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Se separaron para verse.

– ¿Tú eres Mario? -dijo el indocumentado.

El patrullero dijo que sí.

– Soy Eloíno. Eloíno, tu ahijado. ¿Ya no te acuerdas? ¡Qué te vas a acordar!

– Ese nombre no se olvida -logró decir Mario. -El hijo de tus compadres. Te conozco por las fotos. Me dijeron que con suerte te iba a encontrar aquí.

– ¿Con suerte?

– ¿Tú no me vas a mandar de regreso, verdad padrino? Eloíno le regaló una sonrisa blanca, inmensa, de elote, brillando en la noche, entre los labios mojados.

– ¿Tú qué crees cabroncito? -dijo Mario con rabia.

– Voy a regresar, Mario, aunque me pesques mil veces, yo vuelvo otras mil. Y una más. Y no me llames cabrón, cabrón -volvió a reír y volvió a abrazar a Mario, como sólo dos mexicanos saben abrazarse, porque el patrullero no resistió la corriente de cariño, identificación, machismo, confianza y hasta confidencia que había en un abrazo bien dado entre hombres en México, más entre parientes…

– Padrino: todos en nuestro pueblo tenemos que venir a trabajar en el verano para pagar las deudas del invierno. Usted lo sabe. No nos amuele.

– Está bien. Al cabo vas a regresar a México, como todos ustedes. Es la única ventaja de este asunto. No pueden vivir sin México. No se quedan aquí.

– Esta vez no, padrino. Ya me dijeron que ahora va a estar más duro que nunca entrar. Esta vez me quedo, padrino. Qué le vamos a hacer.

– Ya sé lo que estás pensando. Antes todo esto fue nuestro. Primero fue nuestro. Volverá a ser nuestro.

– Eso lo pensará usted, padrino, que es hombre de mucho caletre, dice mi mamacita. Yo vengo para poder comer.

– Córrele, ahijado. Haz de cuenta que no nos vimos. Y no me des otro abrazo, que me duele… Bastante herido ando.

– Gracias, padrino, gracias…

Mario vio alejarse corriendo a este muchacho al que nunca había visto en su vida, qué ahijado ni qué ojo de hacha, qué tío ni qué la chingada, el tal Eloíno (¿cómo se llamaría de veras?) leyó el nombre de Mario Islas en la gafeta del patrullero, nomás por eso supo su nombre, eso no era el misterio, el enigma era otro, saber por qué vivieron esa ficción, por qué la aceptaron tan naturalmente, por qué dos desconocidos pudieron vivir juntos un momento así…los territorios se perdieron aun antes de ganarse, no crecieron las tierras, no aumentaron los habitantes, crecieron las misiones, creció el largo látigo de los franciscanos, colonizadores implacables movidos por la filosofía del bien común por encima de la libertad individual, la letra con el látigo entra, la fe también, látigo para los pueblos porque antes los frailes lo usaban contra sí mismos, hacían penitencia y la daban: crecieron las rebeliones, indios contra indios, pueblos contra apaches, indios contra españoles, pimas contra blancos, hasta culminar en la gran rebelión de los pueblos en 1680, dos semanas les bastaron para liberar sus tierras, destruir, saquear, matar a veintiún misioneros, quemar las cosechas, expulsar a los españoles y darse cuenta de que ya no podían vivir sin ellos, sus cultivos, sus escopetas, sus caballos: Bernardo de Gálvez, veintitantos años, y con la energía de veintitantos hombres, establece la paz por el engaño: la manera de someter a los indios bravos del río grande es darles rifles pero de bajo metal y cañón largo, quebradizos, para que dependan de España para sus reparaciones, Mientras más fusil, menos flechas, dice el joven, enérgico, pacificador del río grande y futuro virrey de la Nueva España, que los indios pierdan la habilidad de disparar flechas, que matan a más españoles que los fusiles mal manejados: "Mejor una mala paz a una victoria pírrica ", dice Gálvez para los siglos, pero la paz a secas requiere habitantes, hay sólo tres mil en el río grande, río bravo, se invita a familias de Tenerife, se les dan tierras, paso libre, títulos de hidalgo, llegan quince familias canarias a San Antonio, exhaustas por el viaje de Santa Cruz a Veracruz, llegan colonos de Málaga, exhaustos por el viaje a Saltillo y el Río Grande, y llegan los primeros gringos, los territorios se perdieron aun antes de ganarse.

JUAN ZAMORA

Juan Zamora tuvo una pesadilla y cuando despertó y averiguó que lo soñado era cierto, se fue a la frontera y ahora está aquí parado entre los manifestantes. Pero Juan Zamora no levanta los puños ni abre los brazos en cruz. En una mano trae su petaquilla de médico. Y en el hueco de ambos brazos, dos cartones con medicinas.

Soñó con la frontera y la vio como una enorme herida sangrante, un cuerpo enfermo, incierto de salud, mudo ante sus propios males, al filo del grito, desconcertado por sus fidelidades, y golpeado, finalmente, por la insensibilidad, la demagogia y la corrupción políticas. ¿Cómo se llamaba la enfermedad de la frontera? El doctor Juan Zamora no lo sabía y por eso estaba aquí, para aliviar el mal, para devolverle a los Estados Unidos los estudios en Cornell, la beca que le consiguió don Leonardo Barroso catorce años antes, cuando Juan era un muchacho y vivió unos amores tristes…

Sobre la camisa blanca, Juan trae prendida con alfiler una enseña de hojalata, el número 187 y una raya diagonal que anula la cifra de la proposición aprobada en California para negarles a los inmigrantes mexicanos educación y salud. Juan Zamora se hizo invitar a un hospital de Los Ángeles y vio que ya no iban mexicanos a curarse. Fue a los barrios. Estaban aterrados. Si iban al hospital -le dijeron- serían delatados y entregados a la policía. Juan les dijo que no, las autoridades de los hospitales eran humanas, no iban a delatar a nadie. Pero el miedo era insuperable. Las enfermedades también. Un caso aquí, otro allá, una infección, una pulmonía mal curadas, mortales. El miedo mataba más que cualquier virus.

Los padres dejaron de llevar a los niños a las escuelas. Un niño de origen mexicano es fácilmente identificable. ¿Qué vamos a hacer?, le decían los padres. Pagamos más, muchísimo más en impuestos que lo que nos dan en educación y servicios. ¿Qué vamos a hacer? ¿Por qué nos acusan? ¿De qué nos acusan? Estamos trabajando. Estamos aquí porque ellos nos necesitan. Los gringos nos necesitan. Si no no vendríamos.

Parado frente al puente de Juárez a El Paso, Juan Zamora recuerda con una mueca ingrata el tiempo que vivió en Cornell y no quiere que sus penas personales interfieran con su juicio sobre lo que entonces vio y entendió de la hipocresía y la arrogancia que puede acometer al buen pueblo yanqui. Pero Juan Zamora ha aprendido a no quejarse. Juan Zamora, calladamente, ha aprendido a actuar. No pide permiso en México para atender los casos urgentes, se salta trancas burocráticas, entiende el Seguro Social como un servicio público, no abandona a sidosos, drogadictos, teporochos, toda la marea oscura y espumosa que la ciudad va encallando en sus riberas de basura…

– ¿Quién te crees? ¿Florence Nightingale?

Las bromas sobre su profesión y su homosexualismo habían dejado de irritar, desde hacía mucho tiempo, a Juan. Conocía el mundo, conocía su mundo, iba a distinguir entre lo superfluo -es joto, es matasanos- y lo necesario: darle un alivio al heroinómano, convencer a la familia del sidoso que lo dejaran morir en su hogar, carajo, hasta echarse un mezcal con el teporocho…

Ahora sentía que su lugar estaba aquí. Si las autoridades norteamericanas le negaban servicios médicos a los trabajadores mexicanos, él, Florence Nightingale, se convertiría en un hospital ambulante, iría de casa en casa, de campo en campo, de Texas a Arizona, de Arizona a California, de California a Oregon, agitando, dispensando medicinas, recetando, animando enfermos, denunciando la inhumanidad de las autoridades…

– ¿Por cuánto tiempo viene a los Estados Unidos?

– Tengo una visa permanente hasta el año 2010.

– No puede trabajar, ¿sabe?

– ¿Puedo curar?

– ¿Qué cosa?

– Curar, curar enfermos.

– No hace falta. Aquí tenemos hospitales.

– Pues se les van a llenar de indocumentados.

– Que se regresen a México. Cúrenlos allí.

– Van a ser incurables, aquí o allá. Pero están trabajando acá, con ustedes.

– Nos sale muy caro atenderlos.

– Más caro les va a salir atender epidemias si no previenen enfermedades.

– Usted no puede cobrar por su trabajo, ¿sabe? Juan Zamora sólo sonrió y pasó la frontera. Ahora, del otro lado, por un instante, se sintió en otro mundo. Le asaltó una sensación de vértigo. ¿Por dónde iba a empezar? ¿A quién iba a ver? La verdad es que no creyó que lo dejaran pasar. Fue demasiado fácil. No esperaba que las cosas le salieran tan bien. Algo malo iba a pasar. Estaba del lado gringo, con su botiquín y sus medicinas. Escuchó un chirrido de llantas, los disparos parejos, el cristal roto, el metal perforado, el impacto, el estruendo, el, grito: ¡Médico! ¡Médico! llegaron los gringos (¿quiénes son, quiénes son, por Dios, cómo pueden existir, quién los inventó?) llegaron gota a gota, llegaron a las tierras deshabitadas, olvidadas, injustas, olvidadas por la monarquía española y ahora por la república mexicana, aisladas, injustas tierras, donde el gobernador mexicano tenía dos millones de ovejas atendidas por dos mil setecientos trabajadores y el oro puro de las minas del Real de Dolores jamás regresaba a las manos de quienes primero lo tocaron, donde la guerra entre realistas e insurgentes debilitó la presencia hispánica, y luego la constante guerra de mexicanos contra mexicanos, el paso angustioso de una monarquía absolutista a una república federal democrática: que vengan los gringos, ellos también son independientes y democráticos, que entren aunque sea ilegalmente, cruzando el río Sabinas, mojándose las espaldas, mandando al carajo la frontera, dice otro joven enérgico, delgado, pequeño, disciplinado, introspectivo, honrado, tranquilo, juicioso y que sabe tocar la flauta; todo lo contrario de un hidalgo español, se llama Austin, él trae a los primeros colonos al río Grande, al Colorado y al Brazos, son los viejos trescientos, los fundadores de la texanía gringa, les siguen quinientos más, desatan la fiebre de Texas, todos quieren tierras, propiedad, garantías, y quieren libertad, protestantismo, proceso legal, jurados populares pero México les ofrece tiranía, catolicismo, arbitrariedad judicial, quieren esclavos, derecho de la propiedad privada, pero México ha abolido la esclavitud, atentando contra la propiedad privada, ellos quieren que el individuo haga su regalada gana México, aunque ya no lo tenga, cree en el Estado español autoritario que actúa para el bien de todos sin consultar a nadie. Ahora hay treinta mil colonos de origen norteamericano en el río grande, río bravo, y sólo unos cuatro mil mexicanos, el conflicto es inevitable: “México debe ocupar a Texas ahora mismo, o la perderá para siempre ", dice Mier y Terán, México busca desesperado inmigrantes europeos, pero nada puede detener la fiebre de Texas, mil familias por mes descienden desde el Mississippí, ¿por qué nos han de gobernar estos mexicanos cobardes, indolentes, sucios? ¡éste no puede ser el designio de Dios! la victoria pírrica de El Álamo, la matanza de Goliad: Santa Anna no es Gálvez, prefiere una mala guerra a una mala paz, aquí están los dos frente afrente en San Jacinto: Houston alto de casi dos metros, cubierto por sombrero de piel, chaleco de leopardo, tallando pacientemente cualquier pedazo de madera que se encuentre, Santa Anna con charretera y tricornio, durmiendo la siesta en San Jacinto mientras México pierde a Texas: Houston lo que está tallando es la futura pata de palo del pintoresco, frívolo, incompetente dictador mexicano. “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos" va a decir un día, célebremente, otro dictador, y en voz más baja otro presidente: “Entre los Estados unidos y México, el desierto”