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Los viejos llegaron también, se juntó todo el barrio y el padre de la Candelaria, detenido en el quicio de la puerta, se preguntó en voz alta si habían hecho bien en venirse a trabajar a Juárez, donde una mujer tenía que dejar solo a un niñito, amarrado como un animal a la pata de una mesa, el inocente, cómo no se iba a perjudicar, cómo no. Todos los rucos comentaron que eso en el campo no pasaría, las familias allí siempre tenían quién cuidara a los niños, no era necesario amarrarlos, las cuerdas eran para los perros y los marranos.

– Mi padre me decía -repitió el abuelo de Candelaria- que nos quedáramos sosegados en nuestra casa, en un solo lugar. Se paraba como yo estoy parado, mitá juera mitá dentro, y decía: "Fuera de esta puerta el mundo se acaba."

Dijo que él estaba muy viejo y ya no quería ver nada más.

Marina, llorando, sin saber cómo consolar a Dinorah, oyó al abuelo de Candelaria y dio gracias de que en su casa no había recuerdos, ella era sola y más valía seguir sola en esta vida que pasar las penas de los que tenían hijos y sufrían como la pobrecita de Dinorah, toda despeinada y escurrida y con el vestido rojo trepado hasta los muslos, arrugado, y con las rodillas juntas, y las piernas chuecas, ella tan cuidada y coqueta de por sí.

Entonces Marina, viendo la terrible escena de muerte y llanto y memorias, pensó que no era cierto, ella no estaba sola, tenía a Rolando, aunque lo compartiera con otras, Rolando le haría el favor de llevarla al mar, a algún lado, a San Diego en California o a Corpus Christi en Texas, o de perdida a Guaymas en Sonora, se lo debía, ella no pedía otra cosa más que ir por primera vez a ver el mar con Rolando, después de eso que la dejara, que la tratara de abusiva, pero que le hiciera ese solo favorcito…

Salió de la casucha de la Dinorah oyendo al abuelo hablar de una fiesta para el niño ahorcado, y como para levantarle el ánimo a todos mandó traer de beber y dijo:

– Lo bueno de las damajuanas es que parecen llenas hasta cuando están vacías.

Marina hurgó en su bolsita de mano y encontró el número del celular de Rolando. Qué le importaba comprometerse. Éste era asunto de vida o muerte. Él tenía que saber que ella dependía de él para una sola cosa, para llevarla a ver el mar, para no decir como el abuelo de la Candelaria que ya no quería ver nada más. Marcó el número pero le dio un tono ocupado seguido de un tono muerto y éste le hizo creer que él la escuchaba pero no le contestaba para no comprometerla, ¿qué tal si la escuchaba cuando ella le decía llévame al mar, mi amor, no quiero morirme como el hijito de la Dinorah sin ver el mar, hazme ese favorcito aunque después ya no me veas y nos separemos? pero el silencio del teléfono la iba decepcionando y enardeciendo al mismo tiempo, Rolando no debía jugar con ella, ella se estaba comprometiendo, ¿por qué no se comprometía él un poquito también?, ella le estaba dando la salida, juntar todo el amor que pudieran sentir cada uno por el otro en un solo fin de semana en la playa, y ya no verse más, si él no quería, pero lo que no aguanto más, dijo Marina dando voz a algo que desconocía, algo que ella misma no sabía que estaba allí dentro de ella, algo que se había ido formando en silencio, como el sedimento de una botella que al agitarse sube hasta el corcho, lo que no aguanto más es que ningún hombre me tome como algo que encontró tirado en la calle y que recoge sólo porque siente pena, eso nunca más voy a consentirlo, Rolando, tú me enseñaste la vida, yo no sabía todo lo que me has enseñado hasta este momento en que se murió el hijito de la Dinorah y el abuelo de la Candelaria sigue allí seco y viejo y con la raíz de fuera, como si nunca se fuera a morir, y yo sólo quiero vivir mucho este momento en que me salvé de morir niña y no quiero llegar a vieja, ahora te pido que me levantes hasta tu altura, Rolando, vamos subiendo los dos juntos, yo te doy ese chance, mi amor, yo sé muy adentro que conmigo vas a subir y me vas a llevar a lo alto y lo bonito, si quieres, Rolando, y si no lo haces los dos nos vamos a dar en toda la madre, nos vas a rebajar hasta no saber ya ni quiénes somos, nos vamos a rebajar hasta no importamos más a nosotros mismos…

Pero el celular de Rolando nunca contestó. Eran las once de la noche y Marina tomó su decisión.

Esta vez no se detuvo a tomarse una malteada en la fuente de sodas, cruzó el puente, cogió el bus y caminó las cuatro cuadras al motel. La conocían pero les extrañó que viniera en viernes, no en jueves.

– ¿No somos libres de cambiar, oiga?

– Supongo que sí -dijo el recepcionista con resignación e ironía mezcladas, y le entregó una llave a Marina.

Olía a desinfectante, los pasillos, las escaleras, hasta las dispensadoras de hielo y refrescos olían a algo que mata bichos, limpia excusados, fumiga colchones. Se detuvo ante la puerta de la recámara que compartía los jueves con Rolando y dudó entre tocar con los nudillos o meter la llave y entrar. Iba bien acelerada. Metió la llave, abrió, entró y escuchó la voz agónica de Rolando, la voz tipluda de la gringa, Marina encendió la luz y se quedó allí mirándolos desnudos en la cama.

– Ya viste. Ya lárgate -le dijo el galán.

– Perdóname. Es que te estuve llamando por el celular. Pasó algo que…

Miró el aparato sobre el buró y lo señaló con el dedo. La gringa los miró a los dos y se soltó riendo.

– Rolando, ¿has engañado a esta pobre muchacha? -dijo a carcajadas recogiendo el celular-. Por lo Las amigas menos a tus queridas les puedes decir la verdad. Está bien que entres a bancos y oficinas públicas con tu celular en el oído, o que hables en él en un restorán y apantalles a medio mundo, ¿pero para qué engañar a tus novias?, mira nomás las confusiones que creas, cariño elijo la gringa poniéndose de pie y empezando a vestirse.

– Baby, no interrumpas… Tan bien que íbamos… Esta niña no es nadie…

– ¿No soportas perder una sola oportunidad, no es cierto? -la gringa se acomodó el pantymedias-. No te preocupes. Volveré. No era tan importante como para que rompa contigo.

Baby recogió el celular, lo abrió por detrás y se lo enseñó a Marina.

– Mira. No tiene pilas. No las ha tenido nunca. Es nomás para apantallar, o como dice una canción, "llámame a mi celular, parezco influyente, me da personalidad, aunque no tiene baterías, para apantallar…"

Tiró el aparato sobre la cama y salió riendo fuerte.

Marina cruzó el puente internacional de regreso a Ciudad Juárez. Tenía cansados los pies y se quitó los zapatos de tacones altos y picudos. El pavimento aún guardaba el temblor frío del día. Pero la sensación de los pies no era la misma que cuando bailó libremente sobre el césped prohibido de la fábrica maquiladora de don Leonardo Barroso.

– Esta ciudad es el desmadre montado sobre el caos -le dijo Barroso a su nuera Michelina cuando se cruzaron con Marina, ella de regreso a Juárez, ellos a su hotel en El Paso. Michelina rió y le besó la oreja al empresario.