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Por su parte, Josefina decidió tres cosas. La primera, agradecer el hecho de tener un trabajo y bendecir cada dólar que le entraba para la defensa de su marido Luis María. La segunda, cumplir al pie de la letra las instrucciones del abogado don Archibaldo sobre cómo atender a su tía. Y la tercera, correr el riesgo de hacerse su propia vida dentro del caserón frente al lago. Ésta era la decisión más peligrosa y la que Josefina, lo admitía, no podía evitar para hacer vivible la vida. Flores, por ejemplo. Le hacían falta flores a la casa. En su cuartito de sirvienta, iba renovando las violetas y los pensamientos que siempre había tenido sobre su cómoda, junto con las veladoras y las estampas que la acompañaban más que cualquier ser humano, salvo Luis María. Para Josefina, había una relación muy misteriosa pero creíble entre la vida de las imágenes y la vida de las flores. ¿Quién negaba que aunque no hablasen, las flores vivían, respiraban y un día se marchitaban, se morían? Pues las imágenes de Nuestro Señor en la cruz, del Sagrado Corazón, de la virgen de Guadalupe, eran como las flores, aunque no hablasen, vivían, respiraban, y a diferencia de las flores, no se marchitaban. La vida de las flores, la vida de las imágenes. Para Josefina eran dos cosas inseparables y en nombre de su fe le daba a las flores la vida táctil, perfumada, sensual, que le hubiese gustado darle, también, a las estampas.

– Esta casa huele a viejo -exclamó una noche mientras cenaba Miss Amy-. Huele a guardado, a falta de aire, a musgo. Quiero oler algo bonito -dijo dirigiéndose ofensivamente a Josefina, buscando un olor de cocina mientras la sirvienta le colocaba los platos y le servía la sopa de verduras, mirando intensamente las axilas de Josefina para ver si olía algo feo, si veía una mancha reprobable, pero la sirvienta era limpia, Miss Amy escuchaba todas las noches el agua corriendo, el baño puntual antes de acostarse en la recámara de la servidumbre; sentía ganas, más bien, de acusarla por gastar agua, temió que Josefina se riera de ella, señalara hacia el lago inmenso como un mar interior…

Por eso Josefina puso un ramo de nardos en la sala donde a Miss Amy jamás se le había ocurrido adornar con flores. Cuando la anciana señorita entró a ver su televisión vespertina después de comer, primero husmeó como un animal sorprendido por la presencia enemiga, luego fijó la mirada en los nardos, por fin exclamó con rabia concentrada:

– ¿Quién me ha llenado la casa de flores para los muertos?

– No, son flores frescas, están vivas -acertó a decir Josefina.

– ¿De dónde las sacaste? -gruñó Miss Amy-. ¡Apuesto a que las robaste! ¡Aquí no se tocan los prados! ¡Aquí hay algo que se llama la propiedad privada!, ¿capische?

– Las compré dijo simplemente Josefina.

– ¿Las compraste? -repitió Miss Amy, por una vez en su vida despojada de razones, de palabras.

– Sí -sonrió Josefina-. Para alegrar la casa. Dijo usted que olía a mustio, encerrado.

– ¡Y ahora huele a muerto! ¿Qué burla es esta? -gritó agresivamente Miss Amy, pensando en el retrato de su marido escondido en el cajón, en las canicas de cristal desordenadas: ella hacía esas cosas, no las criadas, ella se ofendía a sí misma para ofender a las criadas, ninguna criada podía tomar iniciativas-. Retira inmediatamente tus flores.

– Como usted diga, señorita.

– Y dime, ¿con qué las compraste?

– Con mi sueldo, señorita.

– ¿Gastas tu sueldo en flores?

– Son para usted. Para la casa.

– Pero la casa es mía, no es tuya, ¿qué te crees? ¿Estás segura de que no te las robaste? ¿No va a venir la policía a averiguar de dónde te robaste las flores?

– No. Tengo un recibo del florista, señorita.

Josefina se retiraba, dejando un olor a hierbabuena y cilantro que la sirvienta hacía emanar desde la cocina, tomando al pie de la letra la queja de su ama: aquí huele a encerrado, y Miss Amy, insegura sobre cómo atacar a la nueva empleada, imaginó por un momento que podía rebajarse a una indignidad: espiarla, algo que nunca había hecho con las anteriores sirvientas, convencida de que hacerlo era darles armas a ellas… Era su más grande tentación, se lo admitía a sí misma, entrar a escondidas al cuarto de la criada, escudriñar entre sus posesiones, acaso descubrir un secreto. Se hubiese delatado a sí misma, habría perdido su propia autoridad, que era la autoridad del prejuicio, la falta de pruebas, la irracionalidad: eran otros los que le contaban, el cuarto era una pocilga, vino el plomero y hubo que destapar el excusado retacado de porquería, qué se puede esperar de una negra, de una mexicana…

Cuando no tenía el pretexto del plomero, echaba mano de su sobrino Archibaldo.

– Mi sobrino me ha informado que nunca haces tu propia cama.

– Que la haga él si se mete en ella a cogerme -dijo una joven negra respondona y se fue sin decir adiós.

A Josefina, Miss Amy quería atraerla hacia su propio territorio, la sala, el comedor, la recámara, obligarla a revelarse- allí, a cometer una grave falta allí, a verse allí en la recámara después del desayuno, en el ornamentado espejo de mano que súbitamente Miss Amy volteó para dejar de reflejarse ella y obligar a Josefina a mirarse en él.

– ¿Te gustaría ser blanca, no es cierto? -dijo abruptamente Miss Amy.

– En México hay muchos güeritos -dijo impasible Josefina, sin bajar la mirada. -¿Muchos qué?

– Gente rubia, señorita. Igual que aquí hay muchos negritos. Todos somos hijos de Dios guiso concluir con sencillez y verdad, sin sonar respondona.

– ¿Sabes por qué estoy convencida que Jesús me ama? -dijo Miss Amy subiéndose las cobijas hasta el mentón, como si quisiera negar su propio cuerpo y aparecer como uno de esos querubes que son sólo rostro y alas.

– Porque es usted muy buena, señorita.

– No, estúpida, porque me hizo blanca, ésa es la prueba de que Dios me quiere.

– Como usted mande, señorita.

¿Nunca iba a responderle la mexicana? ¿Nunca se iba a enfadar con ella? ¿Nunca iba a contra-atacar? ¿Así pensaba rendir a Miss Amy, no enojándose nunca?

Todo lo esperaba, por eso, menos que Josefina contra-atacara ella misma, esa misma noche después de la cena, cuando Miss Amy miraba un programa sólo de noticias para convencerse de que el mundo no tenía remedio.

– Guardé el retrato de su marido en el cajón, como le gusta a usted ponerlo – dijo Josefina y Miss Amy se quedó con la boca abierta, indiferente a los comentarios de Dan Rather sobre la situación del universo.

– ¿Qué tiene en su recámara? -le preguntó a su sobrino Archibald al día siguiente-. ¿Cómo la adorna?

– Como todas las mexicanas, tía. Estampas de los santos, imágenes de Cristo y la Virgen, un viejo ex voto dando gracias, qué sé yo.

– La idolatría. El papismo sacrílego.

– Así es, y nada lo va a cambiar dijo Archibald, tratando de contagiarle un poco de resignación a Miss Amy-.

– ¿No te parece repugnante?

– A ella les parecen repugnantes nuestras iglesias vacías, sin decorado, puritanas -dijo Archibald relamiéndose por dentro de la excitación que le causaba acostarse en Pilsen con una muchacha mexicana que cubría con un pañuelo la imagen de la virgen para que no los viera coger. Pero dejaba prendidas las veladoras, el cuerpo canela de la chica reverberaba precioso… Era inútil pedirle tolerancia a Miss Amy.

– ¿Dónde está, por cierto, la foto de su marido, tía Amelia? -dijo con cierta sorna Archibald pero la señorita se hizo la desentendida, como si previera que al día siguiente no podía contarle a Archibald que la criada le había escondido el retrato, aunque Miss Amy previese lo que iba a ocurrir.

– ¿Qué te parece mi marido? -le dijo a Josefina, sacando el retrato del cajón para colocarlo en la mesita.

– Muy guapo, señorita, muy distinguido.

– Mientes, hipócrita. Míralo bien. Estuvo en Normandía. Mírale la cicatriz que le atraviesa la cara como un rayo parte en dos un cielo tormentoso.

– ¿No tiene usted fotos de antes de que lo hirieran, señorita?

– ¿Tú tienes estampas de Cristo en la cruz sin heridas, sin sangre, clavado, muerto, coronado de espinas?

– Sí como no, tengo estampas del Sagrado Corazón y del Niño Jesús, muy chulas. ¿Quiere verlas?

– Tráemelas un día -sonrió burlona Miss Amy.

– Sólo si usted me promete mostrarme a su marido cuando era joven y guapo -sonrió muy cariñosa Josefina.

– Impertinente -alcanzó a murmurar Miss Amy cuando la criada salió con la charola de té.

Se equivocó la mexicana, casi cacareó de gusto Miss Amy cuando volvió a ver a Archibald, se equivocó la idólatra, al día siguiente de la conversación sobre Cristo y el marido herido, le trajo a la señorita el desayuno como de costumbre, le puso la mesita en la cama, sobre el regazo, y en vez de retirarse como siempre, le acomodó las almohadas y le tocó la cabeza, le acarició la frente a la señora.

– ¡No me toques! -gritó histérica Miss Amy-. ¡No te atrevas nunca a tocarme! -gritó de nuevo, volteando la mesita del desayuno, mojando las sábanas de té, tirando los croissants y la jalea sobre las cobijas…

– No la juzgue mal, tía Amy. Josefina tiene penas, igual que usted. Es posible que quiera compartirlas.

– ¿Penas yo? -levantó las cejas Miss Amy Dunbar hasta el nacimiento de su pelo arreglado esa tarde para darle un aire juvenil, renovado. Una blanca interrogante inadvertida adornaba su frente, así: ¿

– Sabe bien de lo que le hablo. Yo pude ser hijo suyo, tía Amy. Fue un accidente que en vez acabara siendo su sobrino.

– No tienes derecho, Archibald -salió la voz sofocada de Miss Amy, como si hablara detrás de un pañuelo-. Nunca repitas eso, o te vedaré la entrada a mi casa.

– Josefina también tiene penas. Por eso la acarició a usted ayer en la mañana.

¿Logró Archibald lo que buscaba? Miss Amy se dio cuenta de la intención maquiavélica de su sobrino, y en la jerga popular inglesa Maquiavelo era el Diablo, el mismísimo Old Nick de las leyendas. Esto lo sabía Miss Amy porque de adolescente hizo una parte en El Judío de Malta de Marlowe, y el primero que toma la palabra es Niccoló Machiavelli, convertido en el Demonio, Old Nick. Empezó a ver a su sobrino con cuernos y un largo rabo.

Se sentó con la ventana abierta sobre el parque. Josefina entró con el té pero Miss Amy no volteó a mirarla. Era el principio del otoño, la más bella temporada en el lago de inviernos prolongados y vientos de puñal, brevísimas primaveras de insolente coquetería, y veranos cuando no se movía una hoja y la humedad ambiente era idéntica al rojo encendido de los termómetros.