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SERAFÍN ROMERO

El Galán le dijeron desde chiquito por su pelo negro lustroso como charol y sus pestañas largas, pero él se llamó a sí mismo El Mierdas porque así se sintió siempre, creciendo entre las montañas de basura de Chalco, dedicado desde niño a escarbar entre la masa desfigurada de carne podrida, frijoles vomitados, trapos, gatos muertos, jirones de existencia irreconocible, dando gracias cuando algo mantenía su forma -una botella, un condón-, y podía ser llevado a casa: una nube de olor acre lo acompañaba a Serafín desde niño, y cuando se salía de la nube del desperdicio, el olor era tan dulce, tan puro, que lo mareaba y hasta asquito le daba, su patria eran las calles de lodo, los charcos, los niños con las rodillas jodidas, incapaces de caminar derecho, los perros sueltos, procreándose, afirmando su vida, diciéndonos a ladridos que todo puede sobrevivir, a pesar de todo, a pesar de los traficantes que embaucan en la droga a los niños de ocho años, a pesar de los policías extorsionadores que primero matan de noche y luego se aparecen de día a contar los cadáveres y sumarlos a las listas de la gigantesca muerte urbana, vencida siempre por la fertilidad de las perras, las ratas, las madres; todo puede sobrevivir porque el gobierno y el partido organizan la corrupción, la dejan florecer tantito y luego la organizan como un alivio para que todos acepten la consigna: el PRI o la anarquía, ¿qué prefieren?, de modo que cuando a Serafín le salieron pelos en los sobacos, ya sabía todo sobre el mal de la ciudad, ya nadie le iba a enseñar nada, la cuestión era sobrevivir, pero ¿cómo se sobrevivía de verdad, sometiéndose a los caciques de la pepena, votando por el PRI, asistiendo a los mítines a güevo, viendo cómo se hacen ricos los reyes de la basura, qué chingadera, o diciendo no y uniéndose a una banda de rockeros que eran los que se atrevían a cantar la joda inmensa de vivir en el De Efe en una red subterránea de chavos rebeldes, o diciendo todavía más fuerte, negándose a votar por el PRI y exponiéndose como él y su familia a refugiarse en una escuela a medio construir, casi mil de ellos abrazados allí los unos a los otros, sus casuchas derruidas por la policía, sus pobres posesiones robadas por la policía, todo por decir vamos a votar como se nos pegue la gana?

A los veinte años, Serafín Romero agarró para el norte, le dijo a su gente sálganse de aquí, este país no tiene remedio, el PRI es razón de sobra para largarse de México, yo les juro que veré la manera de ayudarlos en el norte, tengo unos parientes en Juárez, tendrán noticias mías, chavos…

Esta noche de los brazos abiertos en cruz y los puños cerrados, Serafín, a los veintiséis años, no espera nada de nadie, él lleva dos años organizando la banda que casi todas las noches cruza la frontera con treinta mexicanos armados y amontona cajones de madera, fierros viejos, tejas y chassis abandonados en los rieles de la Southern Pacific de Nuevo México, cambia las agujas de las vías, detienen al tren, se roban todo lo que pueden para venderlo en México y llenan los vagones de indocumentados mexicanos. Cuántas noches como ésta recuerda Serafín Romero, alejándose en su troca del tren detenido en el desierto, la troca llena de objetos robados, el tren lleno de paisanos necesitados de trabajo, los objetos robados nuevecitos, empaquetados, relucientes, lavadoras, tostadoras, aspiradoras, todo nuevecito, todo antes de convertirse en basura yendo a dar a una montaña de desperdicios en Chalco… Ahora sí que era El Galán, ahora sí que había dejado de ser El Mierdas, y Serafín Romero pensó, alejándose del tren detenido, que lo único que le faltaba para ser un héroe, era un caballo relinchón… Ah, y el aire nocturno del desierto era tan seco, tan limpio.

Nadie vive con mayor opulencia en la opulenta ciudad de México que Juan de Oñate, hijo del conquistador Cristóbal de ese apellido descubridor de las minas de Zacatecas, enjambres infinitos de plata, llegado a la Villa Rica de la Veracruz sin un doblón, y ahora capaz de heredarle a su hijo una de las mayores fortunas de Indias, una inagotable veta argentina que permite a Juan de Oñate ser nombrado regulador de precios de la capital de Nueva España, rodar por ella con los mejores carruajes, las mejores mujeres, los mejores pajes, ser atendido en su palacio por pelotones de mayordomos y sacerdotes rezando el día entero para que Oñate acabe en el cielo; ¿por qué deja este hombre todos sus lujos, se despereza y se va a las tierras incógnitas del río grande, río bravo? ¿tan harto estaba de plata vieja que deseaba oro nuevo? ¿no deberle nada al padre? ¿empezar, como éste, pobre y desafiante? ¿o demostrar que no hay riqueza mayor que la que nunca se puede alcanzar? miren a este Juan de Oñate plantar la bota negra sobre la ribera parda del río grande, río bravo: es gordo, calvo, mostachudo, una tortuga con caparazón de fierro y coqueterías de holanda en el cuello y los puños, panza robusta y patas enclenques, y entre las dos el indispensable bolsillo del escroto para mear a gusto en medio de las conquistas y las batallas que proclama su indispensable yelmo de plata sobremontado por un airón: viene al río grande con ciento treinta soldados y quinientos pobladores, mujeres, niños, sirvientes; funda El Paso del Norte y declara el dominio español sobre todas las cosas, desde las hojas de los árboles hasta las piedras y arenas del río: nada lo detiene, la fundación de El Paso es sólo el trampolín de su gran sueño imperial, gordo, panzón, calvo, mostachudo, fortalecido por el acero y suavizado por los encajes, Juan de Oñate es un contratista privado, un hombre de empresa que ha creído las mentiras de Cabeza de Vaca y no ha hecho caso de las expediciones de fray Marcos de Niza y de la muerte del fatal empecinado negro Estebanico, desaparecido en la búsqueda de su propia mentira, las ciudades de oro: Oñate no viene a encontrar el oro, sino a inventarlo, a crear la riqueza, a descubrir lo que falta por descubrir del nuevo mundo, las minas que faltan, los imperios que faltan, el pasaje a Asia, los puertos en ambos océanos: para realizar su sueño emprende una campaña de la muerte, llega a Ácama el centro del mundo indígena (centro de la creación, ombligo del universo) y allí destruye la ciudad, mata a medio millar de hombres, a trescientos niños y mujeres, y a los demás los convierte en cautivos: los muchachos de doce a veinte años de edad serán sirvientes, a los hombres de veinticinco años, les será cortado un pie en público: se trata de fundar, en verdad, un nuevo mundo, de crear, en verdad, un orden nuevo, donde Juan de Oñate reine a su gusto, caprichosamente, sin deberle nada a nadie, decidido a perderlo todo con tal de ser infinitamente libre para imponer su voluntad, ser su propio rey y acaso su propio creador. Aquí no había nada antes de que llegara Oñate, aquí no había historia, no había cultura: él las fundó. pero aquí había distancia, enorme distancia, y la distancia, al cabo, lo derrotó.

ELOÍNO Y MARIO

Polonsky le dijo a Mario que esta noche más que nunca los ilegales tratarían de cruzar aprovechando la trifulca del puente, pero Mario sabía bien que mientras un país pobre viviera al lado del país más rico del mundo, lo que ellos los de la patrulla fronteriza hacían era apretar un globo: lo que se apretaba por aquí sólo se volvía a inflar por allá; no tenía remedio y aunque al principio a Mario le divirtió su trabajo como un juego casi infantil, como las escondidas cuando era niño, la exasperación comenzó a ganarle porque la violencia iba en aumento, porque Polonsky era implacable en su odio a los mexicanos, para quedar bien con él no bastaba cumplir profesionalmente, era necesario demostrar verdadero odio y eso le costaba a Mario Islas, al cabo hijo de mexicanos aunque nacido ya de este lado del Río Grande; pero eso mismo avivaba las sospechas de su superior Polonsky; una noche Mario lo pescó en la taberna diciendo que los mexicanos eran todos cobardes y estuvo a punto de pegarle, Polonsky lo notó, seguro que lo provocó, sabía que Mario estaba allí, por eso lo dijo y luego aprovechó para decirle:

– Déjame ser franco, Mario, ustedes los mexicanos que sirven en la patrulla tienen que demostrar su lealtad más convincentemente que nosotros, los verdaderos norteamericanos…

– Yo nací aquí, Dan. Soy tan norteamericano como tú. Y no me digas que los Polonsky llegaron en el Mayflower.

– Cuidado con las impertinencias, boy.

– Soy un oficial. No me digas boy. Yo te respeto. Respétame a mí.

Quiero decir: somos blancos, europeos, savvy?

– ¿España no está en Europa? Yo desciendo de españoles, tú de polacos, todos europeos…

– Hablas español. Los negros hablan inglés. Eso no los hace ingleses a ellos, ni español a ti…

– Dan, nuestra discusión no tiene sentido -sonrió Mario encogiéndose de hombros-. Hagamos bien nuestro trabajo.

– A mí no me cuesta. A ti sí.

– Tú todo lo ves como racista. No te voy a cambiar, Polonsky. Hagamos bien nuestro trabajo. Olvídate que soy tan americano como tú.

En las noches largas del Río Grande, Río Bravo, Mario Islas se decía que quizás Dan Polonsky tenía razón en dudar de él. Esta pobre gente sólo venía buscando trabajo. No le quitaba trabajo a nadie. ¿Fue culpa de los mexicanos que cerraran las industrias de guerra y hubiera más desempleados? Pues hubieran seguido la guerra contra el imperio del mal, como lo llamaba Reagan.

Estas dudas pasaban muy fugazmente por la mente alerta de Mario. Las noches eran largas y peligrosas y a veces él hubiera querido que todo el Río Grande, Río Bravo, estuviera de veras dividido por una cortina de fierro, una zanja profundísima o por lo menos una reja de corral que tuviera el poder de impedir el paso de los ilegales. En vez, la noche se llenaba de algo que él conocía de sobra, los trinos y silbidos de los pájaros inexistentes, que era la manera como los coyotes, los pasadores de ilegales, se comunicaban entre sí y se delataban aunque a veces todo era un engaño y los pasadores silbaban como un cazador usa un pato de madera, para engañar mientras el paso se efectuaba en otro lado, lejos de allí, sin silbido alguno.

Ahora no. Un muchacho con velocidad de gamo salió del río, empapado, corrió por la ladera y se topó con Mario, con el pecho de Mario, su uniforme verde, sus insignias, sus correas, toda su parafernalia de agente, abrazado a él, abrazados los dos, pegados por la humedad del cuerpo del ilegal, por el sudor del cuerpo del agente. Quién sabe por qué siguieron abrazados así, jadeando, el ilegal por su carrera para evadir a la patrulla, Mario por su carrera para cerrarle el paso… Quién sabe por qué cada uno dejó caer la cabeza sobre el hombro del otro, no sólo porque estaban exhaustos; por algo más, incomprensible…