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LAS AMIGAS

A mi hermana Berta

¡Diles que no estoy aquí! ¡Diles que no quiero verlos! ¡Diles que no quiero ver a nadie!

Un día, nadie más llegó a visitar a Miss Amy Dunbar. Los criados, que siempre duraron poco en el servicio de la anciana, también dejaron de presentarse. Se corrió la voz sobre el difícil carácter de la señorita, su racismo, sus insultos.

– Siempre habrá alguien cuya necesidad de empleo sea más fuerte que su orgullo.

No fue así. La raza negra, toda ella, se puso de acuerdo, a los ojos de Miss Amy, para negarle servicio. La última sirvienta, una muchachita de quince años llamada Betsabé, se pasó el mes en casa de Miss Dunbar llorando. Cada vez que atendía el llamado a la puerta, los cada vez más raros visitantes primero miraban a la muchacha bañada en lágrimas e invariablemente, detrás de ella, escuchaban la voz quebrada pero ácida de la anciana.

– ¡Diles que no estoy! ¡Diles que no me interesa verlos!

Los sobrinos de Miss Amy Dunbar sabían que la vieja jamás saldría de su casa en los suburbios de Chicago. Dijo que una migración en la vida bastaba, cuando dejó la casa familiar en Nueva Orleans y se vino al norte a vivir con su marido. De la casa de piedra frente al lago Michigan, rodeada de bosques, sólo la sacarían muerta.

– Falta poco -le decía al sobrino encargado de atender pagos, asuntos legales y otras cosas grandes y pequeñas que escapaban por completo a la atención de la viejecilla.

Lo que no se le escapaba era el mínimo suspiro de alivio de su pariente, imaginándola muerta.

Ella no se ofendía. Invariablemente, contestaba:

– Lo malo es que estoy acostumbrada a vivir. Se me ha convertido en hábito -decía riendo, enseñando esos dientes de yegua que con la edad les van saliendo a las mujeres anglosajonas, aunque ella sólo lo era a medias, hija de un comerciante yanqui instalado en la Luisiana para enseñarles a los lánguidos sureños a hacer negocios, y de una delicada dama de ya lejano origen francés, Lucy Ney. Miss Amy decía que era pariente del mariscal de Bonaparte. Ella se llamaba Amelia Ney Dunbar. Amy, Miss Amy, llamada señorita como todas las señoras bien de la ciudad del Delta, con derecho a ambos tratos, el de la madurez matrimonial y el de una doble infancia, niñas a los quince y otra vez a los ochenta…

– No insisto en que vaya usted a una casa para gente de la tercera edad -le explicaba el sobrino, un abogado empeñado en adornarse con todos los atributos de vestimenta de la que él imaginaba la elegancia de su profesión: camisas azules con cuello blanco, corbata roja, trajes de Brooks Brothers, zapatos con agujetas, jamás mocasines en días de trabajo, God forbid!-, pero si se va a quedar a vivir en este caserón, tiene necesidad de ayuda doméstica.

Miss Amy estuvo a punto de decir una insolencia, pero se mordió la lengua.

Enseñó, inclusive, la punta blanquecina. -Ojalá haga un esfuerzo por retener a sus criados, tía. La casa es muy grande.

– Es que todos se marcharon.

– Harían falta por lo menos cuatro sirvientes para atenderla como en los viejos tiempos.

– No. Aquellos eran los tiempos jóvenes. Éstos son los viejos tiempos, Archibald. Y no fueron los criados los que se marcharon. Se fue la familia. Me dejaron sola.

– Muy bien, tía. Tiene usted razón.

– Como siempre.

Archibald asintió.

– Hemos encontrado una señora mexicana dispuesta a trabajar con usted.

– Tienen fama de holgazanes.

– No es cierto. Es un estereotipo.

– Te prohíbo que toques mis clichés, sobrino. Son el escudo de mis prejuicios. Y los prejuicios, como la palabra lo indica, son necesarios para tener juicios. Buen juicio, Archibald, buen juicio. Mis convicciones son definidas, arraigadas e inconmovibles. Nadie me las va a cambiar a estas alturas.

Se permitió un respiro hondo y un poco lúgubre.

– Los mexicanos son holgazanes.

– Haga una prueba. Es gente servicial, acostumbrada a obedecer.

– Tú también tienes tus prejuicios, ya ves- rió un poquito Miss Amy, acomodándose el pelo tan blanco y tan viejo que se estaba volviendo amarillo, como los papeles abandonados durante mucho tiempo a las inclemencias de la luz. Como un periódico, se decía el sobrino Archibald, toda ella se ha vuelto como un periódico antiguo, amarillento, arrugado, lleno de noticias que no le interesan ya a nadie…

El sobrino Archibald iba muy seguido al barrio mexicano de Chicago porque su bufete defendía muchos casos de comerciantes, naturalizaciones, gente sin tarjeta verde, los mil asuntos relacionados con la migración y el trabajo llegados del sur de la frontera… Iba, además, porque permanecía soltero a los cuarenta y dos años, convencido de que antes de casarse tenía que beber hasta las heces la copa de la vida, sin ataduras de familia, hijos, mujer… Por ser Chicago una ciudad donde se cruzaban tantas culturas, el singular sobrino de Miss Amy Dunbar iba escogiendo sus novias por zonas étnicas. Ya había agotado los barrios ucraniano, polaco, chino, húngaro y lituano. Ahora la feliz conjunción de su trabajo y su curiosidad amatoria lo habían traído a Pilsen, el barrio mexicano con nombre checo, el nombre de la ciudad cervecera de la Bohemia. Los checos se habían ido y los mexicanos lo fueron ocupando poco a poco, llenándolo de mercados, loncherías, música, colores, centros culturales y, desde luego, cerveza tan buena como la de Pilsen.

Muchos vinieron a trabajar a las empacadoras, algunos documentados, otros no, pero todos sumamente apreciados por su gran habilidad manual en cortar y empacar la carne. El abogado, sobrino de Miss Amy, se hizo novio de una de las muchachas de la gran familia formada por los trabajadores, casi todos provenientes de Guerrero, todos ellos ligados entre sí por parentesco, afecto, solidaridad y a veces nombres compartidos.

Se ayudaban mucho, eran como una gran familia, organizaban fiestas y como todas las familias, reñían. Una noche, hubo pleitos y dos muertos. La policía no se anduvo por las ramas. Los asesinos eran cuatro, uno de ellos se llamaba Pérez, tomaron a cuatro Pérez, los acusaron, ellos casi no hablaban inglés, no se pudieron explicar, no entendieron las acusaciones, y uno de ellos, al que Archibald fue a visitar a la cárcel, le explicó que la acusación era injusta, se basaba en testimonios falsos para proteger a los verdaderos asesinos, se trataba de entambar cuanto antes a los sospechosos y cerrar el expediente, ellos no se sabían defender. Archibald tomó el caso y así conoció a la mujer del acusado que el sobrino visitó en la cárcel.

Se llamaba Josefina, se acababan de casar, ya era tiempo, tenían cuarenta años cada uno, Josefina hablaba inglés porque descendía de un trabajador del acero, Fortunato Ayala, que la tuvo y abandonó en Chicago, pero estaba en México cuando ocurrieron los hechos y no pudo socorrer a su marido.

– Puede aprender inglés en la cárcel -sugirió Archibald.

– Sí -Lijo sin afirmar en verdad Josefina-. Pero sobre todo, quiere aprender a defenderse. Quiere aprender inglés y quiere ser abogado. ¿Puede usted hacerlo abogado?

– Puedo darle clases, cómo no. ¿Y tú, Josefina?

– Necesito un trabajo para pagarle a usted las clases de abogado.

– No hace falta.

– Sí. A mí me hace falta. Es mi culpa que Luis María esté en la cárcel. Debí estar a su lado cuando pasaron las cosas. Yo sí hablo inglés.

– Veré qué puedo hacer. De todos modos, vamos a pelear por salvar a tu marido. Entre tanto, en la cárcel tienen derecho a estudiar, a ocuparse. Yo dirigiré sus estudios. Pero, ¿por qué delataron injustamente unos mexicanos a otros?

– Los que llegan primero no quieren a los que vienen detrás. A veces, somos injustos entre nosotros mismos. No nos basta que otros nos maltraten.

– Creí que eran como una gran familia.

– En las familias ocurren las peores cosas, señor.

Al principio, Miss Amy ni siquiera le dirigía la mirada a Josefina. La vio la primera vez y confirmó todas sus sospechas. Era una india. No entendía por qué esta gente que en nada se diferenciaba de los iroquois insistía en llamarse "latina" o "hispana". Tenía una virtud. Era silenciosa. Entraba y salía de la recámara de la señora como un fantasma, como si no tuviera pies. El rumor de las faldas y delantales de la sirvienta podía confundirse con el de las cortinas cuando soplaba la brisa del lago. Ahora se iniciaba el otoño y Miss Amy pronto cerraría las ventanas. Le gustaba el verano, el calor, la memoria de su ciudad natal, tan francesa…

– No tía -decía el sobrino cuando quería contrariarla-. La arquitectura de Nueva Orleáns es toda española, no francesa. Los españoles estuvieron allí casi un siglo y ellos le dieron la fisonomía a la ciudad. La parte francesa es un barniz para turistas.

– Taissez vous -le decía con fría indignación la tía, sospechando que Archibald andaba, esta vez, metido con latina o hispana o como se llamaran a sí mismos estos comanches que habían llegado demasiado al norte.

Josefina conocía su rutina -Archibald se la explicó detalladamente- y abría las cortinas de la recámara a las ocho de la mañana, tenía listo el desayuno en una mesita, regresaba a las doce para hacer la cama, la señora insistía en vestirse sola, Josefina se iba a cocinar, Miss Amy bajaba a comer un almuerzo solitario, espartano, de lechugas y rábanos con queso cottage y en la tarde se sentaba frente a la televisión de su sala y daba rienda suelta a su perversa energía, comentando todo lo que veía con sarcasmo, insultos, desprecios a negros, judíos, italianos, mexicanos, todo ello en voz alta, la oyesen o no, pero alternando sus desagradables comentarios paralelos a la imagen de la tele con órdenes súbitas, inesperadas, a Josefina hoy como a Betsabé y las demás ayer: el cojincito para los pies, mi manta escocesa para las rodillas, el té de los viernes debe ser Lapsang Souchung, no Earl Grey, cuántas veces debo…: a ver, quién te ordenó mover mis canicas de vidrio, quién pudo moverlas sino tú, tarada, incapaz, indolente como todas las negras que he conocido, ¿dónde está la fotografía de mi marido que anoche estaba en la mesita?, ¿quién la metió en este cajón?, no fui yo, y aquí no hay otra ¿persona? más que tú, distraída, inservible, haz algo por merecer tu sueldo, ¿nunca has trabajado seriamente un solo día de tu vida?, qué digo, ningún negro ha hecho nunca nada sino vivir del trabajo de los blancos…

Espiaba por el rabo del ojo a la nueva criada mexicana. ¿Le diría lo mismo que a la frágil y llorosa Betsabé, o tendría que inventar un nuevo repertorio de insultos que hiriesen a Josefina? ¿También a Josefina le escondería el retrato del marido en un cajón para luego poder acusarla? ¿Seguiría Miss Amy desarreglando su colección de canicas de cristal para culpar a la criada? La espiaba. Se relamía. Preparaba su ofensiva. A ver cuánto duraba esta mujer gorda pero maciza, aunque con un rostro muy delicado, de finas facciones que más parecían árabes que indígenas, una mujer color ceniza con ojos líquidos, muy negros pero con la córnea muy amarilla.