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RÍO GRANDE, RÍO BRAVO

A David Carrasco

Hijo de la altura, descendiente de la nieve, los hielos del cielo lo bautizan cuando brota en las montañas de San Juan, rompe el escudo virginal de las cordilleras, inicia su abrupta juventud desafiando cañones y abriendo tajos para que pasen las aguas tormentosas de mayo a junio, pierde altura pero gana desierto, gasta la madurez en dejar limosnas de agua aquí y allá entre el mezquite, su vejez lujosa la dispensa en fértiles tierras labrantías y su muerte se la regala, exhausto, al mar río grande, río bravo, ¿siempre crecieron contigo, desde la creación, los cedros gruesos y aromáticos que fueron madera de tus nodrizas, siempre anunciaron tu llegada las plantas rodadoras del desierto, siempre te defendieron de los intrusos las espinas del palo verde y las bayonetas de las yucas, siempre perfumaron tus amores los inciensos del piñón, siempre te escoltaron los séquitos de álamos blancos y te disfrazaron los abetos rojos, siempre te mecieron las olas color aceituna de tus pastos inmensos, no impidieron tu muerte las nerviosas lechuguillas enfermeras, no la conmemoraron los frutos negros del enebro, no lloraron los sauces tu réquiem, río grande, río bravo, no te olvidaron el creosote, el cacto y la artemisa, tan sedientos de tu paso, tan obsesionados por tu siguiente renacimiento que ya no se acuerdan de tu muerte? el río de varios pisos viaja de regreso a sus orígenes desde las llanuras costaneras, su fértil media luna arrastra una capa de pantanos, el valle se ancla entre el pino y el ciprés hasta que lo vuelve a levantar un vuelo de palomas, llevándose el río a un mirador escarpado donde la tierra se quebró desde el primer día de la creación, bajo la mano de Dios: ahora Dios, todos los días, le da la mano al río grande, río bravo, para que suba a su balcón y ruede por los tapetes de su antesala antes de abrirle las puertas de su siguiente estancia, el escalón que lleva sus aguas, si logran escalar los enormes barrancos, a los techos del mundo donde cada meseta tiene su nube fiel que la acompaña y la reproduce como un espejo de aire, pero ahora la tierra se seca y el río nada puede hacer por ella salvo plantar estacas que guíen su curso y el de sus viajeros, pues es aquí donde todos se perderían si no fuese por la protección de las montañas de Guadalupe que devuelven el río a su seno, río grande, río bravo, de regreso en su cueva nutricia de donde nunca debió salir rumbo al exilio de la sangre y el trabajo, el exilio de la muerte y la ceguera huracanada del mar que lo espera de nuevo para ahogarle…

BENITO AYALA

Detenido en la noche a la orilla del río, Benito Ayala estaba rodeado de hombres parecidos a él. Todos entre los veinte y los cuarenta años, todos tocados con sombreros de petate, todos vestidos con camisas y pantalones de mezclilla, zapatos fuertes para el trabajo en clima frío, chamarras de colores y diseños variados.

Todos levantan los brazos, los abren en cruz, cierran los puños, ofrecen su trabajo silenciosamente, del lado mexicano del río, esperando que alguien los note, los salve, les haga caso. Prefieren exponerse a ser fichados que dejar de anunciarse, hacerse presentes: Aquí estamos. Queremos trabajo.

Todos se parecen, pero Benito Ayala sabe que cada uno va a cruzar el río con un costal de recuerdos diferentes, una mochila invisible en la que sólo cabe la memoria particular de cada uno de ellos.

Benito Ayala cerró los ojos para olvidar la noche e imaginar el cielo. Por su cabeza pasó un lugar. Era su pueblo, en las montañas de Guanajuato. No muy distinto de muchos pueblitos mexicanos de montaña. Una sola calle por donde pasaba la carretera. A ambos lados, las casas todas de un piso. Allí mismo los comercios, las tlapalerías, la fonda, la farmacia. A la entrada, la escuela. A la salida, la gasolinera y los mejores excusados del pueblo, el mejor radio, los refrescos mejor refrigerados. Pero para usar los excusados, había que llegar en coche. Conocían a los lugareños. Los mandaban a cagar al monte, riéndose de ellos.

Atrás de las casas, las huertas, los jardincitos, el riachuelo. Todos los muros pintados, anunciando cervezas, propaganda del PRI, elecciones próximas o pasadas. Viéndolo bien y a pesar de todo, un pueblo bueno, un pueblo dulce, un pueblo con historia y con lo que el pasado le regala a sus descendientes para hacer una vida buena.

Pero de nada de esto vivía el pueblo.

El pueblo de Benito Ayala vivía de enviar trabajadores a los Estados Unidos y de las remesas que los trabajadores hacían al pueblo.

Los viejos y los niños, los escasos comerciantes, hasta los poderes políticos, se acostumbraron a vivir de esto. Era el principal y puede que el único ingreso del pueblo. ¿Para qué inventarse otro? Las remesas eran hospital, seguro social, pensión, maternidad, todo junto.

Con los ojos cerrados, detenido de noche del lado mexicano del río, con los brazos abiertos y los puños cerrados, Benito Ayala iba recordando a las generaciones de su pueblo.

Fue el bisabuelo Fortunato Ayala el primero que salió de México huyendo de la Revolución.

– Esta guerra no se va a acabar nunca -anunció un día poco antes de la batalla de Celaya allí mismo en Guanajuato-. La guerra va a durar más que mi vida. Mientras todos nos unimos contra el tirano Huerta, me aguanté. Pero ahora que nos vamos a matar los hermanos los unos a los otros, mejor me voy.

Se fue a California y trató de poner un restorán. Nomás que a los gringos no les gustaba nuestra comida. Ponerle chocolate al pollo les daba náusea. Quebró. Buscó trabajo en la industria, porque decía que para agacharse a recoger tomates, mejor se regresaba a Guanajuato. Sólo que a donde quiera que fue, la respuesta fue siempre la misma, como si se hubieran aprendido un catecismo:

– Ustedes no fueron hechos para trabajar en fábricas. Mírense. Son bajitos. Están cerca de la tierra. Agáchense, recojan frutas y verduras. Para eso los hizo Dios-. Se rebeló. Llegó como pudo (máximamente en los vagones de carga de los trenes, escondido pero de a oquis) hasta Chicago y le importó madres el frío, el

viento, la hostilidad. Encontró trabajo en el acero. Cerca de la mitad de los trabajadores de la acerera eran mexicanos. Ni siquiera tuvo que aprender inglés. Mandó a Guanajuato los primeros dineritos. En esa época todavía funcionaba el correo y un sobre con dolaritos llegaba a su destino en la cabecera municipal de Purísima

del Rincón y allí iban a recogerlo sus familiares. Veinte, treinta, cuarenta dólares. Una fortuna para un país devastado por la guerra donde cada facción rebelde emitía sus propios billetes, los famosos "bilimbiques".

Fortunato Ayala, antes de enviar sus dólares, los miraba largamente, acariciándolos con los ojos, imaginándolos de satín, de seda, no de papel, tan brillantes y planchaditos, los miraba largamente a contraluz, como para asegurarse de su validez y aun de su belleza verde, presidida por Jorge Washington y el Ojo de Dios de los Huicholes. ¿Qué hacía el símbolo sagrado de los indios mexicanos en el billete de a dólar gringo? En todo caso, el triángulo de la mirada divina significaba protección y previsión, aunque también fatalidad. Jorge Washington parecía una abuelita protectora con cabecita de algodón y dientes postizos.

Pero nadie protegió al bisabuelo Fortunato cuando el desempleo norteamericano de 1930 lo arrojó fuera de los Estados Unidos, deportado junto con miles de mexicanos. Fortunato salió con pesadumbre, además, porque en Chicago dejó a una muchacha mexicana embarazada a la que nunca le ofreció nada más que amor. Ella sabía que Fortunato era casado y con hijos: sólo le pidió el apellido, Ayala, y Fortunato se lo dio, con un poco de miedo pero resignándose a ser generoso.

Se fue. Estableció una tradición: el pueblo viviría de las remesas de sus trabajadores emigrados. Su hijo, Fortunato como él, pudo llegar a California durante la segunda guerra, legalmente. Era un bracero. Entraba legalmente; sus patrones le hacían saber, de todas maneras, que su situación era muy precaria. Estaba a un paso de su propio país, México. Era fácil deportarlo sí las cosas se ponían mal en los USA. Qué bueno que no le interesaba hacerse ciudadano norteamericano. Qué bueno que amaba tanto a su país y sólo quería regresar a él. Qué bueno que soy trabajador y no ciudadano -les contestó Fortunato Hijo y eso no les gustó a sus patronos-. Qué bueno que soy barato y seguro, ¿verdad?

Luego los patrones comentaron que la ventaja del trabajador mexicano era que no se hacía ciudadano ni organizaba sindicatos y huelgas como los inmigrantes europeos. Pero si este tal Fortunato Ayala se volvía respondón, habría que aislarlo, castigarlo.

– A todos se les sube -dijo uno de estos empleadores.

– Todos acaban por enterarse de sus derechos -dijo otro.

Por eso cuando se acabó la guerra y con ella el programa de braceros, el joven nieto de Fortunato padre e hijo de Fortunato hijo, Salvador Ayala, se encontró con la frontera cerrada. Ya no eran necesarios. Pero el pueblecito cerca de Purísima del Rincón se había acostumbrado a vivir de las remesas. Todos sus jóvenes dejaban el pueblo para buscar el trabajo en el norte. Si no, el pueblecito se moriría, como se muere un niño abandonado en el monte por sus padres. Valía la pena arriesgarlo todo. Eran los hombres, eran los muchachos. Los más fuertes, los más listos, los más valientes. Ellos se iban. Los niños, las mujeres, los ancianos, se quedaban atrás. Todos dependían de los trabajadores.

– Aquí hay hombres que viven porque hay hombres que se van. Que no se diga que aquí hay hombres que mueren porque ya nadie se va.

Salvador Ayala, padre de Benito, hijo y nieto de los Fortunatos, se volvió espalda mojada, el ilegal que cruzaba el río de noche y era pescado del otro lado por la patrulla fronteriza. Se la jugaban. Él y los demás. Valía la pena el riesgo. Si los agricultores texanos necesitaban mano de obra, el mojado nomás era llevado de vuelta a la frontera y puesto del lado mexicano. En seguida era admitido, ya seco, del lado texano, protegido por un empleador. Pero cada año, la duda se repetía. ¿Esta vez, entraré o no? Esta vez, ¿podré mandar cien, doscientos dólares al pueblo?

La información circulaba en Purísima del Rincón. De la placita a la iglesia, de la sacristía a la cantina, del riachuelo a los campos de nopal y breña, de la gasolinera a la costurería, todos sabían que en época de cosechas no hay ley que valga. Les dan órdenes de no deportar a nadie. Podemos ir. Podemos pasar. La policía ni se acerca a los ranchos texanos protegidos, aunque sepan que todos los trabajadores son ilegales.