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Plaza de piedra. Miradas de piedra. El idiota mira al grupo de gamberros sentados en el café. Tú estás con ellos. Ellos lo miran a Paquito. Hacen apuestas. -Si le pegamos, ¿se defiende o no? -Si no se defiende, ¿se va o se queda? -Si se queda, ¿es para que lo ataquemos más?, ¿le gusta sufrir al gilipollas?, ¿o sólo quiere cansarnos y que lo dejemos en paz? País de piedra: todo aquí se va en apuestas; la apuesta ¿llueve o no?, o ¿hará frío o calor?, ¿Atlético o Real Madrid?, ¿oreja o cornada para Espartaco?, ¿la Menganita es virgen o no?, ¿el Fulanito es marica o no?, ¿el doctor Centeno se tiñe el pelo?, ¿la Zutana usa dientes postizos?, ¿la boticaria se inyectó las tetas postizas?, ¿cuánto apuestas?, ¿quiénes son los habitantes de este pueblo que se atreven a dejar sus puertas sin cerrar?, ¿cuántos son los valientes que las dejan abiertas?, ¿cuánto apuestas?

La parejita de la gringa y el naco se dedicaron a contemplar la barranca desde la terraza del Palacio de Cortés, agarraditos de la mano y riendo como bobos. Encarna y Leandro estudiaron, en cambio, los murales de Diego Rivera sobre la conquista y ella dijo, ¿en verdad fuimos así de malos?, y Leandro no supo qué decir, él no estaba allí para dar juicios de valor, así lo vio el pintor, pues a ver por qué hablan castellano y no indio entonces, si tanto les duelen los indios, dijo ella.

– Eran muy valientes -dijo Leandro-. Tenían una gran civilización y los españoles la destruyeron.

– Pues entonces si tanto los quieren, a tratarlos bien hoy mismo -dijo con su tono duro y realista Encarna-, que yo los veo más maltratados que nunca.

Luego se detuvieron en una sala donde Rivera pinta todo lo que Europa le debe a México: chocolate, maíz, tomate, chile, guajolote…

– Atiza -exclamó la Encarna- si pusiera todo lo que México le debe a Europa, no le alcanzan todas las paredes del alcázar este…

Leandro acabó por reír con las ocurrencias de la gachupina tan desenfadada y cuando se sentaron en el café frente al Palacio a tomar unas cervezas bien frías, al rato el chofer se sintió en confianza y empezó a contarle cómo su papá de él había sido mozo del restorán de un hotel en Acapulco mientras él, Leandro, de chiquito, se vio obligado a vender dulces en las calles del puerto. Pues más digno se sentía él con su caja de dulces en las calles que su papá obligado a vestirse de chango y a caravanear a cuanto hijo de la madrugada llegara a comer ahí.

– Me daba pena cada vez que lo veía vestido de filipina y con una servilleta en el brazo, acomodando sillas, siempre agachado, agachado siempre, eso es lo que no aguanto, la cabeza siempre gacha, me dije yo así no, yo lo que sea pero no agacho la cabeza.

– Oye, quizás tu padre era simplemente un hombre cortés, por naturaleza.

– No, era agachado, sumiso, esclavo, como casi todos en este país, unos lo pueden todo, muy poquitos, la mayoría están jodidos para siempre, no pueden nada. Unos cuantos chingones esclavizan a una bola de agachados. Así ha sido siempre.

– Cómo cuesta subir, Leandro. Admiro tu esfuerzo, pero no te amargues. No te la pases diciendo por qué ellos sí y yo no. No dejes pasar tus propias oportunidades, hombre. Agárralas del rabo, que nunca se presentan dos veces.

Le preguntó por qué se llamaba Leandro.

– Encarnación es un bonito nombre. ¿Quién te lo puso?

– Hombre, pues Dios mismo. Nací el día de la Encarnación. ¿Y tú?

– Por Leandro Valle. Es un héroe. Nací en la calle que lleva su nombre.

Le contó cómo de adolescente dejó de vender dulces y pasó a ser cuidador de un club de golf en Acapulco.

– ¿Sabes una cosa? Me quedaba a dormir de noche en la pelusa del campo de golf. Nunca había tenido una cama más suave. Hasta me cambiaron los sueños. Hasta decidí ser rico un día. Ese pasto suave me arrullaba, fue como mi verdadera cuna.

– Tu padre te ayudó?

– No, ése es el punto. No quería que subiera. Te vas a dar un porrazo, me decía. No trates de ser más de lo que eres. Me negaba oportunidades. Supe por mis cuates de la gerencia del hotel donde él trabajaba que se callaba los ofrecimientos que me hacían por ser su hijo, para estudiar, para manejar un coche. Él nomás quería que fuera mozo, como él. No quería que yo fuera más que él. Ésa es la cosa. Tuve que tomar las oportunidades por mí mismo. Cuidador del club de golf. Caddy. Conductor de los carritos. Chofer al fin. Adiós, Aca. Ya nunca volví a ver a mi padre.

– Y te entiendo. Pero no tienes por qué ser grosero sólo porque tu padre era mesero y cortés. Tienes que servir, tú como yo. ¿Qué ganas con decir todo el día: tengo que hacer esto, pero no me gusta?, No te desquites ofendiendo al cliente. No es de hombres bien nacidos, vamos.

Se abochornó Leandro. Ya no habló un rato y luego aparecieron entre los laureles la gringa y el galancete haciendo señas de regresar a México. Ya les andaba.

Leandro se puso de pie y se colocó detrás de Encarna. Le retiró la silla para que se levantara. Ella se alarmó. Nunca nadie le había hecho esa cortesía. Hasta tuvo miedo. ¿Iba a pegarle? Pero él tampoco supo de dónde le salió el gesto.

Regresaron en silencio a la ciudad de México. La parejita se durmió abrazada. Leandro condujo con buen paso. Encarna miró el paisaje: del aroma tropical a los pinos helados al smog del altiplano, la corrupción capturada entre montañas carcelarias.

Cuando llegaron al hotel, el naco ni miró a Leandro, pero la norteamericana le sonrió y le dio su buena propina.

Solos, Leandro y Encarna se miraron largo rato, cada uno sabiendo que nadie los había mirado así en mucho tiempo.

– Sube conmigo -le dijo ella-. Mi cama es más suave que la pelusa de un campo de golf.

Una noche recorrieron juntos todas las casas, puerta tras puerta, para ver quién ganaba la apuesta de las puertas abiertas, y las encontraron todas con llaves, candados o trancas, sólo la puerta del tarado estaba abierta, la puerta del desván donde duerme el Paquito abierta y el idiota dormido en una cama de tablas, dormido un segundo, despierto el siguiente, fregándose los ojos, perplejo, siempre. La única puerta sin candado y otra apuesta fracasada: el desván del Paquito no era una pocilga, relucía de limpio, era una tacita de plata, pero los desconcertó, lo regaron con cocacolas y salieron riendo y gritando. Al día siguiente el tonto evita mirarles a ti y a tus amigos, se deja querer por el sol y ustedes apuestan otra vez: si nada más toma el sol, lo dejamos en paz; pero si se mueve por la plaza como si fuera el dueño y señor, le pegamos. Un tarado no puede ser un señor. Los señores somos nosotros, que lo podemos todo. ¿Quién dice lo contrario? Paquito se movió, guiñando los ojos, mirando al sol y ustedes gritaron en son de burla y empezaron a bombardearlo primero de migajón, luego de panecillos duros y al cabo de tapas de botella y el idiota cubriéndose con las manos y los brazos sólo repetía dejadme, dejadme ya, mirad que yo soy bueno, yo no os hago daño, dejadme en paz, no me obliguéis a irme del pueblo, mirad que va a venir mi padre a cuidarme, mi padre es muy fuerte… Coño, les dijiste, si no le estamos dando más que migajonazos, y algo estalló dentro de ti, incontrolable, te levantaste de la mesa, la silla se volteó, te arrojaste de la sombra de los arcos al sol de la plaza y allí arremetiste a puñetazos contra el bobo que chillaba, yo soy bueno, ya no me peguéis, entre los dientes podridos y la boca sangrante, se lo contaré a mi padre, sabiendo todo el tiempo que lo que realmente querías era pegarle a tus amigos, los gamberros, tus gendarmes, los que te tenían prisionero en esta cárcel de piedra, en este pueblo de mierda. A ellos querías sacarle la sangre, matarlos a puñetazos, no a este pobre diablo sobre el que vertías tu injusticia, tu inseguridad, tu fraternidad violada, tu vergüenza… Vete, vete. Apuesta a que te vas a ir.

Fue una noche muy linda. Los dos gozaron mucho, se encontraron y luego se perdieron. Convinieron en que era un amor imposible, pero había valido la pena. Como decía la Encarna, la oportunidad se coge del rabo, sólo se presenta una vez y luego ¡puf!, como por encanto desaparece.

Se escribieron durante los primeros meses. Él no sabía expresarse muy bien, pero ella le daba confianza.

Su seguridad en sí mismo había tenido que fabricarla como se hace un monigote de arena en la playa, defectuoso y expuesto a que se lo barra la primera ola. Ahora, conociendo a Encarna, sentía que todo lo falso y mamarracho de su vida se iba quedando atrás. Pero corría el riesgo de volver a ser el de siempre si la perdía, si no la volvía a ver. Era del carajo tener que servir, lidiar con clientes majaderos, soberbios, que ni lo miraban siquiera, como si fuera de cristal. Le regresaban sus malos modos, sus desplantes, sus groserías. Le regresaba el coraje. De chico, pateaba los arbotantes de Acapulco de pura rabia por ser lo que era y no lo que quería ser. ¿Por qué ellos sí y yo no? La otra noche, afuera de un restorán de lujo, hizo lo mismo, no se pudo contener, comenzó a patear las defensas de los coches estacionados, los otros choferes lo tuvieron que contener, ahora sí se iba a meter en un lío mayúsculo, este coche era el del ministro X, este del jerarca del PRI, este del que compró la paraestatal Z…

Qué suerte que en ese momento salió del restorán el millonario norteño y ex ministro don Leonardo Barroso buscando a su chofer y el encargado del Valet parking le dijo que se había sentido mal y se había ido dejando las llaves del coche del señor. Barroso también estalló en cólera, ¡país de irresponsables! y de repente se vio retratado en la del pobre Leandro, como que se vio retratado en la muina de un pobre chofer de turismo estacionado allí esperando clientela y pateando arbotantes, y soltó una gran carcajada. Se calmó gracias a ese encuentro, a esa comparación y a esa identificación. Se calmó también porque llevaba del brazo a una mujer divina, un auténtico cuero de melena larga y barba partida. Esa mujer se imponía al señor Barroso, lueguito se notaba. Lo traía enculado, que ni qué.

Don Leonardo Barroso le pidió a Leandro que los llevara a su casa a él y a su nuera y tanto le gustó cómo manejaba el chofer, y su discreción y apariencia, que lo contrató para ir en noviembre a España. Tenía negocios allí y necesitaba quién le manejara a su nuera, que lo iba a acompañar. El muy desconfiado de Leandro, tras el primer alborozo, se preguntó si este hombre alto, poderoso, que las podía de todas todas, veía en el chofer a un eunuco insignificante que podía pasear sin peligro a la "nuera" mientras él se ocupaba de sus "negocios”. Pero cómo iba a repelar. Se tragó la falta de confianza y se dijo que si ellos se la tenían a él, por qué no la iba a tener él con sus patrones.