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—¿Por qué se lo has dicho?

—Tenía que decírselo. Siempre has sido buena conmigo, y él tenía que saberlo.

—¡Ah!, por cierto, cariño —indica Sonia—, a partir de este año las Navidades las celebraremos juntos. Se acabó celebrarlas por separado.

—¡Bien, abuela! —salta Flyn, y yo sonrío.

—Y nosotros estaremos también —puntualiza mi emocionado padre.

—¡Bien, yayo! —aplaude Luz, y Eric se ríe con las manos en los bolsillos.

Lo miro. Me mira. Nuestros ojos se encuentran, y cuando creo que no puede llegar más gente, entran Björn, Frida y Andrés con el pequeño Glen. Los dos hombres no dicen nada. Sólo me miran, me abrazan y sonríen. Y Frida, abrazándome también, murmura en mi oído:

—Castígale cuando lo perdones. Se lo merece.

Ambas nos reímos, y yo me llevo las manos a la cara. No me lo puedo creer. Mi casa está llena de gente que me quiere, y todo esto lo ha movilizado Eric. Todos me miran a la espera de que diga algo. Estoy emocionada. Terriblemente emocionada. Eric es el único que está todavía fuera. Le he prohibido entrar. Con decisión, se acerca a mi puerta.

—Te quiero, pequeña —declara—. Te lo digo a solas, ante nuestras familias y ante quien haga falta. Tenías razón. Tras lo de Hannah estaba encerrado en un bucle que no me favorecía y a mi familia tampoco. Lo estaba haciendo mal, especialmente con Flyn. Pero tú llegaste a mi vida, a nuestras vidas, y todo cambió para bien. Créeme, amor, que eres el centro de mi existencia.

Un «¡ohhhhhh!» algodonoso escapa de la garganta de mi hermana, y yo sonrío cuando Eric añade:

—Sé que no hice las cosas bien. Tengo mal genio, soy frío en ocasiones, aburrido e intratable. Intentaré corregirlo. No te lo prometo porque no te quiero fallar, pero lo voy a intentar. Si accedes a darme otra oportunidad, regresaremos a Múnich con tu moto y prometo ser quien más te aplauda y más grite cuando compitas en motocross. Incluso, si tú quieres, te acompañaré con la moto de Hannah por los campos de al lado de casa. —Y clavando su mirada en mis ojos, susurra—: Por favor, pequeña, dame otra oportunidad.

Todos nos miran.

No se oye una mosca.

Nadie dice nada. Mi corazón bombea a un ritmo frenético.

¡Eric lo ha vuelto a hacer!

Lo quiero..., lo quiero y lo adoro. Ése es el Eric romántico que me vuelve loca.

Voy hasta la puerta, salgo de mi casa, me acerco a Eric y, poniéndome de puntillas, acerco mi boca a la suya, chupo su labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito, manifiesto:

—No eres aburrido. Me gusta tu mal genio y tu cara de mala leche, y no te voy a permitir que cambies.

—De acuerdo, cariño —asiente con una gran sonrisa.

Nos miramos. Nos devoramos con la mirada. Sonreímos.

—Te quiero, Iceman —digo finalmente.

Eric cierra los ojos y me abraza. Me aprieta contra su cuerpo, y todos aplauden.

Eric me besa. Yo lo beso y me fundo en sus brazos, deseosa de no soltarme nunca más.

Así estamos unos minutos, hasta que se separa de mí. Todos se callan.

—Pequeña, me has devuelto dos veces el anillo, y espero que a la tercera vaya la vencida.

Sonrío, y sorprendiéndome de nuevo, clava una rodilla en el suelo y, poniendo el anillo de diamantes delante de mí, dice, desconcertándome:

—Sé que fuiste tú la que me pidió matrimonio la otra vez por un impulso, pero esta vez quiero que sea mi impulso, y sobre todo que sea oficial y ante nuestras familias. —Y dejándome boquiabierta, continúa—: Señorita Flores, ¿te quieres casar conmigo?

Me pica el cuello. ¡Los ronchones!

Me rasco. ¿Boda? ¡Qué nervios!

Eric me mira y sonríe. Sabe lo que pienso. Se levanta, acerca su boca a mi cuello y sopla con dulzura. En este mismo instante, acepto que él es mi guerrero, y yo, su guerrera, y agarrándole la cara, lo miro directamente a los ojos y respondo:

—Sí, señor Zimmerman, me quiero casar contigo.

En el interior de mi casa todos saltan de alegría.

¡Boda a la vista!

Eric y yo, abrazados, los miramos y somos felices. Entonces, agarro el picaporte de la puerta y la cierro. Mi amor y yo nos quedamos en el descansillo de mi casa, solos.

—¿Todo esto lo has organizado por mí?

—¡Ajá, pequeña! He tirado de la artillería por si no me querías escuchar, ni ver, ni besar, ni dar una oportunidad —susurra, besándome el cuello.

¡Es que me lo como!

Feliz como una perdiz mientras acepto sus dulces besos en mi cuello, murmuro:

—He echado de menos algo.

—¿El qué? —pregunta, mirándome.

—La botellita de pegatinas rosas con sabor a fresas.

Eric suelta una carcajada y me da un morboso azote en el trasero.

—Esa y todas las que quieras están esperándonos en la nevera de nuestra casa.

—¡Genial!

Me estrecho contra él, lo abrazo y me coge entre sus brazos. Enredo mis piernas en su cintura y me apoya contra la pared.

Me besa, lo beso. Me excita, lo excito.

Lo deseo, me desea.

—Pequeña, para —me advierte, divertido al ver mi entrega—. La casa está llena de gente y nos encontramos en el pasillo de tu edificio.

Asiento. Disfruto de estar entre sus brazos, y murmuro haciéndole reír:

—Sólo te estoy mostrando lo que va a ocurrir cuando estemos solos. Porque quiero que sepas que te voy a castigar.

Eric da un respingo. Me mira. Mis castigos suelen ser drásticos y, mordisqueando su boca, afirmo:

—Te voy a castigar obligándote a cumplir todas nuestras fantasías.

Mi amor sonríe y aprieta su dura erección contra mí. ¡Oh, sí!

Saca su móvil y teclea algo. En décimas de segundo, la puerta de mi casa se abre. Björn nos mira, y Eric le pide:

—Necesito que saques con urgencia a todos de la casa y te los lleves.

Björn sonríe y nos guiña un ojo.

—Dadme tres minutos.

—Uno —responde Eric.

Sonrío. Éste es el exigente Eric que me vuelve loca.

En apenas treinta segundos, entre risas, todos se marchan mientras yo sigo en los brazos de Eric y les digo adiós consciente de que saben lo que vamos a hacer. Mi padre mi guiña un ojo, y yo le tiro un beso.

Cuando entramos en la casa y estamos solos, el silencio del hogar nos envuelve. Eric me deja en el suelo.

—Comienza tu castigo. Ve a la cama y desnúdate.

—Pequeña...

—Ve a la cama... —exijo.

Sorprendido, levanta las cejas, después las manos y desaparece por el pasillo. Con las pulsaciones a mil, miro las cajas que aún no he deshecho. Miro las etiquetas y cuando encuentro lo que quiero lo saco y, divertida, corro al baño.

Cuando salgo y entro en la habitación, Eric mira asombrado. Voy vestida con mi disfraz de poli malota. ¡Por fin lo estreno con él!

Lo miro. Me doy una vueltecita mostrándole las vistas que aquel disfraz da mientras me coloco la gorra y las gafas. Eric me devora con la mirada. Con chulería camino hasta mi equipo de música, meto un CD y de pronto la cañera guitarra de los AC/DC rasga el silencio de la casa. Comienzan los acordes de Highway to Hell, una canción que sé que le gusta.

Sonríe, sonrío, y como una tigresa camino hacia él. Saco la porra que llevo en el cinturón y me planto ante el amor de mi vida.

—Has sido muy malo, Iceman.

—Lo asumo, señora policía.

Doy dos golpes en mi mano con la porra.

—Como castigo, ya sabes lo que quiero.

Eric suelta una carcajada, y antes de que pueda hacer o decir nada más, mi amor, mi loco amor alemán, me tiene bajo su cuerpo y, con una sensualidad que me enloquece, susurra:

—Primera fantasía. Abre las piernas, pequeña.

Cierro los ojos. Sonrío y hago lo que me pide, dispuesta a ser su fantasía.

Epílogo

Múnich... dos meses después

—¡Corre, Judith!, comienza «Locura esmeralda» —grita Simona.