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– ¿Por qué todos tan prietos, tan de a tiro nacos?

– Son la mayoría, don Leonardo. El país no da para más.

– Pues a ver si me buscan uno por lo menos con más cara de gente decente, más criollito, pues, me lleva. Es el primer viaje a Nueva York. ¿Qué clase de impresión vamos a hacer, compañero?

Y ahora, cuando Lisandro pasó por la primera clase, don Leonardo lo miró y no se imaginó que era uno de los trabajadores contratados y deseó que todos fueran como este muchacho obrero pero con cara de gente decente, con facciones finas pero un mostachón como de mariachi bien dotado y, caray, menos moreno que el propio Leonardo Barroso. Distinto, se fijó el millonario, un muchacho distinto, ¿no se te hace, Miche? Pero su nuera y amante ya se había dormido.

2

Cuando aterrizaron en JFK en medio de una tormenta de nieve, Barroso quiso bajar cuanto antes, pero Michelina estaba acurrucada junto a la ventanilla, cubierta por una colcha y con la cabeza acomodada en una almohada. Se hizo la remolona. Deja que bajen todos, le pidió a don Leonardo.

Él quería salir antes para saludar a los encargados de reunir a los trabajadores mexicanos contratados para limpiar varios edificios de Manhattan durante el fin de semana, cuando las oficinas estaban vacías. El contrato de servicios lo hacía explícito: vendrán de México a Nueva York los viernes en la noche para trabajar los sábados y domingos, regresando a la ciudad de México los domingos por la noche.

– Con todo y los pasajes de avión, sale más barato que contratar trabajadores aquí en Manhattan. Nos ahorramos entre el 25 y el 30 por ciento -le explicaron sus socios gringos.

Pero se les había olvidado decirles a los mexicanos que hacía frío y por eso don Leonardo, admirado de su propio humanismo, quería bajar primero para advertir que estos muchachos requerían chamarras, mantas, alguna cosa.

Empezaron a pasar y la verdad es que había de todo. Don Leonardo duplicó su orgullo humanitario y, ahora, nacionalista. El país estaba tan amolado, después de haber creído que ya la había hecho; soñamos que éramos del primer mundo y amanecimos otra vez en el tercer mundo. Hora de trabajar más por México, no desanimarse, encontrar nuevas soluciones. Como ésta. Había de todo, no sólo el muchacho bigotón con la chamarra a cuadros, otros también en los que el empresario no se había fijado porque el estereotipo del espalda mojada, campesino con sombrero laqueado y bigote ralo se lo devoraba todo. Ahora empezó a distinguirlos, a individualizarlos, a devolverles su personalidad, dueño como lo era de cuarenta años de tratar con obreros, gerentes, profesionistas, burócratas, todos a su servicio, siempre a su servicio, nunca nadie por encima de él, ése era el lema de su independencia, nadie, ni el presidente de la república, por encima de Leonardo Barroso, o como les decía a sus socios norteamericanos,

– I am my own man. I'm just like you, a selfmade man. 1 don't owe nobody nothing.

No le negaba esa distinción a nadie. Además del chico bigotón y guapo, Barroso quiso diferenciar a los jóvenes de provincia, vestidos de una cierta manera, más retrasados, pero también más llamativos y a veces más grises, que los chilangos de la ciudad de México, y entre éstos, comenzó a separar de la manada a muchachos que hace unos dos o tres años, cuando la euforia salinista, eran vistos comiendo en un Denny's, o e vacaciones en Puerto Vallarta, o en los multicines de Ciudad Satélite. Los distinguía porque eran los más tristes, aunque también los menos resignados, los que se preguntaban igualito que Lisandro Chávez, ¿qué hago aquí?, yo no pertenezco aquí. Sí, sí perteneces, les habría contestado Barroso, tan perteneces que en México aunque te arrastres de rodillas a la Villa de Guadalupe ni por milagro te vas a ganar cien dólares por dos días de trabajo, cuatrocientos al mes, tres mil pesos mensuales, eso ni la virgencita te los da.

Los miró como cosa propia, su orgullo, sus hijos, su idea.

Michelina seguía con los ojos cerrados. No quería ver el paso de los trabajadores. Eran jóvenes. Estaban jodidos. Pero ella se cansaba de viajar con Leonardo, al principio le gustó, le dio cachet, le costó el ostracismo de algunos, la resignación de otros, la comprensión de su propia familia, nada disgustada, al cabo, con las comodidades que don Leonardo les ofrecía, sobre todo en estas épocas de crisis, ¿qué sería de ellos sin Michelina?, ¿qué sería de la abuela doña Zarina que ya pasaba de los noventa y seguía juntando curiosidades en sus cajas de cartón, convencida de que Porfirio Díaz era el presidente de la república?; ¿qué sería de su padre el diplomático de carrera que conocía todas las genealogías de los vinos de Borgoña y de los castillos del Loira?; ¿qué sería de su madre que necesitaba comodidades y dinero para hacer lo único que de verdad le apetecía: no abrir nunca la boca, ni siquiera para comer porque le daba vergüenza hacerlo en público?; ¿qué sería de sus hermanos atenidos a la generosidad de Leonardo Barroso, a la chambita por aquí, la concesión por allá, el contratito este, la agencia aquella…? Pero ahora estaba cansada. No quería abrir los ojos. No quería encontrar los de ningún hombre joven. Su deber estaba con Leonardo. No quería, sobre todo, pensar en su marido el hijo de Leonardo que no la extrañaba, que estaba feliz, aislado en el rancho, que no la culpaba de nada, de que anduviera con su papá…

Michelina empezó a temer la mirada de otro hombre.

Les dieron sus mantas que ellos usaron atávicamente como sarapes y los subieron en autobuses. Bastó sentir el frío entre la salida de la terminal y la subida al camión para agradecer la chamarra previsora, la ocasional bufanda, el calor de los demás cuerpos. Se buscaban e identificaban socialmente, era perceptible una pesquisa para ubicar al compañero que pudiera parecerse a uno mismo, pensar igual, tener un territorio común. Con los campesinos, con los lugareños, siempre había un puente verbal, pero su condición era una especie de formalidad antiquísima, formas de cortesía que no lograban ocultar el patronazgo, aunque nunca faltaran los majaderos que trataban como inferiores a los más humildes, tuteándolos, dándoles órdenes, regañándolos. Eso era imposible aquí, ahora. Todos estaban amolados y la joda iguala.

Entre ellos, los que no tenían cara ni atuendo pueblerinos, se imponía también, por ahora, una reserva angustiosa, una de no admitir que estaban allí, que las cosas andaban tan mal en México, en sus casas, que no les quedaba más remedio que rendirse ante tres mil pesos mensuales por dos días de trabajo en Nueva York, una ciudad ajena, totalmente extraña, donde no era necesario intimar, correr el riesgo de la confesión, la burla, la incomprensión en el trato con los paisanos de uno.

Por eso un silencio tan frío como el del aire corría de fila en fila dentro del autobús donde se acomodaban noventa y tres trabajadores mexicanos y Lisandro Chávez imaginó que todos, en realidad, aunque tuvieran cosas que contarse, estaban enmudecidos por la nieve, por el silencio que la nieve impone, por esa lluvia silenciosa de estrellas blancas que caen sin hacer ruido, disolviéndose en lo que tocan, regresando al agua que no tiene color. ¿Cómo era la ciudad detrás de su largo velo de nieve? Lisandro apenas pudo distinguir algunos perfiles urbanos, conocidos gracias al cine, fantasmas de la ciudad, rostros brumosos y nevados de rascacielos y puentes, de almacenes y muelles…

Entraron cansados, rápidos, al gimnasio lleno de catres, echaron sus bultos encima de los camastros del ejército americano comprados por Barroso en un almacén de la Army amp; Navy Supply Store, pasaron al buffet preparado en una esquina, los baños estaban allá atrás, algunos empezaron a intimar, a picarse los ombligos, a llamarse mano y cuate, incluso dos o tres cantaron muy desentonados La barca de oro, los demás los callaron, querían dormir, el día empezaba a las cinco de la mañana, yo ya me voy al puerto donde se halla la barca de oro que ha de conducirme.

El sábado a las seis de la mañana, ahora sí era posible sentir, oler, tocar la ciudad, verla aún no, la bruma cargada de hielo la hacía invisible, pero el olor de Manhattan le entraba como un puñal de fierro por las narices y la boca a Lisandro Chávez, era humo, humo agrio y ácido de alcantarillas y trenes subterráneos, de enormes camiones de carga con doce ruedas, de escapes de gas y parrillas a ras de pavimentos duros y brillantes como un piso de charol, en cada calle las bocas de metal se abrían para comerse las cajas y más cajas de frutas, verduras, latas, cervezas, gaseosas que le recordaron a su papá, súbitamente extranjero en su propia ciudad de México, como su hijo lo era en la ciudad de Nueva York, los dos preguntándose qué hacemos aquí, acaso nacimos para hacer esto, no era otro nuestro destino, ¿qué pasó…?

– Gente decente, Lisandro. Que nadie te diga lo contrario. Siempre hemos sido gente decente. Todo lo hicimos correctamente. No violamos ninguna regla. ¿Por eso nos fue tan mal? ¿Por ser gente decente? ¿Por vivir como clase media honorable? ¿Por qué siempre nos va mal? ¿Por qué nunca acaba bien esta historia, hijito?

Evocaba desde Nueva York a su padre perdido en un apartamento de la Narvarte como si anduviera caminando por un desierto, sin refugio, sin agua, sin signos, convirtiendo el apartamento en el desierto de su perplejidad, agarrado en un vértigo de sucesos imprevistos, inexplicables, como si el país entero se hubiese desbocado, saltado las trancas, fugitivo de sí mismo, escapando a gritos y balazos de la cárcel del orden, la previsión, la institucionalidad, como decían los periódicos, la institucionalidad. ¿Dónde estaba ahora, qué era, para qué servía? Lisandro veía cadáveres, hombres asesinados, funcionarios deshonestos, intrigas sin fin, incomprensibles, luchas a muerte por el poder, el dinero, las hembras, los jotos… Muerte, miseria, tragedia. En este vértigo inexplicable había caído su padre, rindiéndose ante el caos, incapacitado para salir a luchar, trabajar. Dependiente de su hijo como él lo estuvo de niño de su padre. ¿Cuánto le pagaban a su madre por coser ropa rota, por tejer eternamente un chal o un suéter?

Ojalá que sobre la ciudad de México cayera también una cortina de nieve, cubriéndolo todo, escondiendo los rencores, las preguntas sin respuesta, el sentimiento de engaño colectivo. No era lo mismo mirar el polvo ardiente de México, máscara de un sol infatigable, resignándose a la pérdida de la ciudad, que admirar la corona de nieve que engalanaba los muros grises y las calles negras de Nueva York, y sentir un pulso vital: Nueva York construyéndose a sí misma a partir de su desintegración, su inevitable destino como ciudad de todos, enérgica, incansable, brutal, asesina ciudad del mundo entero, donde todos podemos reconocernos y ver lo peor y lo mejor de nosotros mismos…