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Leandro le quitó delicadamente la pañoleta, le mesó el pelo húmedo, le besó avorazadamente la cara mojada, sin pintura, más arrugada de lo que parecía en Cuernavaca, pero cara de ella y ahora de él.

Más tarde, acostados en el camastro de Encarna, abrazados para vencer ese sabroso frío de noviembre que reclama la cercanía de la piel desnuda con su compañera, bajo una manta de lana gruesa, frente a un fuego encendido, se confesaron su amor, y ella dijo que amaba su trabajo y su tierra. No esperaba nada, lo admitía. La verdad -rió- es que hace tiempo que nadie volteaba a verla. Él fue el primero en muchísimo tiempo. No quería saber si habrá un segundo. No, no lo habrá. Antes, amoríos sí, no era monja. Pero amor de verdad, amor sincero, sólo este. Podía estar seguro de su fidelidad. Por eso le contaba estas cosas.

Más y más, en brazos de la Encarna, Leandro sintió que ya no tenía que fingir nada, el tiempo de la inseguridad y de la fanfarronada quedaba atrás, ya nunca más diría "todos estamos jodidos", de ahora en adelante diría "así somos, pero juntos podemos ser mejores".

Ella le contó el sueño de la caverna, que a nadie más le había dicho nunca, qué tristeza le daba dejar a esos caballos solos, muertos de frío, en la oscuridad, entre noviembre y abril, cabalgando sin destino. Él le preguntó si se atrevería a dejar su tierra y venirse a vivir a México. Ella dijo sí muchas veces y lo besó entre sí y sí. Pero le advirtió que el pan de las novias en Asturias es pan de llanto.

– Me haces sentirme distinto, Encarnita. Ya no estoy a las patadas con el mundo.

– Creía que si me encontrabas aquí, en medio del lodo y con la cara lavada, ya no te iba a gustar.

– Vamos haciéndonos viejos juntos, ¿qué te parece?

– Vale. Aunque yo prefiero que seamos siempre jóvenes juntos.

Lo hizo reír, sin rubor, sin machismo, sin complejos, sin resentimiento o desconfianza. Le tomó la mano con mucho cariño y le dijo, como para ya no volver a hablar del otro Leandro:

– Vamos, que lo he entendido todo.

Ella había temido que él se desilusionara viéndola aquí, en su salsa, como ahora, con la frazada echada a los hombros y las medias de lana y los zapatos con zancos para ir a atizar el fuego. Recordaba la dulzura de Cuernavaca, sus perfumes cálidos, y ahora se veía en este país de zancos, gente con zuecos, casas con zancos, aquí mismo donde ella vivía, un hórreo levantado sobre zancos para evitar la humedad, el lodo, la lluvia torrencial, la "hecatombe de agua", como le dijo a Leandro.

La invitó a pasar el fin de semana en Madrid. Su jefe el señor Barroso y su nuera, la señora Michelina, volaron a Roma. Quería pasearla, enseñarle la Cibeles, la Gran Vía, la Calle de Alcalá y El Retiro.

Se miraron y no tuvieron que decir las palabras de su acuerdo. Somos dos solitarios y ahora estamos juntos.

El viejo vestido de negro, con el sombrero negro clavado hasta las orejas peludas, conduce la camioneta y no te mira nunca; quiere estar seguro de que vas junto a él y cumplirás tu parte de la apuesta.

No te mira pero te habla. Es como si sólo su voz te reconociera, jamás su mirada. Su voz te da miedo, soportarías mejor su mirada, por terribles, encarcelados, justicieros que sean sus ojos. Algo que nunca habías pensado te habla adentro de tu pecho, como si allí, en tu aliento capturado, pudieses hablar con tu carcelero, el prisionero que terminó de cumplir su sentencia, salió al mundo y en seguida te hizo prisionero a ti…

Tú y tus amigos tampoco se miraban entre sí. Tenían miedo de ofenderse con la mirada. El contacto de los ojos era peor, más peligroso que el de las manos, el sexo, la piel. Era preciso evitarlo. Ustedes eran muy hombres porque nunca se dirigían la mirada, caminaban por las calles del pueblo mirándose las puntas de los zapatos y a los demás, invariablemente, los veían con algo feo, desdén o provocación, burla o inseguridad. Pero el Paquito sí te miró, te miró derecho, muerto de susto pero directo, y eso no se lo perdonaste, por eso lo agarraste a golpes, le zurraste…

Pasan cien, doscientos venados color de durazno maduro corriendo por las tierras de Extremadura, como si buscaran el refuerzo final de su número. El viejo los mira y te dice que no mires a los venados, que mires arriba, a los buitres que circulan ya en espera de que algo le ocurra a un venado…

– Hay jabalíes también -dijiste por decir algo, por animar la conversación con el padre, el verdugo, el vengador del idiota Paquito.

– Ésos son los peores -te contestó el viejo-. Son los más cobardes.

Dijo que los jabalíes viejos, antes de bajar al agua, mandaban por delante a los críos y a las hembras, a los machos jóvenes y a las hembras, guiados por el viento y el olfato para comunicarle al jabalí viejo que el camino estaba libre para ir a beber. Sólo entonces descendía al agua el viejo jabalí.

– A los machos jóvenes que van por delante los llaman escuderos -dijo el viejo, primero con seriedad, luego ganado poco a poco por la risa-. Los jóvenes escuderos son los que son cazados, los que mueren. En cambio el jabalí viejo cada vez sabe más por viejo, deja que los críos y las hembras se sacrifiquen por él…

Ahora sí, ahora sí volvió a verte con una mirada roja, encendida como una brasa reavivada, la última brasa en el centro de la ceniza que todos creían muerta.

– Se ponen grises de viejos. Los jabalíes. Salen sólo de noche, cuando los críos ya fueron cazados o regresaron vivos a decir que el camino está despejado.

Reía con ganas.

– Sólo salen de noche. Se vuelven grises con el tiempo. Se les retuerce el colmillo. Jabalí viejo, colmillo torcido.

Dejó de reír y se pegó con un dedo sobre los dientes.

Te contrató el auto de este lado del túnel. No necesitó decirte que confiaba en tu honor. Te dejaba solo para ir del otro lado. Tomaba catorce minutos exactos cruzar el túnel de la Luna. Mediría el tiempo de tu salida. A los quince minutos, tú te darías la vuelta para entrar otra vez al túnel y él, el viejo, empezaría a correr en sentido contrario.

– Adiós -dijo el viejo.

Salieron de la carretera entre el humo de la central eléctrica mezclado con la neblina de las altas montañas, junto a pozos de hulla abandonados que cicatrizaban lentamente en la tierra. Los chicos jugaban fútbol. Las viejas se encorvaban sobre las hortalizas. El hormigón, las varas, los bloques de cemento y los muros de contención iban desmontando la tierra para dar paso a la carretera y a la sucesión de túneles que penetraban, venciéndola, la Sierra Cantábrica. Era una espléndida carretera y Leandro conducía el Mercedes de su jefe de prisa, con una sola mano. Con la otra apretaba la de su Encarna y ella le pedía ir más despacio, Jesús, que no la asustara, se trataba de llegar vivos a Madrid, pero él que ni modo, por más que ella lo suavizara, él tenía costumbres y reacciones de macho que no iba a dejar de un día para otro, además el Mercedes ronroneaba como un gato, era una delicia manejar un carro que se deslizaba sobre la carretera como mantequilla sobre un bolillo, sonrió cuando entraron al larguísimo túnel de los Barrios de la Luna, dejando atrás el paisaje tutelar de picachos nevados y brumas rasgadas. Leandro encendió las luces como dos ojos de gato, seguido de la vieja camioneta manejada por un hombre vestido de negro, con el sombrero negro hundido hasta las orejas inmensas y la barba gris picándole el cuello blanco de la camisa sin cuello. Se rascó el lóbulo de la oreja peluda. Se cuidó de cambiar de carril y pasarse al izquierdo, exponiéndose a un choque seguro. Mejor siguió a la distancia, con seguridad, a ese elegante Mercedes con placas de Madrid. Se carcajeó. El honor se lo dejaba a los gilipollas. Él iba a vengar a su pobre hijo.

Tú corrías a noventa por hora, avergonzado de pensar que lo hacías para que te detuviera la policía de caminos y te impidiera entrar al túnel que se avecinaba. Te mareó el paso súbito del sol duro a la bocanada de humo, al aliento de niebla negra dentro del túnel. Tomaste con decisión el carril izquierdo, arrancaste en sentido contrario, diciéndote que ibas a dejar la aldea de piedra, la lengua de piedra, eso era mejor que irse a América, esto era ser auténtico, ser tú mismo, exponerte para ganar una apuesta, y qué apuesta, doscientos mil duros, de un golpe, exponías la vida pero con suerte te hacías rico de un golpe, a ver si la suerte te protegía, si no te la jugabas ahora ya no lo harías nunca, la suerte era igual que el destino y todo dependía de una apuesta, esto era igual que meterse de torero, pero en vez del toro lo que avanzaba velozmente hacia ti era un par de luces encendidas, cegantes para ti y para el que conducía el carro contrario, dos cuernos luminosos, apostaste: ¿sería el viejo hijo de su puta madre y padre de sus putos hijos, quién, quién o quiénes serían estos seres a los que ibas a darles un gran abrazo de piedra, tú con tus cuernos de toro luminosos también, como esos que sostienen a todas las vírgenes de España y de América?, pensaste en una mujer antes de estrellarte contra el auto que venía en sentido contrario, que era el sentido correcto, pensaste en el pan de las vírgenes, el pan de las novias de todo el mundo, pan de chourar, el pan del llanto convertido en piedra.