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Entonces sí Josefina levantó la mirada y la fijó en los ojos apagados de Miss Amy Dunbar, encandilándola como si los de Josefina fuesen dos cirios y le dijo a su ama que ella iba a seguir luchando, cuando ella escogió a Luis María fue para siempre, para todo, lo bueno y lo malo; ya sabía que eso lo decían en los sermones, pero en su caso era verdad, pasaban los años, las amarguras eran más grandes que las alegrías, pero por eso mismo el amor iba haciéndose cada vez más grande, más seguro, Luis María podía pasarse la vida en la cárcel sin dudar ni un solo segundo que ella lo quería no sólo como si vivieran juntos como al principio, sino mucho más, cada vez más, señorita, ¿me entiende usted?, sin pena, sin malicia, sin juegos inútiles, sin orgullo, sin soberbia, entregados él a mí, yo a él…

– ¿Me deja confesarle una cosa señorita Amalia, no se enoja conmigo? Mi marido tiene manos fuertes, finas, hermosas. Nació para cortar finamente la carne. Tiene un tacto maravilloso. Siempre atina. Sus manos son morenas y fuertes y yo no puedo vivir sin ellas.

Esa noche, Miss Amy le pidió a Josefina que la ayudara a desvestirse y a ponerse el camisón. Iba a usar el de lana; empezaba a sentirse el aire de otoño. La criada la ayudó a meterse en la cama. La arropó como a una niña. Le acomodó las almohadas y estaba a punto de retirarse y desearle buenas noches cuando las dos manos tensas y antiguas de Miss Amalia Ney Dunbar tomaron las manos fuertes y carnosas de Josefina. Miss Amy se llevó las manos de la criada a los labios, las besó y Josefina abrazó el cuerpo casi transparente de Miss Amy, un abrazo que aunque nunca se repitiese, duraría una eternidad.