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II

La noche anterior había comenzado, como siempre, por una aburrida cena familiar. A mediodía las comidas eran menos pesadas. José tenía la poco amable costumbre de aislarse detrás del periódico, y Pino y Marta casi no hablaban la una con la otra. Terminaba el almuerzo rápidamente. José miraba el reloj y Marta corría a arreglarse para ir con él a Las Palmas. José iba a la oficina y, de paso, dejaba a Marta en el Instituto.

Por las noches, José y Pino solían discutir cosas de la casa o del dinero, y Marta se aislaba en una especie de neblina detrás de sus propias imaginaciones. A veces sonreía, y esto irritaba enormemente a Pino. José se fijaba menos en ella.

Últimamente, desde que llegó la noticia de la venida de aquellos parientes, Marta prestaba atención. En aquella vida monótona la llegada de estas gentes adquiría una importancia enorme. Pino estaba excitada porque José contaba que eran personas acostumbradas a vivir en sociedad, muy amigos de estar en todas partes, muy relacionados.

– ¿Mandaste a limpiar los cubiertos de plata?

– Claro que sí… Tanto coraje como les tienes a esa gente y tanta lata que me das para preparar la casa.

Porque José, al hablar de sus parientes, empleaba siempre un tono burlón y un poco rencoroso. Decía que eran unos desordenados y unos bohemios. Vistos por José, Marta no sabía ya si eran personas acostumbradas a todos los lujos o unos medio mendigos que se asombrarían ante un pollo asado por Vicenta.

Marta tenía su composición de lugar sobre ellos. "Bohemios", "vagabundos", estas dos palabras detrás de aquélla: "artistas", para la chiquilla tenían sugestiones extraordinarias. Su propio padre había sido así, un bohemio, un vagabundo, o por lo menos así lo había oído calificar ella; sólo que Luis Camino no había sido artista, y por lo tanto no estaba justificado ni enaltecido por estos títulos que José aplicaba con desprecio.

– Pues si te parecen tan idiotas, no sé por qué te has molestado en traerlos, mi niño; mejor me hubieses dado a mí ese dinero, para trajes.

Eso lo dijo Pino esta noche. José se impacientó.

– Los hice venir porque me dio la gana, ¿entiendes? Me alegro de que vengan aquí y vean cómo vivo yo, y lo que tengo. Siempre decían que yo no llegaría a nada, que sería un desgraciado toda mi vida. Ahora los desgraciados son ellos… Además, los ha invitado Teresa. Ella lo hubiera hecho de haber podido. Ésta es su casa, y aquí se hacen las cosas como Teresa hubiera querido hacerlas.

– Demasiado lo sé -Pino empezó a chillar-. Estoy hasta aquí de saberlo, ¿entiendes? ¡Hasta aquí…! Hasta aquí de Teresa me tienes tú.

Pino se llevó las manos a la garganta, excitada. En aquellos momentos se notaba el ligero estrabismo de uno de sus ojos grandes y negros.

Marta miró instintivamente la larga mesa, uno de cuyos extremos vacío se perdía en la penumbra. Siempre adornaba aquella mesa un jarro de cristal verde con rosas amarillas, y ésta era una de las manías de José, porque a Teresa le gustaba este adorno. En la finca había muchos rosales con rosas amarillas. Se daban en toda época del año.

El comedor, que era una habitación espaciosa a la que convergían tres puertas (una de ellas la entrada principal de la casa), conservaba intacta la distribución de los muebles tal como lo había dispuesto Teresa, y, en general, toda la casa, que había sido reformada cuando la boda de los padres de Marta. Una de las paredes del comedor, la que aquella noche quedaba un poco en penumbra, estaba adornada por una gran escalera de madera oscura, encerada, que llevaba al piso alto. Hacia esta escalera miró también Marta. En el hueco de ella había un banco de madera y paja y un reloj de pie. "Pronto -pensó la muchacha mirando su esfera- será hora de acostarse." No tenía sueño, sino ganas de acostarse sola en su cuarto sin oír discusiones.

En los ventanales se oía un ruido como de lluvia; el viento empujaba las ramas tiernas de las enredaderas contra los cristales.

– Si estás harta de Teresa, te aguantas -dijo José.

Así terminó la discusión aquella noche.

Un rato más tarde, los tres subieron la escalera en fila india. Marta se encontró sola, como quería, en su gran alcoba, donde los muebles parecían nadar en el suelo encerado. Tenía una ventana muy bonita a la parte más tranquila y cálida del jardín. La ventana estaba abierta y el campo lleno de paz. De pronto se oyó, muy debilitado por la distancia, el largo gemido de la sirena de un barco que entraba o salía del puerto. Marta se sobresaltó.

Siempre le parecía un milagro aquel fenómeno acústico que llevaba el sonido de las sirenas de los barcos, a través de los barrancos, hasta su cuarto. Siempre le emocionaba escucharlas, le producían una nostalgia enorme, como si alguien muy querido y lejano la llamase en la noche.

"Yo también soy una vagabunda."

Sonrió al decirse esto, recordando a su abuelo, el padre de Teresa. Era un caballero muy bondadoso y cultivado. Teresa había sido su única hija y Marta su única nieta. Había vivido con él, en su casa de Las Palmas, muchos años; desde la muerte de Luis Camino, la enfermedad de Teresa hasta que él murió también. El abuelo era quien le había dicho un día, contestando a las preguntas de la niña:

– No debes hacer caso cuando te digan que tu padre fue un mal hombre y un gandul… Era un poco desgraciado, ¿sabes? Había anclado aquí en la isla, y él no estaba hecho para eso. Era un tipo algo bohemio y vagabundo… Por eso seguramente se enfadó con su familia de Madrid. A veces un hombre sale así, y entonces es una desgracia: no puede parar en ningún sitio. Siempre tiene ganas de marcharse.

– ¿Y una mujer?

El abuelo se echó a reír y le acarició la cabeza.

– No, una mujer no… Nunca oí eso. Iría contra la naturaleza.

Sin embargo, Marta se estaba convenciendo de que, a pesar de todo, algo de vagabunda tenía ella. Siempre soñaba con ver países lejanos. Las sirenas de los barcos le arañaban el corazón de una manera muy extraña.

Cuando su abuelo murió, José, que era su tutor, le permitió seguir sus cursos de Bachillerato; pero durante dos años no lo hizo oficialmente, sino en un internado de monjas. Le hubiera gustado estar allí, porque se acomodaba con facilidad a todas las circunstancias, si no hubiese sido por aquella opresión de saberse encerrada en un edificio. Más tarde, José, que nunca dejó de vivir en la finca, se casó con una enfermera de Teresa. Esto había sucedido la primavera anterior, y Marta volvió a la casa con el matrimonio, y a sus estudios oficiales.

Marta, mientras se desnudaba, veía los cajones de su escritorio descuidadamente abiertos, vacíos por completo. Aquella misma tarde había trasladado los libros y los papeles a un escritorio de la salita de música, un cuarto en la planta baja de la casa donde ella pensaba dormir cuando llegaran los parientes. Iba a ceder su alcoba a la tía Honesta. En la casa sólo había un cuarto de huéspedes, que debería ser ocupado por Daniel y su mujer. Apagó la luz y quedó con los ojos abiertos, pensando mil cosas insensatas. Veía brillar las estrellas en el recuadro de la ventana. Llegó un ligero rayo de luz desde la lejanía del jardín; Marta sabía que Chano, el jardinero, se estaba acostando en su camareta sobre el garaje. Aquella luz se apagó en seguida.

Marta no podía suponer que el grandullón jardinerillo era miedoso y estaba pasando el peor rato de la jornada. Atrancaba con cuidado las maderas y se quedaba escuchando los negros golpes del viento en los muros del aislado garaje. Las paredes de su cuarto, llenas de fotografías de artistas de cine que el muchacho recortaba de revistas, le parecían en aquel momento hostiles. Miraba cuidadosamente debajo de la cama antes de meterse en ella, y al apagar la luz se tapaba la cabeza con la sábana. Nadie supo nunca estos terrores del muchacho.

Al poco rato, tanto él como Marta, como seguramente todos los de la casa, dormían aquella noche.

Se abrió una puerta del jardín y los perros ladraron furiosamente. Chano se encogió entre sueños. Los perros dejaron la ladrar en seguida, y el muchacho dormido se tranquilizó.

En aquel momento fue cuando se despertó Marta. Nunca le sucedía esto, y hubiera jurado que ni siquiera había dormido, tan espabilada, viva y trémula se sentía. Era como si hubiera oído de nuevo las sirenas de los barcos, o como si la hubieran llamado por su nombre angustiosamente.

Se había dormido pensando en sus cuadernos, en sus papeles. No los había trasladado todos al cuarto de música. Hacía mucho que parte de ellos los escondía entre unos libros viejos olvidados en una caja de embalaje en el desván. Hacía eso desde que supo que Pino solía registrar sus cajones. Además, aquella habitación, el desván, tuvo siempre un particular atractivo para la niña. La descubrió en la época en que aún vivía con su abuelo. Todos los domingos, durante aquellos años, el viejo y la niña, acompañados por el médico, subían al Monte a ver a la enferma, y pasaban el día allí. Marta encontró aquel cajón de embalaje con los libros que habían pertenecido a su padre, y sintió un gran placer de irlos leyendo uno a uno en secreto. Ni a su abuelo, que fiscalizaba cuidadosamente sus lecturas, se atrevió a decirle nada de esto. Más tarde, cuando ella empezó a escribir fantasías, le gustaba escribirlas allí.

Aquella noche pensó en sus "leyendas". Desde que supo la llegada de los forasteros, estas leyendas habían tomado cuerpo en ella. Inventaba cosas de la isla mezclando en los relatos a su propia persona con los demonios y los dioses guanches, y esto lo hacía como una especie de ofrenda a los que iban a llegar, para los que Gran Canaria era un país desconocido y sin descubrir. Últimamente estas cosas que ella escribía se convirtieron en una gran ilusión para Marta. Le gustaban. Pensaba que por hacerlas quizá fuera digna de aquellos artistas, de aquellos creadores de belleza que eran sus tíos.

El deseo de escribir se le hizo tan fuerte que la envolvió en una ola cálida de entusiasmo. Se lanzó de la cama, descalza y en camisón, como un pequeño fantasma. Sin encender las luces se encontró en el corredor de las alcobas. Dos ventanas dejaban pasar la tenue claridad del cielo. Al final de aquel corredor, una escalerilla de caracol, muy oscura, subía hasta el desván. A cada paso aquellos escalones crujían. En la negrura, Marta sintió un ligero vértigo y se agarró a la barandilla para no caer, pero el deseo que la llenaba era muy grande. Siguió subiendo, y suspiró de alivio al encontrar la puerta y la gran llave puesta en ella. La puerta chirrió al abrirse, y en el silencio de la noche aquel ruido resultaba estremecedor. Un aire frío y negro le dio en la cara. Buscó el interruptor de la luz con cierto nerviosismo.