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LA APUESTA

A César Antonio Molina

País de piedra. Lengua de piedra. Sangre y memoria de piedra. Si no te escapas de aquí, tú mismo te convertirás en piedra. Vete pronto, cruza la frontera, sacúdete la piedra.

Lo citaron a las nueve de la mañana en el hotel para salir a Cuernavaca y regresar esa misma noche. Tres viajeros nada más. Una turista norteamericana, eso se veía a la legua, rubia, descolorida, vestida de tehuana o algo así. Un mexicano que no le soltaba la mano, un nacoleón de miedo, moreno y bigotón, con camisa morada. Y una mujer que él no supo ubicar bien, blanca, un poco seca, flaca, con tacón bajo, falda ancha y suéter de lana tejido en casa. Usaba el pelo restirado y de no ser tan blanca, Leandro Reyes hubiera creído que era una criada. Pero hablaba fuerte, sonado, sin complejos y con acento gachupín.

Leandro estaba acostumbrado a toda clase de combinaciones en sus viajes de chofer de turismo y ésta no era ni mejor ni peor que todas las demás. La española se sentó enfrente, al lado de él, y la pareja del mexicano y la gringa se acurrucaron juntos detrás. La gachupina le guiñó el ojo a Leandro y meneó significativamente la cabeza hacia atrás. Leandro no le dio entrada. Él trataba con arrogancia a todos sus pasajeros, no fueran a creer que se las habían con un mexicanito obsequioso y sumiso. No le regresó el guiño a la española.

Arrancó con fuerza, más rápido de lo que quería, pero el tráfico estrangulado de la ciudad de México le hizo aminorar la velocidad. Introdujo una cinta en su casetera y anunció que, eran descripciones culturales de sitios turísticos de México, las pirámides de Teotihuacan, las playas de Cancún y por supuesto Cuernavaca, a donde iban esta mañana. Él daba un servicio de altura, les anunció, para gente de criterio.

Las voces, la música a propósito, el escape de los camiones, el aire contaminado de la ciudad, los adormeció a todos menos a él. Y apenas salieron a la carretera a Cuernavaca, aceleró la marcha y comenzó a correr cada vez más. Miraba por el retrovisor a la pareja de la gringa y el naco y le daba rabia, como siempre que un prieto de estos se aprovechaba de las primitas que venían buscando lo exótico, lo romántico, y acababan en manos de unos hijos de la chingada, zotacos repugnantes y vulgares por los que aquí ninguna vieja daría ni un quinto. Lo menos que podía ofrecerles era un susto.

Manejó rápido y comenzó él mismo a repetir en voz alta las descripciones culturales de la casetera, hasta que el chaparro de atrás se enervó y le empezó a decir, cuidado con la curva, oiga, ya no repita lo que dice la casetera, qué cree que estoy sordo, y la gringa reía how exciting y sólo la gachupina a su lado no se inmutaba, lo miraba a Leandro con una sonrisa de sorna y Leandro les decía: -Éste no es un simple viaje de turismo. Es un viaje cultural. Así me lo avisaron en el hotel. Si quieren cachondearse, hubieran escogido a otro, no a mí-.

El prieto de atrás se sumió; la gringa le dio un beso y el naco hundió su cara de cómico de las carpas pero que se cree galán de telenovela en la melena rubia y ya no volvió a respingar. Pero la gachupina de al lado le dijo al chofer:

– ¿Por qué haces un trabajo que no te gusta?

Qué suerte tuviste de no nacer bruto. Mira a Paquito el idiota del pueblo. Míralo cómo sale a tomar el sol a la plaza, sonriéndole al sol y a la gente. Se le notan las ganas de caer bien. Pero aquí en tu pueblo eso cae muy mal. ¿Qué derecho tiene este burro a sentirse feliz sólo porque está vivo y el sol le brilla en las uñas, en los tres o cuatro dientes que le quedan, en los ojos casi siempre opacos? Míralo bien. Como si él mismo supiera que su felicidad no puede durar mucho, se rasca la cabeza de pelo corto con un aire perplejo. Ni peinado ni despeinado, porque es tan corto su pelo que lo único importante es saber si crece o no. Crece hacia adelante, como invadiendo una frente estrecha y perpetuamente preocupada, plisada. Esta mañana, el brillo de la mirada siempre muerta contrasta con el ceño fruncido. Mira hacia los arcos de la plaza. ¿Hoy qué cosa le harán? Aplaza esta idea, la echa atrás como a un cajón viejo y empolvado. Pero no hay nada más inmediato que la amenaza. Se queda indefenso. Se da cuenta de que está en la mitad de la plaza, al mediodía, a pleno rayo del sol, a la intemperie, sin que nada lo proteja de las miradas ajenas. Se lleva las manos a los ojos, los cierra, se oculta, se disfraza y se hace cada minuto más evidente. Incluso los que nunca se fijan en él ahora lo están mirando. Paquito cierra los ojos para que nadie lo mire de esa manera. Siente unos dolores terribles en la cabeza. Si cierra los ojos, el sol se muere. Los abre y mira la piedra. País de piedra. Lenguaje de piedra. Sangre y memoria de piedra. Plaza de piedra. Si no te vas de aquí, te convertirás tú mismo en piedra.

La española lo observa con atención y astucia. Primero quiso pasar por un chofer culto, que mostraba las bellezas de México a los extranjeros. Le irritaba que otro mexicano le hiciera el amor a una norteamericana y no él. Le irritaba que se besuquearan en vez de oír lo que decían los casetes culturales sobre las ruinas indígenas. Quiso joderlos a todos, sobresaltarlos, corriendo a doscientos por hora, mezclando su aire culterano con una bárbara violencia física. A la gachupina le dio pena este hombrecillo de más de cuarenta años, dueño de un color rubicundo, casi zanahoria, que había notado en algunos mexicanos de la ciudad, mezcla de gente rubia y gente indígena. Color solferino, vamos. Obviamente, se teñía de un rojizo zanahoria la cabellera y vestía camisa azul con corbata y traje completo, brillante y plateado como el avión de Iberia que la trajo de vacaciones a México cuando ganó el concurso de la mejor guía de turistas de las cuevas de Asturias.

Vamos, la gente se puso como loca de que le tocara a ella pero así era la suerte, ni modo.

Este hombre no sabía que los dos tenían el mismo empleo pero ella no acababa de entenderlo y se divirtió en el camino viendo las caras que ponía, pues todas eran de una falsedad risible, enojado siempre, despectivo, dándose aires de sabihondo un minuto, de macho salvaje y sin temores al siguiente, enervado por la pareja envidiada que iba atrás, pero más enervado, concluyó la española, porque ella sonreía, lo miraba fijamente y no se dejaba impresionar.

– ¿Qué me mira, pues, señora? -dejó escapar al fin, entrando a Cuernavaca-. ¿Qué tengo dos cabezas o qué?

– No me has contestado. ¿Por qué haces un trabajo que no te gusta?

– ¿Qué nos conocemos o qué? ¿De cuándo acá nos tuteamos?

– En España todos nos tuteamos.

– Eso será allá. Acá nos respetamos.

– Respétate a ti mismo primero, entonces.

La miró con cólera y desconcierto. ¿Qué iba a hacerle, pegarle, bajarla del auto, abandonarla en Tres Marías? No podía. ¿Lo corrían de la chamba? De repente. Siempre tenía ese miedo aunque la cosa era que siempre le toleraban sus impertinencias. Ésa era su apuesta: Sé audaz, imponte, no te midas, Leandro, corre el riesgo de que te despidan, y ya verás cómo en casi todos los casos, la gente se hace chiquita, no quieren complicaciones, te toleran tus groserías. Algunos no, y entonces te la juegas, los bajas del coche en plena sierra de Guerrero, los desafías a que sigan a pata a Chilpancingo, a ver, te denuncian en el hotel, tú sales por los fueros de tu dignidad, quién no tiene sus broncas con los pinches turistas altaneros estos, si quieren llevamos el asunto al sindicato, seguro que los compañeros se solidarizan conmigo, ¿quieren una huelga de choferes que no sólo afecte este mugroso hotel, sino a todos los de la ciudad? Te calman, te dan la razón, la gente es abusiva, no respeta el trabajo de un chofer, de plano nos dan trato de ruleteros y nomás no, somos choferes de turismo culto, europeo, japonés, con ellos nunca hay bronca, los respetamos, nos respetan, damos servicio de altura, las broncas son sólo con los gringos y los nacos…

Pero esta vieja era española y él no sabía por dónde torearla. Si sólo estuvieran la gringa y el rascuache bigotón ese besuqueándose allá atrás, sin prestar atención a las explicaciones culturales, tratándolo como si fuera un vulgar afrochofer, un cafre del volante, sin darle su lugar… ¿Se lo daba ella? Lo observaba con una sonrisa que quizás era más insultante que una mentada, vaya usted a saber, y él la observaba a ella, sintiendo que le gustaba ser mirada así, sin comprenderla, como si ella también fuese un misterio, más un misterio ella para él, que él para ella.

– Vamos -dijo bruscamente la española- que tú y yo hacemos lo mismo. Yo también soy guía de turistas. Pero por lo visto a mí sí me gusta mi trabajo y tú no haces más que repelar, coño. ¿Para qué lo haces si no te gusta? No seas gilipollas. Dedícate a otra cosa, so bruto, que ocupaciones hay de sobra.

No supo qué contestar. A Dios gracias, la gasolinera estaba a la vista. Se detuvo y bajó rápidamente. Hizo todo un show con los muchachos del servicio. Los abrazó, se dijeron de madres, dejó que le saliera todo lo broza, se picaron el ombligo, se dijeron albures, se hicieron guiños de lépero, los de la gasolinera le preguntaron si llevaba buena carga, él guiñó, le dijeron que se aprovechara, los turistas eran todos pendejos, pero traían lana, ¿por qué ellos y nosotros no?, ándale compadre, échate un trago de raíz para amenizar el viaje…

La española se asomó y le gritó a Leandro:

– Si tomas un trago, te denuncio y aquí nos bajamos todos, so bandido. ¡Ya deja de comportarte como un machito de mierda y ven a cumplir con tu obligación, hijo de puta!

Todos los dependientes se carcajearon de lo lindo, se agarraron las panzas, se azotaron los muslos de risa, se abrazaron nalgueándose entre sí, vóytelas, Leandro, ¿ya te casaste? ¿O es tu suegra?, ya te metieron en cintura, ¿verdad?, ya ni te acerques por aquí, pendejo, ya te pusieron la coyunda, buey…

Arrancó con la cara colorada.

– ¿Por qué me hace pasar vergüenzas, señora? Yo la trato a usted con respeto…

– Anda, tú, mi nombre es Encarnación Cadalso, pero todos me dicen Encarna. Vamos a pasarla bien. Ya no te hagas de tripas corazón. Déjame enseñarte a pasarla bien. Joder, que a mí no me engañas. No eres más que un inseguro disfrazado de arrogante. Jodes a los demás, y te amargas a ti mismo. Vamos para Cuernavaca, dicen que es un lugar primoroso.