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Me despierto a las seis de la mañana sobresaltada. He soñado con Eric. ¡Ya ni en sueños me lo quito de la mente!

¡Pa matarme!

¿Por qué cuando estás obsesionada con alguien el día y la noche se resume en pensar sólo en él?

Enfadada, no consigo conciliar el sueño y decido levantarme. Cabreada como estoy opto por hacer una limpieza general. Eso me relajará. Me pongo a ello y a las diez de la mañana tengo una liada en la casa que no hay ni por dónde cogerla.

¡Menuda leonera he organizado!

Estoy nerviosa. El corazón me palpita enloquecido y decido darme una ducha, pasar de la casa e ir a correr. Darme unas carreritas me vendrá de lujo. Eliminaré adrenalina. Cuando salgo de la ducha, me recojo el pelo en una coleta alta, me pongo unos piratas negros, las zapatillas de deporte y una camiseta.

De pronto, suena el timbre y, al abrir sin mirar, me quedo sin habla cuando me encuentro con Eric. Está más guapo que nunca vestido con esa camisa blanca y los vaqueros. Asustada por tenerlo tan cerca, intento cerrar la puerta, pero no me deja. Mete un pie.

—Cariño, por favor, escúchame.

—No soy tu cariño, ni tu pequeña, ni tu morenita ni nada. Aléjate de mí.

—¡Dios, Jud!, me estás destrozando el pie.

—Quítalo y no lo destrozaré —respondo mientras trato de cerrar la puerta con todas mis fuerzas.

Pero no quita el pie.

—Eres mi amor, mi cariño, mi pequeña, mi morenita y, además, eres mi mujer, mi novia, mi vida y miles de cosas más. Y por eso quiero pedirte que vuelvas a casa conmigo. Te echo de menos. Te necesito y no puedo vivir sin ti.

—Aléjate de mí, Eric —gruño mientras batallo inútilmente con la puerta.

—He sido un idiota, cariño.

—¡Oh, sí!, eso no lo dudes —siseo al otro lado de la puerta.

—Un idiota con todas sus letras al dejar marchar lo más bonito que ha pasado por mi vida. ¡Tú! Pero los idiotas como yo se dan cuenta e intentan rectificar. Dame de nuevo otra oportunidad y...

—No quiero escucharte. ¡No, no quiero! —grito.

—Cariño..., lo he intentado. He intentado darte tu espacio. Darme a mí el mío. Pero mi vida sin ti ya no tiene sentido. No duermo. Estás en mi mente las veinticuatro horas del día. No vivo. ¿Qué quieres que haga si no puedo vivir sin ti?

—Cómprate un mono —chillo.

—Cariño..., lo hice mal. Oculté lo de tu hermana y tuve la poca decencia de enfadarme contigo cuando yo hacía lo mismo que tú.

—No, Eric, no... Ahora no te quiero escuchar —insisto a punto de llorar.

—Déjame entrar.

—Ni lo sueñes.

—Pequeña, déjame mirarte a los ojos y hablar contigo. Déjame solucionarlo.

—No.

—Por favor, Jud. Soy un gilipollas. El hombre más gilipollas que hay en el mundo, y te permitiré que me lo llames todos y cada uno de los días de mi vida, porque me lo merezco.

Las fuerzas se me acaban. Escuchar todo lo que él me dice comienza a poder conmigo, y cuando dejo de apretar la puerta, Eric la abre totalmente y murmura, mirándome:

—Escúchame, pequeña... —Y al mirar al fondo, pregunta—: ¿Limpieza general? ¡Vaya, estás muy, muy cabreada!

La comisura de sus labios se curva, y entonces, yo grito, histérica, al ver que se mueve.

—No se te ocurra entrar en mi casa.

Se para. No entra.

—Y antes de que sigas con el chorreo de palabras bonitas que me estás diciendo —lo suelto, furiosa—, quiero que sepas que no voy a volver a hipotecar mi vida para que todo de nuevo vuelva a salir mal. Me desesperas. No puedo contigo. No quiero dejar de hacer las cosas que a mí me gustan porque tú quieras tenerme en una jaula de cristal. No, ¡me niego!

—Te quiero, señorita Flores.

—Y una chorra. ¡Déjame en paz!

Y pillándole de improviso, cierro la puerta de un portazo. Mi pecho sube y baja. Estoy acelerada. Eric lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a decirme las cosas más bonitas que un hombre puede decir a una mujer, y yo, como una tonta, lo he escuchado.

Soy idiota. Tonta. Lela. ¿Por qué?, ¿por qué lo escucho?

El timbre de la puerta vuelve a sonar. Es él. No quiero abrir.

No quiero verlo, aunque me muera por hacerlo. Pero de pronto oigo una voz. ¿Ésa es Simona? Abro la puerta y, boquiabierta, veo a Norbert junto a su mujer. El hombre dice:

—Señorita, desde que usted se marchó de la casa, ya nada es igual. Si vuelve, le prometo que la ayudaré a poner su moto a punto siempre que quiera.

Levanto las cejas, y Simona, tras abrazarme, me da un beso en la mejilla.

—Y yo prometo llamarte, Judith. El señor me ha dado permiso. —Y cogiéndome las manos, cuchichea—. Judith, te echo de menos y, si no vuelves, el señor nos martirizará el resto de nuestros días. ¿Tú quieres eso para nosotros? —Niego con la cabeza, e insiste—: Además, ver «Locura esmeralda» sola no tiene la gracia que tenía como cuando la veíamos juntas. Por cierto, Luis Alfredo Quiñones le pidió el otro día matrimonio a Esmeralda Mendoza. Lo tengo grabado para que lo veamos las dos.

—¡Ay, Simona...! —Suspiro y me llevo las manos a la boca.

De pronto Susto y Calamar entran en la casa y comienzan a ladrar.

—¡Susto! —grito al verlo.

El perro salta, y yo lo abrazo. Le he echado tanto de menos... Después, toco a Calamar y susurro:

—Cómo has crecido, enano.

Los animales saltan encantados a mi alrededor. Me recuerdan. No se han olvidado de mí. Eric, apoyado en la pared, me está mirando cuando entra Sonia con una encantadora sonrisa y me besa.

—Cariño mío, si no te vienes con nosotros tras la que ha movilizado Eric, es que eres tan cabezota como él. Este hijo mío te quiere, te quiere, te quiere, y me lo ha confesado.

La estoy mirando sorprendida cuando entra mi padre.

—Sí, morenita, este muchacho te quiere mucho y te lo dije: ¡regresará a ti! Y aquí lo tienes. Él es tu guerrero y tú eres su guerrera. Vamos, tesoro mío..., te conozco, y si ese hombre no te gustara, ya habrías retomado tu vida y no tendrías esas ojeras.

—Papá... —sollozo, llevándome las manos a la boca.

Mi padre me da un beso y murmura:

—Sé feliz, mi amor. Disfruta de la vida por mí. No me hagas ser un padre preocupado el resto de mis días.

Dos lagrimones me caen por la cara cuando oigo:

—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —Mi hermana solloza, emocionada—. ¡Aisss, qué bonito lo que ha hecho Eric! Nos ha reunido a todos para pedirte perdón. ¡Qué romántico! ¡Qué maravillosa muestra de amor! Un hombre así es lo que yo necesito, no un gañán. Y por favor, perdónale porque no te contara lo de mi separación. Yo le amenacé con machacarlo si lo hacía.

Miro a Eric. Sigue apoyado fuera de mi casa y no aparta sus ojos de mí. En este momento, entra Marta y, guiñándome un ojo, cuchichea:

—Como digas que no al cabezón de mi hermano, te juro que me traigo a todos los del Guantanamera para convencerte mientras bebemos chupitos y gritamos: «¡Azúcar!» —Río—. Piensa lo que ha sido para él pedirnos ayuda a todos. Este chico por ti se ha abierto en canal, y eso se lo tienes que recompensar de alguna manera. Vamos, quiérele tanto como él te quiere a ti.

Me río. Eric también ríe, y mi sobrina grita:

—¡Titaaaaaaaaaaaaaaa! El tito Eric ha prometido que este verano me iré con vosotros los tres meses de las vacaciones a tu piscina, y en cuanto al chi..., a Flyn, es muy enrollado. ¡Mola mazo! No veas cómo juega a Mario Cars. ¡Qué fuerte! Es buenísimo.

Esto parece el metro en hora punta. El salón está lleno de gente mientras Eric me mira con sus preciosos ojazos azules sin entrar en mi casa. De pronto, llega Flyn. Al verme se tira a mi cuello. Me abraza y me besa. Adoro sus besos, y cuando se suelta, sale por la puerta y me río al ver que arrastra el árbol de Navidad rojo.

¿Han traído el árbol rojo de los deseos?

Eso me hace reír. Miro a Eric, y éste se encoge de hombros.

—Tía Jud —dice Flyn—, todavía no hemos leído los deseos que pedimos en Navidad. —Eso me emociona, él murmura—: He cambiado mis deseos. Los que escribí en Navidad no eran muy bonitos. Además, le he confesado al tío Eric que yo también ocultaba secretos. Le he dicho que yo fui quien agitó la coca-cola ese día para que te explotara en la cara y que por mi culpa te caíste en la nieve y te hiciste la fea herida de la barbilla.