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Miss Amy pensó que su jardín, por acostumbrada que estuviese a él, era un jardín olvidado. Una alameda de cedros conducía hasta la puerta de entrada y la vista del lago que comenzaba a encresparse. Ésta era la belleza del otoño, nostálgicamente mezclada siempre, en los ojos de la señorita Dunbar, con la precisa aparición de los retoños del maple en primavera. Sin embargo, su jardín presente era un jardín perdido y esta tarde, sin proponérselo de verdad, un poco sin darse cuenta de lo que decía, convencida de que lo había dicho siempre así, para sí misma, pero enunciando claramente las palabras, no para su criada, que sólo por casualidad estaba detenida detrás de ella con una bandeja de té entre las manos, no, sino como algo que decía, o hubiese dicho, de todas maneras, por más sola que estuviese, dijo que en la Nueva Orleans su madre se aparecía en el balcón los días de fiesta con todas sus joyas puestas, para que la ciudad entera la admirara al pasar…

– Es igual en Juchitán…

– Hoochy-what?

– Juchitán es nuestro pueblo, en Tehuantepec. Mi madre también salía a lucir sus joyas los días de fiesta.

– ¿Joyas? ¿Tu madre? -dijo cada vez más confusa Miss Amy, ¿de qué le hablaba la sirvienta?, ¿quién se creía, era una mitómana o qué?

– Sí. Los adornos pasan de madres a hijas, señorita, y nadie se atreve a venderlas. Vienen de muy lejos. Son sagradas.

– ¿Quieres decirme que podrías vivir como una gran dama en tu hoochy-town y en vez estás aquí limpiando mis excusados? -dijo con ferocidad renovada Miss Amy.

– No, las usaría para pagar abogados. Pero como le digo, las joyas de cada familia juchiteca son sagradas, son para los días de fiesta, pasan de madres a hijas. Es muy bonito.

– Pues las han de usar todo el tiempo, porque tengo entendido que ustedes se la pasan de fiesta, el año entero, que el santo tal y la mártir cual… ¿Por qué hay tantos santos en México?

– ¿Por qué hay tantos millonarios en los Estados Unidos? Dios sabe cómo reparte las cosas, señorita.

– ¿Dices que necesitas pagarle a abogados? ¿No me digas que el idiota de mi sobrino te ayuda?

– El señor Archibaldo es muy generoso.

– ¿Generoso? ¿Con mi dinero? No tiene sino lo que yo le voy a heredar. Que no haga caravanas con sombrero ajeno.

– No, no nos da dinero, señorita, eso no. Le enseña derecho a mi marido, para que mi marido se haga abogado y pueda defenderse y defender a sus compañeros.

– ¿Dónde está tu marido? ¿De qué se tiene que defender?

– Está en la cárcel, señorita. Fue injustamente acusado…

– Eso dicen todos -hizo su mueca de burla Miss Amy.

– No, de a de veras: en la cárcel los prisioneros pueden escoger una ocupación. Mi marido decidió estudiar leyes para defenderse y defender a sus amigos. No quiere que lo defienda don Archibaldo. Quiere defenderse él mismo. Ése es su orgullo, señorita. Don Archibaldo nomás le da clases.

– ¿Gratis? -hizo un guiño feroz, involuntario, la vieja.

– No: por eso trabajo aquí. Le pago con mi sueldo.

– Es decir, le pago yo. Vaya burla.

– No se enoje, señorita, se lo ruego, no se altere. Yo no soy muy lista, no sé guardarme las cosas. Le hablo a usted sin mentiras. Perdóneme.

Salió y Miss Amy se quedó conjeturando en qué podían parecerse las razones de la congoja de su criada Josefina con las de ella misma, evocadas con tan poca delicadeza por su sobrino unos días antes… ¿Qué tenía que ver un caso criminal entre mexicanos inmigrados con un caso de amor perdido, de ocasión frustrada?

– ¿Cómo te está resultando Josefina? -le preguntó Archibald la próxima vez que se vieron.

– Por lo menos, es puntual.

– Ya ve usted, no todos sus estereotipos funcionan.

– Dime si su cuarto está muy desarreglado con todos esos ídolos y santos.

– No, lo tiene limpiecito como un alfiler.

Cuando Josefina le trajo el té esa tarde, Miss Amy le sonrió y le dijo que pronto comenzaría el otoño y luego el frío. ¿No quería Josefina aprovechar los últimos días del verano para dar una fiesta?

– Para que veas, Josefina, hace días me dijiste que en tu país hay muchas fiestas. ¿No se acerca algo que quieras celebrar?

– Yo lo único que puedo festejar es que declaren inocente a mi marido.

– Pero eso puede tardar mucho. No. Lo que yo te ofrezco es que des una fiesta para tus amigos en la parte de atrás del jardín, donde están los emparrados…

– Si a usted le parece bien…

– Sí, Josefina, ya te dije que esta casa huele a encierro. Sé que ustedes son muy alegres. Invita a un pequeño grupo. Yo pasaré a saludarlos, desde luego.

El día de la fiesta primero los estuvo espiando desde el vestidor del segundo piso. Josefina, con autorización de Miss Amy, había dispuesto una larga mesa bajo el emparrado. La casa se llenó de olores insólitos y ahora Miss Amy vio el desfile de platones de barro colmados de alimentos indescifrables, todos mezclados, ahogados en salsas espesas, canastitas con tortillas, jarras de aguas color magenta, color almendra…

Fueron llegando y ella los miró intensamente desde su escondite. Algunos iban vestidos como todos los días, eso se notaba, otros y sobre todo, otras, habían sacado sus mejores ajuares para la ocasión tan especial. Había chamarras y playeras, también sacos y corbatas. Había mujeres con pantalones y otras con trajes de satín. Había niños. Había mucha gente.

Había otra gente. Miss Amy trató de penetrar con su inteligencia los ojos negros, las carnes oscuras, las sonrisas anchas de los amigos de su criada, los mexicanos. Eran impenetrables. Sintió que miraba un muro de cactos, punzante, como si cada uno de estos seres fuese, en realidad, un puercoespín. Le herían la mirada a Miss Amy, como le hubiesen herido las manos si los tocaba. Eran gente que le cortaba la carne, como una imaginable esfera hecha de puras navajas de afeitar. No había por dónde tomarlos. Eran otros, ajenos, confirmaban a la señorita en su repulsión, en su prejuicio…

¿Qué hacían ahora? ¿Colgaban una olla del emparrado, le daban un palo a un niño, le vendaban los ojos, el niño daba golpes de ciego hasta atinar, la olla caía hecha pedazos, los niños se abalanzaban a recoger dulces y cacahuates, alguien se atrevía a poner una música ruidosa, guitarras y trompetas y aullidos de lobo, en el tocadiscos portátil, iban a bailar en su jardín, iban a abrazarse de esa manera inmunda, iban a tocarse a risotadas, abrazados de las cinturas, acariciándose los lomos, a punto de reír, de llorar, de algo peor?

Apareció, como lo había prometido, en el jardín. Llevaba su bastón en la mano. Fue directamente a la segunda piñata, la destruyó de un bastonazo, dio otro sobre el tocadiscos, a todos les gritó fuera de mi casa, qué se han creído, esto no es cantina, esto no es burdel, váyanse con su música cacofónica y sus comidas indigestas a otra parte, no abusen de mi hospitalidad, ésta es mi casa, aquí somos de otra manera, aquí no criamos cerdos en la cocina…

Todos miraron a Josefina. Josefina primero tembló, luego permaneció serena, casi rígida.

– La señorita tiene razón. Ésta es su casa. Muchas gracias por venir. Gracias por desearle buena suerte a mi marido.

Todos salieron, algunos mirando con enojo a Miss Amy, otros con desprecio, uno que otro con miedo, todos con eso que se llama vergüenza ajena.

Sólo Josefina permaneció, de pie, inmutable.

– Gracias por prestarnos su jardín, señorita. La fiesta estuvo muy bonita.

– Fue un abuso -dijo desconcertada, entre dientes apretados, Miss Amy-. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiado todo…

Con un movimiento del bastón barrió los platones de la mesa. El esfuerzo insólito la venció. Perdió el aliento.

– Tenía usted razón, señorita. Se está acabando el verano. No se vaya usted a enfriar. Venga a la casa y déjeme prepararle su té como de costumbre.

– Lo hizo usted a propósito -le dijo con visible enojo Archibald, manipulando nerviosamente el nudo de su corbata de Brooks Brothers-. Le sugirió que hiciera la fiesta sólo para humillarla frente a sus amigos…

– Fue un abuso. Se les pasó la mano.

– ¿Qué quiere, que ella también se vaya, como todos los demás? ¿Quiere que me la lleve yo a la fuerza a un asilo?

– Perderías la herencia.

– Pero no la razón. Usted es capaz de enloquecer a cualquiera, tía Amy. Qué bueno que mi padre no se casó con usted.

– ¿Qué dices, desgraciado?

– Digo que usted hizo esto para humillar a Josefina y obligarla a marcharse.

– No, dijiste otra cosa. Pero Josefina no se irá. Le hace falta el dinero para sacar a su marido de la cárcel.

– Ya no. La corte negó la apelación. El marido de Josefina seguirá en la cárcel.

– ¿Qué va a hacer ella?

– Pregúnteselo.

– No quiero hablar con ella. No quiero hablar contigo. Vienes a mi casa a insultarme, a recordarme lo olvidado. Te juegas la herencia…

– Mire usted, tía. Renuncio a la herencia.

– Te cortas la nariz para vengarte de tu cara. No seas estúpido, Archibald.

– No, de verdad, renuncio con tal de que me oiga usted y oiga la verdad.

– Tu padre fue un cobarde. No dio el paso. No me pidió a tiempo. Me humilló. Me hizo esperar demasiado. No tuve más remedio que escoger a tu tío.

– Es que usted nunca le demostró cariño a mi padre.

– ¿Él lo esperaba?

– Sí. Me lo dijo varias veces. Si Amy hubiese demostrado que me quería, yo hubiese dado el paso. -¿Por qué, por qué no lo hizo? -se quebró la voz, el ánimo de la anciana-. ¿Por qué no me demostró que él me quería?

– Porque estaba convencido de que usted en realidad no quería a nadie. Por eso necesitaba que usted primero le diera una prueba de cariño.

– ¿Quieres decirme que mi vida ha sido un solo gran malentendido?

– No, no hubo malentendido. Mi padre se convenció de que había hecho bien en no pedirle matrimonio, tía Amelia. Me dijo que el tiempo le dio la razón. Usted no ha querido nunca a nadie.

Esa tarde, cuando Josefina le trajo el té, Miss Amy le dijo sin mirarla a los ojos que sentía mucho lo que había ocurrido. Josefina tomó esta actitud inédita con tranquilidad.

– No se preocupe, señorita. Usted es la dueña de la casa. Faltaba más.

– No, no me refiero a eso. Hablo de tu marido. -Bueno, no es la primera vez que la justicia no nos cumple.

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Cómo, señorita? ¿No lo sabe usted?

– No. Dime, Josefina.