Изменить стиль страницы

– No te preocupes. Esto no depende de nosotros. Si les hacemos falta, nos dejan pasar, con ley o sin ella. Si no les hacemos falta, nos corren a patadas, con ley o sin ella.

A nadie le fue peor que a Salvador Ayala, padre de Benito y nieto del primer Fortunato. A él le tocaron las peores represiones, las expulsiones, las operaciones de limpia fronteriza. A él le tocó ser víctima del capricho brutal. El patrón decidía cuándo tratarlo como trabajador contratado y cuándo como criminal y entregarlo a la migra. Salvador Ayala se quedó sin armas. Si alegaba que el patrón le había dado trabajo ilegalmente, se condenaba a sí mismo y carecía de pruebas contra él. El patrón manejaba los documentos falsos para probar que Salvador era obrero legal, si hacía falta. Para volverlos invisibles y deportar a Salvador, si hacía falta.

Ahora era la peor época. Benito sabía, nieto del segundo Fortunato e hijo de Salvador, descendiente del fundador del éxodo, el primer Fortunato, que todas las épocas eran difíciles, pero esta más que ninguna.

Porque ahora seguía habiendo necesidad. Pero también había odio.

– ¿A ti también te odiaron? -le preguntó Benito a su padre Salvador.

– Como te van a odiar a ti, no.

No sabía las razones, pero lo sentía. Detenido del lado mexicano del Río Bravo, sentía el miedo de todos y el odio del otro lado. Iba a cruzar de todos modos. Pensó en todos los que dependían de él en Purísima del Rincón.

Extendió hasta donde pudo los brazos en cruz, crispando los puños, mostrando el cuerpo listo para trabajar, pidiendo un poco de amor y compasión, no sabiendo si cerraba los puños así por coraje, desafío o de plano resignación y desánimo.

Ésta nunca fue la tierra donde el hombre nunca fue: desde hace treinta mil años los pueblos siguen el curso del río grande, río bravo, descienden desde el norte, emigran hacia el sur, buscan los nuevos territorios de la caza, de paso descubren América, sienten la atracción y la hostilidad del nuevo mundo, no descansan hasta recorrerla entera para saber si es tierra amiga o enemiga, hasta llegar al otro polo, tierra que tuvo placenta de cobre, tierra que tendrá nombre de plata, tierras todas de la migración más vasta conocida por los hombres, de Alaska a Patagonia, tierra bautizada por la migración: acompañada, América, de vuelos e imágenes, de metáforas y metamorfosis que hacen llevadero el andar, que salvan a los pueblos de la fatiga, el abatimiento, la lejanía, el tiempo, los siglos necesarios para recorrer América de polo a polo: no diré sus nombres, sólo los conocen quienes saben escuchar el silencio, no contaré sus hazañas, sólo las repiten las estrellas de polvo de los senderos, no recordaré sus sufrimientos, los grita el huracán de las aves, no mencionaré sus calendarios, son todos un río de cenizas, sólo el perro los acompañó, el único animal amigo del indio, pero luego se cansaron de tanto andar, soltaron a los perros en feroces jaurías cimarronas y ellos se detuvieron, decidieron que el centro del mundo estaba aquí mismo, donde estaban plantados sus pies en ese instante, éste era el centro del mundo, la tierra del río grande, río bravo; el mundo había brotado de los surtidores invisibles de las aguas del desierto; los ríos subterráneos, dicen los indios, son la música de Dios, gracias a ellos crece el maíz, el frijol, la calabaza y el algodón, y cada vez que una planta crece y da sus frutos, el indio se transforma, el indio se vuelve estrella, olvido, ave, mezquite, olla, membrana, flecha, incienso, lluvia, olor de lluvia, tierra, temblor de tierra, fuego apagado, silbido en la montaña, beso a escondidas, todo esto se vuelve el indio cuando la semilla muere, se vuelve niño y abuelo del niño, memoria, ladrido, alacrán, zopilote, nube y mesa, vasija rota del nacimiento, túnica escarmentada de la muerte, se vuelve máscara, escalera, roedor, se vuelve caballo, se vuelve rifle, se vuelve blanco; sueña el indio y su sueño se convierte en profecía, todos los sueños de los indios se vuelven realidad, encarnan, les dan la razón, los llenan de pavor y por eso los vuelven sospechosos, arrogantes, celosos, orgullosos pero espantados de conocer siempre el porvenir, sospechosos de que se vuelva realidad lo que sólo debió ser una pesadilla: el hombre blanco, el caballo, el fusil, ay, ellos habían dejado de moverse, las grandes migraciones terminaron, la hierba creció sobre los caminos, las montañas separaron a los pueblos, las lenguas dejaron de entenderse, decidieron no moverse ya del mismo lugar, del nacimiento a la muerte, tejer una gran manta de lealtades, deberes, valores, para protegerse hasta que el río se incendió y la tierra se movió otra vez

DAN POLONSKY

Flaco y pálido, pero musculoso y ágil, Dan Polonsky se ufanaba de que a pesar de vivir en la frontera, no se exponía al sol. Tenía la tez pálida de sus antepasados europeos, inmigrantes que fueron mal recibidos, discriminados, tratados como basura. Dan recordaba las quejas de sus abuelos. La salvaje discriminación de la que fueron objeto porque hablaban distinto, comían distinto, se veían distintos. Olían distinto. Los anglos se tapaban las narices cuando pasaban esos viejos (aunque fueran jóvenes, parecían ancianos, barbados, vestidos de negro) oliendo a cebolla y chucrut. Pero ellos habían persistido, se habían asimilado, se habían vuelto ciudadanos. Nadie defendería a su patria mejor que ellos, pensó Dan mientras miraba del lado norteamericano al lado mexicano del río.

– ¿Ya viste Air Force -le decía su abuelo Adam Polonsky y como Dan era muy joven para haber visto las películas de la segunda guerra mundial, el viejo le regaló un video para que viera cómo la fuerza aérea estaba compuesta por héroes étnicos, no sólo anglos sino descendientes de polacos, italianos, judíos, rusos, irlandeses, nunca un japonés, es cierto, eran los enemigos. Pero jamás un latino, un mexicano. Uno que otro negro, dicen que los negros sí fueron a la guerra. Pero los mexicanos, nunca. No eran ciudadanos. Eran cobardes, eran mosquitos que le chupaban la sangre a los USA y se regresaban corriendo a mantener a sus indolentes paisanos…

– ¿Ya viste Air Force? John Garfield. Se llamaba en realidad Julius Garfinckel. Un chico del ghetto, como tú, un hijo de inmigrantes, Danny boy.

Habían dado la vida en dos guerras mundiales y también en Corea y Vietnam. Casi igualaban los sacrificios de las generaciones anglosajonas del siglo pasado, los conquistadores del oeste. ¿Por qué nadie lo decía? ¿Por qué seguían sintiendo vergüenza de tener un pasado inmigrante? A Dan le enorgullecía mirar un mapa y ver que los USA habían adquirido más territorio que cualquier otra potencia del siglo pasado. Luisiana. Florida. La mitad de México. Alaska. Cuba. Puerto Rico. Filipinas. Hawaii. El canal de Panamá. Un reguero de islitas en el Pacífico. Las Islas Vírgenes… ¡Las islas vírgenes! Allí le gustaría ir de vacaciones. Por el nombre, tan seductor, tan sexy, tan improbable. Y por el desafío. Ir de vacaciones al Caribe y no tostarse bajo el sol. Regresar igual de blanco que sus abuelos de Pomerania. Vencer al color. No dejarse teñir por nada, ni por negro, ni por mexicano, ni por sol.

Había pedido el servicio nocturno por esa razón secreta que no le comunicaba a nadie pues le daba miedo el ridículo. Había un culto a la piel bronceada. Hasta parecía sospechoso un hombre de piel tan blanca. "¿Estás enfermo?", le preguntó otro oficial como él, y no le dio una trompada porque sabía las consecuencias de golpear a un oficial y Dan Polonsky no quería perder por nada su trabajo, le satisfacía demasiado. Desde el momento en que se pusieron en lugar las técnicas para detectar el paso nocturno de inmigrantes ilegales por el Río Grande, Dan pidió ser admitido, y lo fue, en las brigadas que veían iluminado al mundo nocturno a través de sus anteojos de robot cinematográfico, sus nochiscopios para ver a los ilegales de noche como si fosforescieran, sus detectores del calor que emana del cuerpo humano… Lo malo es que había tantos agentes de la patrulla fronteriza que aunque fueran texanos, eran de origen mexicano, y a veces Polonsky se confundía, encontraba con sus goggles rojos a un morenito y resultaba que traía credencial de patrullero, aunque tuviera cara de bracero… Lo bueno es que a estos agentes texano-mexicanos se les podía chantajear fácil, explotar sus fidelidades divididas, exigirles que demostraran, a ver, que eran buenos norteamericanos, no mexicanos disfrazados, a ver… Polonsky se reía de ellos. Le daban pena, los manipulaba como ratas en un laboratorio.

Algo le molestaba, sin embargo, y era esa necedad de insistir en que los USA eran morales e inocentes siempre. ¿Por qué pretendían los políticos y los periodistas no tener ambiciones ni intereses, ser siempre morales, inocentes, buenos? Esto enervaba a Dan Polonsky. Todo el mundo tenía intereses, ambiciones, malicia. Todo el mundo que quería ser alguien. Miró intensamente a través de sus gafas nocturnas, que aclaraban el paisaje seco y hostil del río sin necesidad de sol, miró un paisaje de un rojo embriagante como una copa de clamato y vodka. Para Dan, los Estados Unidos habían salvado al mundo de todos los males del siglo veinte, Hitler, el Kaiser, Stalin, los comunistas, los japoneses, los chinos, los vietnamitas, el tío Ho, Castro, los árabes, Sadam, Noriega…

Se le agotó la lista de enemigos y se quedó sólo con su justificación central, rabiosa. Había que salvar la frontera sur. Por allí entraba ahora el enemigo. Allí se protegía hoy a la patria, igual que en Pearl Harbor o las playas de Normandía, igual.

Allí estaban, provocándolo indecentemente, agrupados del lado mexicano, enseñando los brazos abiertos en cruz, cerrando los puños, diciéndole a la otra orilla: Ustedes nos necesitan. Venimos a la frontera porque sin nosotros sus cosechas se pudren, no hay quien las recoja, no hay quien atienda hospitales, cuide niños, sirva en restoranes, si nosotros no les prestamos nuestros brazos. Era un desafío y la mujer de Dan se lo decía con burla brutal:

– Oye, necesito una nana para el niño. ¿No me digas que vas a delatar a Josefina? No seas terco. Mientras más trabajadores entren, más seguro tienes el empleo, buster… quiero decir, darling.

Cuando Selma su mujer se ponía pesada, Dan inventaba un viaje a la capital del estado en Austin para cabildear pidiendo más dinero e influencia para la patrulla fronteriza de la cual él era miembro. Quería convencer: si no nos dan fondos, no podemos proteger a la patria contra la invasión invisible de los mexicanos. Afocó los visores del nochiscopio. Allí estaban. Incapaces de quitarse el sombrero, como si hasta de noche hiciera sol. Le dieron unas ganas furiosas de orinar. Se bajó el zipper y se miró bajo la luz fluorescente. Su líquido era blanco también, sin color, como un flujo de chablis. Le desagradó pensar que las uvas maduran y se endurecen bajo el sol. Pero se consoló pensando en los trabajadores agrícolas que las recogían en California.