerto la flaca figura oscura, rematada por una cabeza albina, y vio que aquel hombre les saludaba con un pañuelo. En la mano centelleaba algo, una sortija.

Ella también agitó el pañuelo y lo llevó luego a los ojos, conmovida.

– La familia, Pablito… ¡Es conmovedor! ¡La voz de la sangre! Comprendo que soy tonta…

Pablo se reía sencillamente, enseñando unos dientes blancos. Muy interesado, al mismo tiempo que escuchaba a Hones, por el espectáculo del puerto. La familia Camino siempre le divertía muchísimo.

Él dilató la nariz al olor de la tierra, que después de varios días de navegación dejaba sentir su perfume. Se sintió cautivado por el espectáculo de los muelles y achicó los ojos inconscientemente para recoger mejor las gradaciones de la luz. Después de unos años muy angustiosos tuvo una sensación grata, como si en verdad hubiera llegado a un refugio. Tuvo la impresión liberadora de que estaba empezando a zafarse de ciertas obsesiones íntimas y amargas.

Marta Camino vio bajar por la pasarela del barco a Honesta y a Pablo, y detrás de ellos a Matilde y Daniel. Pablo fue presentado rápidamente y se despidió en seguida.

– Es un amigo -dijo Honesta-. Un pintor célebre… en realidad, genial…

Marta siguió con los ojos durante un momento a aquel joven pequeño y enjuto, de cabellos rizados, que, a pesar de su cojera, se alejaba ágilmente apoyado en su bastón y seguido por los maleteros. No le sorprendía que sus tíos madrileños fuesen amigos de las gentes más interesantes y geniales del mundo. El mismo Daniel, a pesar de su sorprendente aspecto a un tiempo atildado e insignificante, era director de orquesta y compositor: un músico extraordinario. En cuanto a Matilde… Marta la miró anhelante y casi con miedo. Aquella mujer alta, joven, de facciones acusadas, que tenía una hermosa trenza castaña rodeándole la cabeza, era una poetisa célebre. Marta, que estudiaba el Bachillerato y que pasaba con síntomas de gran virulencia el sarampión literario, se sentía transportada a la idea de que en su casa iba a vivir una escritora "de verdad". Honesta, muy rubia y rebosante, llena de gestos lánguidos y afectados, era hermana de ellos. Respiraba desde siempre aquel ambiente de arte, de preocupaciones intelectuales en que Marta imaginaba que los forasteros estaban como sumergidos; participaba en el encanto de aquellos seres mágicos.

Los seres mágicos hicieron poco caso a su tímida y enmudecida sobrina. Solamente Hones, como si hubiese esperado verla en mantillas a pesar de los dieciséis años que Marta tenía, se asombró de que hubiese crecido tanto. Mucho más se dedicaron todos a José y a Pino, y contemplaron con agrado el magnífico automóvil que les esperaba.

Daniel era muy viejo. No tenía una sola cana en los cabellos rojizos y rizosos que encubrían algunas calvas, no tenía grandes arrugas en la cara gordinflona, pero era muy viejo. Quizás esta impresión se recibía al oír su voz aflautada llena de notas falsas. Decía:

– No está mal el cochecito, José. ¿Último modelo?

José enseñó sus dientes feos.

– Lo cambio cada dos años.

El automóvil era amplio. Conducía José, y Daniel y Marta iban a su lado holgadamente en el asiento delantero. Detrás, las otras tres mujeres.

Marta sentía que estaba flotando en una especie de niebla de dicha. Casi no podía oír las conversaciones de los otros porque aquella dicha la ensordecía. La ciudad desfilaba, se abría al paso del parabrisas.

"¿Cómo será una ciudad que no se ha visto nunca?", pensó Marta. Trató de imaginarse que ella misma era una viajera recién llegada. Le pareció, sólo de pensarlo, que el cielo se hacía más profundamente azul, las nubes blancas más inquietantes, los jardines más floridos.

Metida en su ensueño notó cómo el coche atravesaba Las Palmas de punta a punta. Por la larga calle de León y Castillo, que une todo a lo largo el barrio del puerto y el casco de la ciudad, cruzaban automóviles, típicas guaguas de pasajeros, camiones. A veces la calle bordeaba el mar, por un trozo cruzaba entre la ciudad jardín y la playita de Las Alcarabaneras, donde aquel día hermoso había algunos bañistas. Todo esto a Marta le parecía lleno de color y de vida. Pero los ojos de Daniel, que ella consultaba, no expresaban la menor admiración. Él veía casas pequeñas, gentes despaciosas, aplastadas por el día lánguido, pesado, soñoliento. Algo pesado y soñoliento había también en la cara de aquel hombre.

El coche salió de la ciudad por la carretera del Centro.

– Vivimos en el campo a causa de mi madrastra -explicó José a Daniel.

– ¡Oh…! ¡Sí…! Nos escribiste que estaba delicada la pobre dama. ¿Nervios o algo así…?

Marta se puso inquieta. El automóvil dejaba atrás el valle plantado de platanares, a la salida de la ciudad. Se veía la cumbre central sirviendo de fondo al paisaje.La carretera enseñaba sus curvas violentas, subiendo la montaña áspera, calcárea. Marta había creído, hasta aquel momento, que los peninsulares sabían ya todo lo referente a su madre.

– Pues sí… Nervios.

José frunció ligeramente el ceño, cambió la marcha del automóvil.

De los asientos de atrás llegó, muy desagradable, una risita de Pino.

– ¡Nervios! ¿Qué dices, niño…? ¿Tampoco se puede decir que Teresa está loca? ¡No es ningún secreto!

– ¡Oh! -exclamó, allá atrás, Honesta.

Marta vio que Daniel parpadeaba rápidamente, impresionado. Los ojos de Daniel tenían el mismo color desteñido que los de su sobrino, pero eran más pequeños, menos salientes. Marta pensó qué era lo que José hacía sin hablar. Bien claro se notaba que todos querían tranquilizarse. Por un momento meditó que quizá le fuera posible vencer su salvaje timidez y explicar las cosas ella misma. Pero José ya estaba hablando.

– No se puede decir que Teresa esté loca… Ella iba en el automóvil con mi padre, el día del accidente, cuando él murió. Mi madrastra tuvo una conmoción… Sin embargo, los médicos opinan que lo que Teresa tiene podía haberle ocurrido lo mismo sin el accidente… Hablan de un coágulo en el cerebro. En fin, nadie sabe exactamente lo que pasa. Ella ha perdido sus facultades mentales; no habla nunca y no da muestras de conocer a nadie. Su locura, en caso de que se pueda llamar así, es pacífica. Está siempre en sus habitaciones. Ustedes no notarán su presencia.

El coche, al remontar la montaña, entró en parajes risueños. Valles verdes, con escalonadas plantaciones de plátanos. Casitas floridas. Algunas palmeras.

El aire se hizo mucho más vivo y fino que en la ciudad, aunque en remontar las alturas el automóvil sólo había tardado un cuarto de hora. Marta volvió a su abstracción:

"Si yo no conociese esa alta palmera que en una vuelta da tanta gracia al paisaje, si yo no conociese estos jardines floridos de bugambillas, si yo no conociese la carretera alquitranada, sombreada de eucaliptos, centenarios, ni el telón alto, azulado, de la Cumbre, ¿qué pasaría? ¿Qué sentiría en este momento?"

José introdujo el automóvil por una carretera lateral entre fincas y viñedos. Marta, orgullosa, como recordando algo, volvió la cabeza para anunciar:

– Nosotros vivimos en las faldas de un volcán antiguo.

Vio que Matilde la miraba como asustada. Todos callaron. Pino, que iba sentada entre los dos peninsulares, tenía una sonrisita sarcástica muy suya. Su cara, entre la afilada Matilde, con su nariz de caballete, y la rubicunda Hones, resultaba exótica, algo negroide de rasgos, aunque tenía la piel pálida y blanca. Hablaba dulcísimamente, con tono algo quejumbroso.

– Es horrible vivir aquí, teniendo en Las Palmas una casa cerrada… ¡Ustedes no saben lo que es mi vida!

– Oh, pero esto está muy cerca de la ciudad.

Matilde dijo esta frase porque el coche se metía en aquel momento por un portón de hierro y bajaba una avenida de eucaliptos entre colinas plantadas de viñas. Las vides crecían enterradas en innumerables hoyos, entre lava deshecha, negra y áspera. Este mismo picón producía un curioso chirrido al ser aplastado por las ruedas del automóvil.

La avenida desembocaba en un jardín antiguo, encantador, como una plataforma, en la colina. Había árboles añosos y parterres cargados de flores. La casa no parecía muy grande, pero sí simpática en su falta de pretensiones, con muchas enredaderas adornándola.

José detuvo el coche en una plazoleta delante de la puerta principal. Había allí una fuente. Hizo sonar la bocina, y apareció un jardinero muy joven, pero de talla alta, casi gigantesca, rubio y colorado como un auténtico guanche, con su blanca sonrisa infantil. Iba en mangas de camisa.

Cuando todos se apearon, Chano, el jardinero, se metió dentro del coche y siguió con él por una corta avenida en declive que llevaba al garaje.

Honesta juntó las manos con admiración. Entrecerró los ojos.

– ¡Qué casita para unos recién casados! ¡Qué dicha!

Pino la miraba de reojo.

– ¿Sí?… ¿Les gusta? Yo no sé lo que daría por perderla de vista.

Marta pensó que Hones era afectadísima. Hubo un silencio antes de que aquellas personas entraran en la casa. En el silencio se oyó el zumbar de los moscardones, pareció hacerse más intenso el perfume de los macizos de rosas. Destacaron claramente en la fila de limoneros que limitaba por allí el jardín con la finca los limones amarillos.

– Esta paz es un poco agobiante -dijo Matilde-. Parece mentira que haya guerra, que España esté en plena guerra civil.

La puerta de la casa, muy sencilla, se abrió dejando paso a un señor enorme, de aspecto tristón y bondadoso, con una gran panza cruzada, al estilo antiguo, por la cadena de un reloj. -Bienvenidos, señores…

Pino se sintió ceremoniosa. Se notaba su falta de naturalidad.

– Tengo el gusto de presentarles a mi padrino. Ha venido a comer hoy con nosotros y conocerles a ustedes.

– También es padrino mío -dijo Marta, inútilmente, porque nadie la escuchaba.