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LA FRONTERA DE CRISTAL

A Jorge Bustamante

1

En la primera clase del vuelo sin escalas de Delta de la ciudad de México a Nueva York, viajaba don Leonardo Barroso. Lo acompañaba una bellísima mujer de melena negra, larga y lustrosa. La cabellera parecía el marco de una llamativa barba partida, la estrella de este rostro. Don Leonardo, a los cincuenta y tantos años, se sentía orgulloso de su compañía femenina. Ella iba sentada junto a la ventana y se adivinaba a sí misma en el accidente, la variedad, la belleza y la lejanía del paisaje y el cielo. Sus enamorados siempre le habían dicho que tenía párpados de nube y una ligera borrasca en las ojeras. Los novios mexicanos hablan como serenata.

Lo mismo miraba Michelina desde el cielo, recordando las épocas de la adolescencia cuando sus novios le llevaban gallo y le escribían cartas almibaradas. Párpados de nube, ligera borrasca en las ojeras. Suspiró. No se podía tener quince años toda la vida. ¿Por qué, entonces, le regresaba súbitamente la nostalgia indeseada de su juventud, cuando iba a bailes y la cortejaban los niños bien de la sociedad capitalina?

Don Leonardo prefería sentarse junto al pasillo. A pesar de la costumbre, le seguía poniendo nervioso la idea de ir metido en un lápiz de aluminio a treinta mil pies de altura y sin visible sostén. En cambio, le satisfacía enormemente que este viaje fuese el producto de su iniciativa.

Apenas aprobado el Tratado de Libre Comercio, don Leonardo inició un intenso cabildeo para que la migración obrera de México a los Estados Unidos fuese clasificada como "servicios", incluso como "comercio exterior".

En Washington y en México, el dinámico promotor y hombre de negocios explicó que la principal exportación de México no eran productos agrícolas o industriales, ni maquilas, ni siquiera capital para pagar la deuda externa (la deuda eterna), sino trabajo. Exportábamos trabajo más que cemento o jitomates. Él tenía un plan para evitar que el trabajo se convirtiera en un conflicto. Muy sencillo: evitar el paso por la frontera. Evitar la ilegalidad.

– Van a seguir viniendo -le explicó al Secretario del Trabajo Robert Reich-. Y van a venir porque ustedes los necesitan. Aunque en México sobre empleo, ustedes necesitarán trabajadores mexicanos.

– Legales -dijo el secretario-. Legales sí, ilegales no.

– No se puede creer en el libre mercado y en seguida cerrarle las puertas al flujo laboral. Es como si se lo cerraran a las inversiones. ¿Qué pasó con la magia del mercado?

– Tenemos el deber de proteger nuestras fronteras -continuó Reich-. Es un problema político. Los Republicanos están explotando el creciente ánimo contra los inmigrantes.

– No se puede militarizar la frontera -don Leonardo se rascó con displicencia la barbilla, buscando allí la misma hendidura de la belleza de su nuera-. Es demasiado larga, desértica, porosa. No pueden ustedes ser laxos cuando necesitan a los trabajadores y duros cuando no los necesitan.

– Yo estoy a favor de todo lo que añada valor a la economía norteamericana -dijo el secretario Reich-. Sólo así vamos a añadir valor a la economía del mundo -o viceversa-. ¿Qué propone usted?

Lo que propuso don Leonardo era ya una realidad y viajaba en clase económica. Se llamaba Lisandro Chávez y trataba de mirar por la ventanilla pero se lo impedía su compañero de la derecha que miraba intensamente a las nubes como si recobrara una patria olvidada y cubría la ventanilla con las alas de su sombrero de paja laqueada. A la izquierda de Lisandro, otro trabajador dormía con el sombrero empujado hasta el caballete de la nariz. Sólo Lisandro viajaba sin sombrero y se pasaba la mano por la cabellera negra, suave, rizada, se acariciaba el bigote espeso y recortado, se restregaba de vez en cuando los párpados gruesos, aceitosos.

Cuando subió al avión vio enseguida al famoso empresario Leonardo Barroso sentado en la primera clase. El corazón le dio un pequeño salto a Lisandro. Reconoció sentada junto a Barroso a una muchacha que él trató de joven, cuando iba a fiestas y bailes en las Lomas, el Pedregal y Polanco. Era Michelina Laborde y todos los muchachos querían sacarla a bailar. Querían, en realidad, abusar un poco de ella.

– Es de la rancia pero no tiene un clavo -decían los demás muchachos-. Abusado. No te vayas a casar con ella. No hay dote.

Lisandro la sacó a bailar una vez y ya no se acuerda si se lo dijo o sólo lo pensó, que los dos eran pobres, tenían eso en común, eran invitados a estas fiestas porque ella era de una familia popoff y él porque iba a la misma escuela que los chicos ricos, pero era más lo que los asemejaba que lo que los diferenciaba, ¿no le parecía a ella?

Él no recuerda qué cosa le contestó Michelina, no recuerda siquiera si él le dijo esto en voz alta o sólo lo pensó. Luego otros la sacaron a bailar y él nunca la volvió a ver. Hasta hoy.

No se atrevió a saludarla. ¿Cómo lo iba a recordar? ¿Qué le iba a decir? ¿Recuerdas que hace once años nos conocimos en una fiesta del Cachetón Casillas y te saqué a bailar? Ella ni lo miró. Don Leonardo sí, levantó los ojos de su lectura de la revista Fortune, donde se llevaba la cuenta minuciosa de los hombres más ricos de México y, por fortuna, una vez más, se le omitía a él. Ni él ni los políticos ricos aparecían nunca. Los políticos porque ningún negocio suyo llevaba su nombre, se escondían detrás de las capas de cebolla de múltiples asociados, prestanombres, fundaciones… Don Leonardo los había imitado. Era difícil atribuirle directamente la riqueza que realmente era suya.

Levantó la mirada porque vio o sintió a alguien distinto. Desde que empezaron a subir los trabajadores contratados como servicios, don Leonardo primero se congratuló a sí mismo del éxito de sus gestiones, luego admitió que le molestaba ver el paso por la primera clase de tanto prieto con sombrero de paja laqueada, y por eso dejó de mirarlos. Otros aviones tenían dos entradas, una por delante, otra por atrás. Era un poco irritante pagar primera clase y tener que soportar el paso de gente mal vestida, mal lavada…

Algo le obligó a mirar y fue el paso de Lisandro Chávez, que no llevaba sombrero, que parecía de otra clase, que tenía un perfil diferente y que venía preparado para el frío de diciembre en Nueva York. Los demás iban con ropa de mezclilla. No les habían avisado que en Nueva York hacía frío. Lisandro tenía puesta una chamarra de cuadros negros y colorados, de lana, con zipper hasta la garganta. Don Leonardo siguió leyendo Fortune. Michelina Laborde de Barroso bebió lentamente su copa de Mimosa.

Lisandro Chávez decidió cerrar los ojos el resto del viaje. Pidió que no le sirvieran la comida, que lo dejaran dormir. La azafata lo miró perpleja. Eso sólo se lo piden en primera clase. Quiso ser amable: -Nuestro pilaf de arroz es excelente. En realidad, una pregunta insistente como un mosquito de acero le taladraba la frente a Lisandro: ¿Qué hago yo aquí? Yo no debía estar haciendo esto. Éste no soy yo.

Yo -el que no estaba allí- había tenido otras ambiciones y hasta la secundaria su familia se las pudo fomentar. La fábrica de gaseosas de su padre prosperaba y siendo México un país caliente, siempre se consumirían refrescos. Mientras más refrescos, más oportunidades para mandar a Lisandro a escuelas privadas, engancharse con una hipoteca para la casa en la Colonia Cuauhtémoc, pagar las mensualidades del Chevrolet y mantener la flotilla de camiones repartidores. Ir a Houston una vez al año, aunque fuera un par de días, pasearse por los shopping malls, decir que se habían internado para su chequeo médico anual… Lisandro caía bien, iba a fiestas, leía a García Márquez, con suerte el año entrante dejaría de viajar en camión a la escuela, tendría su propio Volkswagen…

No quiso mirar hacia abajo porque temía descubrir algo horrible que quizás sólo desde el cielo podía verse; ya no había país, ya no había México, el país era una ficción o, más bien, un sueño mantenido por un puñado de locos que alguna vez creyeron en la existencia de México… Una familia como la suya no iba a aguantar veinte años de crisis, deuda, quiebra, esperanzas renovadas sólo para caer de nueva cuenta en la crisis, cada seis años, cada vez más, la pobreza, el desempleo… Su padre ya no pudo pagar sus deudas en dólares para renovar la fábrica, la venta de refrescos se concentró y consolidó en un par de monopolios, los fabricantes independientes, los industriales pequeños, tuvieron que malbaratar y salirse del mercado, ahora qué trabajo voy a hacer, se decía su padre caminando como espectro por el apartamento de la Narvarte cuando ya no fue posible pagar la hipoteca de la Cuauhtémoc, cuando ya no fue posible pagar la mensualidad del Chevrolet, cuando su madre tuvo que anunciar en la ventana SE HACE COSTURA, cuando los ahorritos se evaporaron primero por la inflación del 85 y luego por la devaluación del 95 y siempre por las deudas acumuladas, impagables, fin de escuelas privadas, ni ilusiones de tener coche propio, tu tío Roberto tiene buena voz, se gana unos pesos cantando y tocando la guitarra en una esquina, pero todavía no caemos tan bajo, Lisandro, todavía no tenemos que ir a ofrecernos como destajo frente a la Catedral con las herramientas en la mano y el anuncio de nuestra profesión en un cartelito PLOMERO CARPINTERO MECÁNICO ELECTRICISTA ALBAÑIL, todavía no caemos tan bajo como los hijos de nuestros antiguos criados, que han tenido que irse a las calles, interrumpir la escuela, vestirse de payasos y pintarse la cara de blanco y tirar pelotitas al aire en el crucero de insurgentes y Reforma, ¿recuerdas el hijo de la Rosita, que jugabas con él cuando nació aquí en la casa?, bueno, digo en la casa que teníamos antes en Río Nazas, pues ya se murió, creo que se llamaba Lisandro como tú, claro, se lo pusieron para que fuéramos los padrinos, tuvo que salirse de su casa a los diecisiete años y se volvió tragafuegos en los cruceros, se pintó dos lágrimas negras en la cara y tragó fuego durante un año, haciendo buches de gasolina, metiéndose una estopa ardiente en la garganta, hasta que se le desbarató el cerebro, Lisandro, el cerebro se le deshizo, se volvió como una masa de harina, y eso que era el más grande de la familia, la esperanza, ahora los más chiquitos venden kleenex, chicles, me contó desesperada Rosita nuestra criada, te acuerdas de ella, que la lucha con los más pequeños es que no empiecen a inhalar goma para atarantarse de trabajar en las calles, con bandas de niños sin techo que compiten con los perros callejeros en número, en hambre, en olvido: Lisandro, ¿qué le va a decir una madre a unos niños que salen a la calle para mantenerla a ella, para traer algo a la casa?, Lisandro, mira tu ciudad hundiéndose en el olvido de lo que fue pero sobre todo en el olvido de lo que quiso ser: no tengo derecho a nada, se dijo un día Lisandro Chávez, tengo que unirme al sacrificio de todos, al país sacrificado, mal gobernado, corrupto, insensible, tengo que olvidar mis ilusiones, ganar lana, socorrer a mis jefes, hacer lo que menos me humille, un trabajo honesto, un trabajo que me salve del desprecio hacia mis padres, del rencor hacia mi país, de la vergüenza de mí mismo pero también de la burla de mis amigos; llevaba años tratando de juntar cabos, tratando de olvidar las ilusiones del pasado, despojándose de las ambiciones del futuro, contagiándose de la fatalidad, defendiéndose del resentimiento, orgullosamente humillado en su tesón de salir adelante a pesar de todo: Lisandro Chávez, veintiséis años, ilusiones perdidas, y ahora nueva oportunidad, ir a Nueva York como trabajador de servicios, sin saber que don Leonardo Barroso había dicho: