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¿Qué sentía Leonardo Barroso un minuto antes? La mano de Michelina en la suya, él buscando afanosamente el antiguo calor de la muchacha, sin encontrarlo, como si un ave largamente acariciada y consolada hubiese terminado por asfixiarse, muerta de tanta caricia, hastiada de tanta atención…

¿Dónde estaba Leonardo Barroso un minuto antes?

En su Cadillac Coupe de Ville, conducido por un chofer proporcionado por su socio Murchinson, él y Michelina sentados atrás, el chofer conduciendo lentamente para alejarse de las casetas y los zigzags inventados por la Migra americana para que los inmigrantes no pasaran corriendo a riesgo de ser atropellados, Michelina diciendo quién sabe qué banalidades sobre el chofer mexicano Leandro Reyes que se estrelló en el túnel ese de España, estrellado contra un muchachito atolondrado de diecinueve años que venía en sentido contrario…

¿Dónde estaba Leonardo Barroso un minuto más tarde?

Acribillado, atravesado por cinco tiros de alta percusión, el chofer muerto en el volante, Michelina milagrosamente viva, gritando histéricamente, llevándose las uñas a la garganta, como si quisiera ahogar sus gritos, recordando sus lágrimas enseguida, quitándoselas con el codo, manchando de rimmel la manga del modelo de Moschino.

¿Dónde estaba Juan Zamora dos minutos más tarde?

Al lado del cuerpo de Leonardo Barroso, atendiendo al urgente llamado -¡Médico, médico!- que escuchó al cruzar el puente internacional, buscando los signos vitales en el pulso, el corazón, la boca, nada, no había nada que hacer. Era el primer caso atendido por Juan Zamora en territorio americano. No reconoció, en ese hombre con los sesos volados, al benefactor de su familia, el protector de su padre, el hombre fuerte que lo mandó a estudiar a Cornell…

¿Qué hacía Rolando Rozas tres minutos después?

Hablaba por su celular para transmitir la noticia escueta, trabajo cumplido, ninguna complicación, cero errores, antes de pasarse la mano sudorosa por el traje color de avión, como le decía Marina, arreglarse la corbata y empezar a pasear, como lo hacía todas las noches, por sus restoranes favoritos, los bares y calles de El Paso, a ver qué nueva muchacha caía.

Ahora cruza el puente sobre el río grande, río bravo, Malintzin de las Maquilas, y lleva del brazo, protegiéndola, a una anciana muy pequeña, envuelta en rebozos, una anciana ilegible bajo el palimpsesto de las arrugas infinitas que cruzan su cara como el mapa de un país para siempre perdido, se la encargó la Dinorah, lleva a mi abuelita del otro lado del puente, Marina, entrégasela en el otro lado a mi tío Ricardo, él no quiere entrar otra vez a México, ya no sabe hablar español, le da pena, le da miedo también, que luego no lo dejen entrar de regreso, lleva a mi abuelita al otro lado del río grande, río bravo, para que mi tío se la lleve de vuelta a Chicago, ella sólo vino a consolarme por la muerte del niño, ella sola no se sabe valer, y no sólo porque tiene casi cien años, sino porque lleva tanto tiempo viviendo como mexicana en Chicago que desde hace tiempo se le olvidó el español pero nunca aprendió el inglés, de modo que no puede comunicarse con nadie (salvo con el tiempo, salvo con la noche, salvo con el olvido, salvo con los perros ixcuintles y las guacamayas, salvo con las papayas que toca en el mercado y los coyotes que la visitan cada amanecer, salvo con los sueños que no puede platicarle a nadie, salvo con la inmensa reserva de lo no dicho hoy para que pueda decirse mañana) pero del lado contrario, tratando de pasar el puente en medio de enorme confusión, dos hombres desnudos se acercan a las casetas de la inmigración, un hombre de cincuenta años, pelo plateado, porte atlético aunque bien alimentado, arrastrando del brazo a un bato enteco, jodido a más no poder, puro pellejo y hueso, prieto él, pero juntos los dos, alegando, parecen locos, alegando no nos dejaron salir por San Diego y entrar por Tijuana, ni salir por Caléxico y entrar por Mexicali, ni salir por Nogales Arizona y entrar por Nogales Sonora, ¿hasta dónde nos van a mandar? ¿hasta el mar? ¿vamos a entrar nadando a México? ¿por qué no entienden que queremos regresar a México sin nada puesto, despojados, limpios? ¡dénnos posada, en nombre del cielo! ¿no se dan cuenta que detrás de nosotros nos viene persiguiendo la basura armada, la muerte con desodorante y hacia nosotros avanza una vez más la fuga, ley fuga, tierra muerta, tierra injusta? queremos entrar a contar la historia de la frontera de cristal antes de que sea demasiado tarde, hablen todos, habla, Juan Zamora hincado atendiendo un cadáver, habla, Margarita Barroso enseñando tu identidad incierta para poder cruzar la frontera habla, Michelina Laborde, deja de gritar, piensa en tu marido el muchacho abandonado, el heredero de don Leonardo Barroso, imagínate, Gonzalo Romero que no te mataron los cabezas rapadas sino los coyotes que ahora rodean tu cadáver y el de veintitrés trabajadores en un círculo de hambre y asombro inseparables, encabrónate, Serafín Romero y dite a ti mismo que tú vas a asaltar cuanto pinche tren se cruce en tu camino para que vuelva la guerra de siempre a la frontera, para que no sólo nos agredan ellos, ajústate los visores nocturnos, Dan Polonsky esperando que los huelguistas se atrevan a dar un paso adelante, hazte pendejo, Mario Islas para que tu ahijado Eloíno pueda correr tierra adentro, mojado, joven, sin aliento, decidido a no regresar nunca, levanta los brazos, Benito Ayala, ofrécele tus brazos al río, a la tierra, a todo lo que necesite tu fuerza para vivir, sobrevivir, avienta los papeles al aire, José Francisco, poemas, notas, diarios, novelas, a ver a dónde se lleva las hojas el viento, a ver a dónde caen, de qué lado, de acá o de allá, al norte del río grande, al sur del río bravo, tira los papeles como si fueran plumas, adornos, tatuajes para defenderlos de las inclemencias del tiempo, insignias del clan, collares de piedra, hueso y concha, diademas de la raza, adornos de cintura y piernas, plumas que hablan, José Francisco, al norte del río grande, al sur del río bravo, plumas emblemáticas de cada hazaña, cada batalla, cada nombre, cada memoria, cada derrota, cada triunfo, cada color al norte del río grande, al sur del río bravo, que vuelen las palabras pobre México, pobre Estados Unidos, tan lejos de Dios, tan cerca el uno del otro.